Lenin

Lenin


LA LUCHA POR EL PARTIDO » 13. El choque de 1905

Página 24 de 66

1

3

.

E

l

c

h

o

q

u

e

d

e

1

9

0

5

XIII

EL CHOQUE DE 1905

Eran los primeros días de julio. Hacía calor y la gente de Ginebra pensaba en su viaje de vacaciones, lo cual no impedía a Lenin, que ya era miembro del Comité central, representante de éste en el extranjero y director del periódico oficial del partido, continuar con más vigor que nunca su lucha contra los mencheviques «desorganizadores y enterradores de la unidad socialdemócrata». Y de pronto resuena como un trueno la formidable noticia del motín del acorazado Potemkin. Ahora Lenin está convencido: la revolución ha estallado efectivamente; ya no se trata de una multitud desarmada de obreros pacíficos, sino de una fuerza militar disciplinada, provista de cañones y de municiones, que se alza contra el zarismo. Hay que apresurarse, por tanto, a tomar la dirección de la revuelta, a ampliarla, a darle todo su sentido revolucionario. El acorazado rebelde ha ido a situarse ante Odesa. Allí se va a producir, pues, el primer choque. Pero no se fía de los comitards de esa ciudad. Decide enviar un emisario provisto de plenos poderes por el Comité central. En este caso el Comité central es él. Su elección recae en un militante que acaba de llegar de Rusia, Vasiliev-Yujin. En los

Recuerdos de éste podemos leer:

«He sido informado de que Lenin me buscaba para hablarme de un asunto urgente y muy importante. Cuando me disponía a ir a su casa lo vi llegar a la mía. La entrevista fue breve:

—Camarada Yujin: el Comité central ha decidido que salga usted mañana para Odesa.

—De acuerdo. Hoy mismo, si hace falta. ¿Objetivo?

—Muy importante. Es de temer que los camaradas de Odesa no sepan explotar útilmente la revuelta del acorazado Potemkin. Debe usted conseguir que los marineros desembarquen y ocupen la ciudad. Trate de introducirse a toda costa en el acorazado y convénzalos de actuar enérgicamente. Si es necesario, no vacile en mandar bombardear los edificios públicos. Hay que apoderarse de la ciudad. Después; sin perder un instante, armar a los obreros y comenzar la más activa propaganda entre los campesinos. Propóngales apoderarse de las tierras de los grandes propietarios y de unirse a los obreros para sostener la lucha en común. Atribuyo una importancia enorme a su unión con los obreros en la batalla que acaba de empezar. Lenin parecía muy emocionado y sumamente excitado. Nunca le había visto así. Me sorprendió particularmente lo que dijo luego:

—A continuación, haga todo lo posible por arrastrar al resto de la flota a seguir el ejemplo del Potemkin. Estoy convencido de que la mayoría de las unidades lo harán. Luego envíe un torpedero a buscarme. Estaré en Rumanía.

—¿Cree usted seriamente que todo eso es posible? —exclamé sin poderme contener.

—Perfectamente posible —me contestó en tono firme y categórico».

Yujin se puso en camino. Al llegar no encontró ya en la rada de Odesa al acorazado. Ya se sabe cómo terminó esa acción. Lenin no tuvo necesidad de tomar el tren para Bucarest. Pero no se desanimó en modo alguno. Simplemente se dijo: viaje aplazado. Y tenía razón. La monarquía de los Romanov crujía por todas partes. Arrastrada a una guerra infortunada con el Japón, iba hacia la catástrofe. La caída de Puerto Arturo, en enero de 1905, anunciaba ya que la guerra estaba perdida. El desastre de Zusima, en mayo siguiente, donde pereció casi toda la flota rusa, no hizo más que acelerar el desenlace. Una ola de descontento recorrió todo el país. El 19 de junio, Nicolás II, al recibir a los diputados de los municipios del Imperio, había confirmado solamente su promesa de convocar a los representantes de la nación. Eso no impidió que el movimiento se extendiera. En Lodz y en Varsovia los obreros se declaran en huelga y levantan barricadas. En la provincia de Jarkov los campesinos devastan los dominios de la nobleza.

En octubre, la huelga es general. Comienza el 7 con el paro de los ferroviarios en la línea Moscú-Kazán. El 8 para todo el sistema de Moscú. El 10, los del Oeste y del Mediodía. Cesa el trabajo en las fábricas. En San Petersburgo, los socialdemócratas sugieren y realizan la creación de un «Comité obrero» que toma la dirección de la huelga. Ese Comité cede casi inmediatamente el lugar a un «Consejo de los delegados obreros» que celebra su primera sesión el día 13. Ha nacido un nuevo poder: los Soviets. El 16 la huelga es general en todo el país. Al día siguiente aparece un manifiesto del zar que concede a sus súbditos un régimen constitucional y garantiza sus libertades políticas, entre otras la de prensa. Los revolucionarios podrán escribir ya libremente en periódicos que se venderán a la luz del día.

Todavía antes de los acontecimientos de octubre, Krassin, que al mismo tiempo que asumía en la clandestinidad las funciones de miembro del Comité central del partido socialdemócrata ocupaba en «la legalidad» un puesto importante en la dirección de la gran manufacturera de textiles de Orechovo-Zuevo, había concebido el proyecto de crear en Rusia un periódico que se publicara legalmente y en el cual colaborarían escritores sin partido, políticamente inofensivos ante los ojos del Gobierno, lo que permitiría colar, tras esa fachada neutral, los artículos de los periodistas socialdemócratas, sobre todo los de Lenin. Habló de ello a Gorki, a quien le pareció buena la idea, pero como él era ya muy sospechoso convinieron que, oficialmente, el periódico simularía ser editado por su mujer, la célebre actriz Andreeva, una de las glorias del Teatro de Arte de Moscú. Un poeta decadente, un novelista de moda y una escritora muy elegante prometieron su colaboración. Por lo tanto, la «fachada» estaba lista. Faltaba encontrar el dinero. El patrón de Krassin, el industrial Morozov, «el hombre más rico de Rusia», proveyó los fondos. Las huelgas habían impedido que el periódico se publicara antes del 17 de octubre. El primer número salió el 27, cuando ya no necesitaba «fachada» alguna.

A partir de ese momento se planteó a Lenin la siguiente cuestión: ¿podría seguir en Ginebra y comentar desde lejos y siempre, inevitablemente, con retraso, los acontecimientos que se sucedían en Rusia a un ritmo vertiginoso? Numerosos mencheviques, entre ellos Martov y Dan, se habían apresurado a regresar a su país. Ya estaban publicando sus periódicos y amenazaban con quitar al suyo la influencia que apenas empezaba a reconquistar como órgano del partido. Por otra parte, el centro de la lucha política se había trasladado evidentemente a Rusia. Se marchaba a pasos rápidos, según Lenin, y a pesar de los paliativos del manifiesto del 17 de octubre, hacia una insurrección armada, destinada a derribar completamente al zarismo. El partido socialdemócrata había proclamado en múltiples ocasiones que asumiría la dirección de esa insurrección. Tenía que asegurarse, por tanto, el dominio en el Consejo de los delegados obreros que se había convertido en una especie de Parlamento ilegal y que tenía en sus manos los hilos conductores del movimiento. El abogado Chrustalev-Nosar, que había sido elegido presidente, no ejercía más que una autoridad puramente nominal. Trotski, que había regresado a Rusia en los primeros días del «nuevo régimen», se había convertido inmediatamente en el verdadero jefe del Consejo y dirigía sus deliberaciones, fogoso y autoritario, según su costumbre.

Todo esto hacía comprender a Lenin que su presencia era necesaria allá. Apresuró, por tanto, los preparativos para partir. Pero quería dar a su llegada a Rusia una significación particular. Le propuso a Plejanov partir juntos. Su aparición simultánea hubiera tenido el valor de un símbolo: el de la unidad, nuevamente restablecida, del partido socialdemócrata. El «padre de la socialdemocracia rusa» se negó a salir de Ginebra. Seguía siendo escéptico en cuanto al resultado de los acontecimientos, no consideraba mortales los golpes recibidos por el zarismo y dudaba de la eficacia de los que se le iban a dar. Y Lenin partió solo.

Lenin tenía que pasar la frontera con un pasaporte falso. El agente del partido que debía llevárselo a Estocolmo llegó con dos semanas de retraso y Lenin apareció en San Petersburgo el 8 de noviembre (viejo calendario ruso). Desde el primer día se dio cuenta de que, en efecto, los periódicos socialistas se exhibían libremente en los quioscos y los oradores del partido peroraban todo el día en reuniones públicas que se celebraban por todas partes, pero también de que la policía zarista no había abdicado en modo alguno sus poderes y que se mostraba tan activa como en el pasado. Los militantes estaban estrechamente vigilados, sus desplazamientos eran observados y anotados en previsión de la primera oportunidad que se presentara de echarles mano. Los sabuesos, los espías y los provocadores estaban en plena actividad. Y sus jefes, abrumados de trabajo. Todo ese mundo vivía con la firme convicción de que esta «algazara» no duraría mucho y de que pronto se pondría a buen recaudo a «toda esta canalla».

Lenin llegó a la conclusión de que había que mostrarse muy prudente. Empezó por ponerse irreconocible, afeitándose la barba y el bigote y colocándose unas gruesas gafas azules. Cambiaba muy frecuentemente de alojamiento y se pasaba casi todo el día encerrado en su habitación. Krupskaia, que lo siguió a Rusia con unos días de intervalo, se alojaba generalmente en otro sitio. Iba a verlo a sus escondites y le llevaba las noticias del día. Por la noche, Lenin se trasladaba a la imprenta de la

Novaia Jisn (Vida Nueva). Así se llamaba el periódico fundado por Gorki y Krassin y en el cual había comenzado ya a colaborar durante su estancia en Estocolmo. Esperaba los resultados de los debates de las sesiones del Soviet, que terminaban bastante tarde, y escribía enseguida su artículo. Luego, a través de la capital dormida, muchas veces al alba, después de haber corregido meticulosamente sus pruebas, volvía «a su casa». No aparecía en ninguna reunión pública. No asistió más que una sola vez a las sesiones del Soviet. También dio una conferencia, de carácter semiprivado, en la Sociedad de Ciencias Económicas y unas cuantas charlas en el Hotel de los estudiantes del Instituto Politécnico.

Lo que más le ocupaba en aquel entonces era la reunión de un nuevo Congreso del partido. Según los estatutos adoptados en Londres, esas asambleas debían celebrarse una vez al año. Por tanto, el próximo Congreso no podía ser convocado hasta abril de 1906. Pero la situación que acababa de crearse no permitía una espera tan larga. Era muy urgente, estimaba Lenin, llegar a la reunificación del partido. Por otra parte, se había planteado un nuevo problema: ¿participaría el partido en las próximas elecciones a la Duma del Imperio? Evidentemente no había nada que esperar, según él, de esa parodia de Parlamento y no se podía pensar en enviar diputados, pero como las elecciones estaban anunciadas en tres fases, podrían ser utilizadas, en sus dos primeras partes, para las necesidades de la propaganda, retirando después a los candidatos socialdemócratas. Quería también, para apresurar la reconciliación, que los bolcheviques y los mencheviques, después de haberse reunido separadamente, pero el mismo día y en el mismo sitio, y de haberse puesto de acuerdo sobre el orden del día, se fusionaran en el acto y formaran una sola asamblea en la que cada fracción tuviera un número igual de votos. Los mencheviques no aceptaron. Preferían la constitución previa de un Comité de organización en el que estarían representadas las dos fracciones y que se encargaría de convocar el Congreso. Tenían sus razones para ello, como se verá un poco más adelante. El caso es que, no pudiendo llegar a un acuerdo inmediato con los mencheviques, Lenin hizo lanzar por el Comité central, donde tenía asegurada la mayoría gracias a la presencia de Rumiantzev y del ex «conciliador» Postolovski, que le debía el haber sido admitido, un llamamiento a los miembros del partido invitándoles a enviar delegados a un Congreso que se iba a celebrar el 10 de diciembre. Las elecciones se harían sobre bases nuevas. Todas las organizaciones, y no sólo los comités, podrían estar representadas a razón de un delegado por cada 300 camaradas organizados. El Comité central se comprometía a que, tan pronto como se abriera el Congreso, propondría a los delegados de los comités con voz deliberativa que concedieran ese mismo derecho a los representantes de las organizaciones que no dispongan más que de una voz consultiva.

El Gobierno se repuso bastante rápidamente de su desfallecimiento y resolvió amordazar la revolución. El 26 de noviembre es detenido el presidente del Soviet de San Petersburgo. Lo reemplaza un directorio que dirige un llamamiento al pueblo exhortándolo a combatir al Gobierno y a no pagar más impuestos. Los ocho periódicos que lo publicaron fueron recogidos y prohibidos. La

Novaia Jisn figuraba entre ellos. El mismo día, 3 de diciembre, todo el Comité ejecutivo del Soviet de la capital es detenido in corpore, incluido Trotski. Se improvisa, como se puede, otro Comité ejecutivo que se refugia en la clandestinidad y que lanza la orden de huelga general. ¿Pero dónde está Lenin? ¿Qué hace Lenin? Está totalmente absorto en la preparación de su Congreso. Para no exponerse a una redada de la policía se decide celebrar la reunión en Finlandia, en Tammerfors. El partido distó mucho de responder en masa a su llamamiento y el número de delegados que se presentaron a la Comisión revisora de credenciales resultó demasiado reducido para poderse constituir en Congreso. Se decidió, por tanto, celebrar una simple conferencia, bajo la presidencia de Lenin, naturalmente.

Se tomó el acuerdo de convocar en el futuro inmediato un Congreso común que agrupara a bolcheviques y mencheviques, y se pasó a examinar la cuestión de las elecciones para la Duma. Cuando Lenin anunció, en su calidad de presidente, que se había depositado en la presidencia una moción recomendando la participación en la primera y segunda fase de las elecciones, se oyó una voz sonora que gritaba con fuerte acento georgiano: «¿Por qué elecciones? Nuestra táctica es el boicot. Es muy buena. ¿Por qué cambiarla?» Alguien dijo: «¡Participar en las elecciones, aunque sólo fuera en las dos primeras fases, sería un crimen contra la Revolución!» Lenin echó un vistazo a su alrededor. El georgiano estaba muy excitado. La asamblea parecía darle la razón. La moción discutida coincidía perfectamente con su punto de vista, pero comprendió que no tenía la menor posibilidad de ser aprobada, y dirigiéndose a los asistentes con un tono lleno de dulzura declaró: «Camaradas: debo confesar que soy cómplice de ese crimen. Pero vosotros, los militantes locales, debéis conocer mejor que yo el estado de ánimo de las masas en Rusia; yo he estado demasiado tiempo en la emigración; vosotros sois mejores jueces.» La conferencia adoptó, en consecuencia, una resolución que recomendaba no participar de ningún modo en las elecciones, pero utilizar en toda la medida de lo posible las reuniones electorales para la propaganda de la insurrección armada.

Después de la sesión, Lenin fue a dar un apretón de manos al fogoso georgiano. Así fue su primer encuentro con Stalin.

Mientras en Tammerfors se discutía en una atmósfera de conciliación y de buen humor, en Moscú corría la sangre. El Comité de su organización socialdemócrata, que estaba en manos de los bolcheviques, había instado al Soviet de esa ciudad a declarar la huelga general, de acuerdo con la orden lanzada el 4 de diciembre por el Soviet de San Petersburgo, y a transformarla en el curso de la lucha en insurrección armada. La huelga comenzó el 7. Los dos primeros días transcurrieron en manifestaciones pacíficas y no dieron lugar a incidente alguno. El 9, un destacamento de dragones dispersó a sablazos una reunión de obreros. Entonces se empezaron a construir barricadas. Los Soviets de barrio se repartieron la dirección de las operaciones. Las tropas reaccionaron blandamente. Se tenía la impresión de que, en una buena parte, simpatizaban con los insurrectos, quienes, ante ello, cobraban cada vez mayor aplomo. El almirante Dubasov, comandante militar de Moscú, pidió entonces a San Petersburgo un regimiento seguro que le permitiera aplastar la insurrección. El Gobierno resolvió enviarle el de la Guardia imperial, sobre cuya lealtad se podía contar ciegamente.

Al saber que los obreros de Moscú se habían adueñado de varios barrios de la ciudad y que seguían oponiendo una resistencia enérgica a los soldados del zar, la conferencia de Tammerfors decidió clausurar lo más rápidamente sus trabajos a fin de que los delegados regresaran urgentemente a sus puestos y estuvieran listos para cualquier eventualidad. La noticia de los primeros triunfos de la insurrección había electrizado a todo el mundo. «Todos los camaradas mostraban un entusiasmo magnífico —escribe Krupskaia—, todos estaban listos para el combate. Entre sesión y sesión aprendíamos a disparar.»

Lenin regresó a San Petersburgo en el preciso momento en que debía comenzar el traslado del regimiento de la Guardia a Moscú. Como los ferroviarios de la línea San Petersburgo-Moscú estaban en huelga, las autoridades tuvieron que recurrir al batallón especial de ingenieros. A parte de eso, la ciudad estaba tranquila. Después de haber sido eliminados en masa sus representantes, los obreros no manifestaban el menor deseo de tomar las armas para apoyar a sus camaradas de Moscú. Apenas bajado del tren, Lenin reunió, en las primeras horas de la noche, a algunos de sus colaboradores, en la redacción del

Novaia Jisn, que estaba desierta desde su cierre. Asiste a la reunión, especialmente convocado, el «experto militar» del partido, Antonov-Ovseenko, que estuvo a punto de ser oficial después de salir del colegio.

Lenin expone la situación: «Hay que impedir el envío de las tropas. Hay que ayudar a los combatientes de Moscú.» Alguien propone: «Hay que obstruir la vía, quitar los raíles.» Lenin aprueba: «Está bien. Pero no es suficiente.» Una voz: «Echémonos a la calle, reunamos a todos los que tienen armas. Apoderémonos de un barrio. Atrincherémonos y atraigamos sobre nosotros a las tropas.» Lenin: «No. Esa es una táctica desesperada. Eso no impediría en modo alguno el envío de las tropas. No habremos tenido tiempo de atrincherarnos cuando ya nos habrán vencido. Pero ¿qué opina nuestro militar?» Y los ojos se fijan en Antonov. Su opinión es que no se puede contar con los marinos, que han sido privados de sus armas, ni con la Guardia, que no marchará contra el Gobierno, pero sí podrían entenderse con el batallón de ingenieros, que parece bien dispuesto para con los revolucionarios. Deciden, en consecuencia, entrar en relaciones con él, apoderarse con su ayuda del arsenal y entregar a los obreros las armas conseguidas. Después ocuparán el barrio de Vyborg y establecerán el contacto con Finlandia, que no espera más que la señal para unirse a la revolución.

Ese plan no pudo ser ejecutado porque el batallón de ingenieros se negó a unirse a los obreros. El tren para Moscú pudo partir llevando al regimiento de la Guardia. En los días 16, 17 y 18 la insurrección fue aplastada y ahogada en sangre.

La hermana de Lenin, que había llegado a San Petersburgo, le contó que en la estación había oído que una obrera de Moscú decía con amargura a los de la capital: «Gracias, camaradas. ¡Qué bien nos habéis ayudado enviándonos el regimiento de la Guardia!» No contestó nada; únicamente su rostro se crispó dolorosamente.

Lenin se daba cuenta de su falta: la de no haber sabido prever el curso de los acontecimientos y no haberse hallado a la altura de la situación que se había creado. Un poco más tarde, en su artículo

Las lecciones de la insurrección de Moscú, lo reconoció con toda franqueza: «El proletariado había sentido antes que sus dirigentes la evolución de las condiciones de la lucha, que exigía pasar de la huelga a la insurrección... Nosotros, los jefes de la socialdemocracia obrera, nos parecíamos, en diciembre, a ese general que había dispuesto su ejército de una manera tan estúpida que la mayor parte de sus tropas no pudieron participar en el combate. Los obreros buscaban orientaciones para una acción de masas y no las encontraban.»

Plejanov, al enterarse en Ginebra del fracaso de los insurrectos de Moscú, se había limitado a declarar agriamente: «No valía la pena tomar las armas puesto que no se estaba preparado.» Lenin estimaba, por el contrario, que sí había valido la pena, pero que había hecho falta mostrar más energía, más iniciativas y también más comprensión.

Evidentemente, si durante esos días decisivos, Lenin, en lugar de preparar el trabajo de la conferencia de Tammerfors, hubiera dado la señal de alarma, con ayuda de sus colegas del Comité central, en las principales organizaciones obreras de la capital, incitándolas a obedecer la orden de huelga lanzada el día 4, tal como lo había hecho el Comité de Moscú, la insurrección habría cobrado otra amplitud. Pues no sólo se combatía en Moscú en esa primera quincena de diciembre de 1905. El día 8 se declaró en rebelión Novorossisk, en las orillas del Mar Negro, y se proclamó la república en Krasnoiarsk, en Siberia. El 12 estalló la insurrección en Jarkov, en Nikolaiev, en Nijni-Novgorod. El incendio se extendía a todas partes. Si las dos capitales hubieran resistido, se habría transformado en un inmenso brasero que habría devorado a la monarquía con todas sus instituciones, incluida la próxima

Duma. Y entonces no hubiera sido necesario discutir qué actitud debía adoptar el partido socialdemócrata frente a ésta.

Pero no se había perdido nada, estimaba Lenin. ¡Al contrario! «Los cañones de Dubasov —decía— han inculcado el espíritu revolucionario en nuevas masas del pueblo.» Esperaba que los campesinos se levantarían en la primavera próxima y que ese levantamiento tendría profundas repercusiones en el ejército. Por otra parte, los soldados desmovilizados y los prisioneros repatriados debían llevar al campo un gran fermento revolucionario. Y nuevamente, tras el corto descanso de dos meses de invierno, se levantaría con mano firme el estandarte de la lucha, lucha final «hasta vencer o morir».

En el primer número de un nuevo periódico bolchevique que se trató de camuflar presentándolo como órgano de la asociación de estudiantes de la Universidad de San Petersburgo, Lenin escribía bajo el título de

El partido obrero y sus tareas del momento: «Miremos el presente bien de frente. Un nuevo trabajo nos espera: un trabajo de asimilación de la experiencia de las recientes formas de combate, un trabajo de preparación y de organización de las fuerzas en los principales centros del movimiento. Esas fuerzas existen. Crecen más rápidamente que nunca. Únicamente una parte mínima fue arrastrada en el alud de los acontecimientos de diciembre. El movimiento dista mucho de haber alcanzado toda su amplitud y toda su profundidad... Que las tareas que incumben al partido obrero se alcen claramente ante él. ¡Abajo las ilusiones constitucionales! Hay que conseguir fuerzas nuevas que sean atraídas hacia el proletariado. Hay que agrupar toda la experiencia de los dos grandes meses revolucionarios: noviembre y diciembre. Hay que adaptarse a la situación creada por el régimen zarista restablecido. Hay que saber, en todas partes donde sea necesario, refugiarse de nuevo en la clandestinidad. Hay que formular las tareas gigantescas que la próxima acción va a plantear ante nosotros, de una manera más concreta, con mayor precisión, más metódicamente y con más espíritu de continuidad en su preparación, y administrar lo más que se pueda las fuerzas del proletariado, agotado por las huelgas que ha tenido que sostener».

El conde Vitté, presidente del Consejo de ministros, tuvo conocimiento de ese artículo y transmitió el número al ministro del Interior, Durnovo, limitándose a hacerlo con «sus mejores saludos». Este comprendió muy bien lo que eso quería decir. El número fue recogido, el periódico prohibido y el departamento de la policía hizo saber al procurador general del Tribunal de Justicia de San Petersburgo que consideraba absolutamente necesario encarcelar al autor del artículo, culpable de haber hecho un llamamiento abierto a la insurrección armada. La caza no dio resultado. Lenin pudo trasladarse incluso a Moscú para entrevistarse con los dirigentes de la organización socialdemócrata de esa ciudad sobre el Congreso que había que reunir en Estocolmo en abril próximo.

En efecto, bolcheviques y mencheviques habían acabado, a pesar de todo, por llegar a un acuerdo. Pero fue muy laborioso. Después de toda una serie de conversaciones iniciadas, interrumpidas, reanudadas, nuevamente interrumpidas, se celebró una entrevista el 22 de diciembre (acababa de pasar la «semana sangrienta» de Moscú) entre bolcheviques. Lenin y Martov estaban presentes. Se pusieron de acuerdo sobre las condiciones de fusión de las dos fracciones. Tras lo cual los dos jefes presentaron, cada uno, un informe sobre la táctica a seguir durante las elecciones... e inmediatamente volvieron a quedar en pleno desacuerdo.

Había que empezar todo de nuevo. Y se empezó de nuevo. La iniciativa procedía esencialmente del lado de los bolcheviques. Martov y sus amigos no manifestaban mucha prisa en responder a su oferta. Temían ser «comidos» por sus adversarios. Querían ganar tiempo, ver cómo iban a marchar las cosas para los bolcheviques. El fracaso de la insurrección de Moscú no había contribuido a realzar su prestigio. La táctica staliniana del boicot absoluto de las elecciones, que había triunfado en Tammerfors, no hizo aumentar, tampoco, el número de sus partidarios. Los mencheviques se aprovecharon. Su influencia sobre las masas aumentó sensiblemente en provincias. Cuando aceptaron definitivamente reunirse con los bolcheviques en un Congreso de unidad, estaban seguros de tener la mayoría. El nuevo sistema de designar los delegados a razón de uno por cada 300 militantes, ideado por Lenin, se volvió en contra suya, tanto que de 111 delegados nombrados hubo 62 mencheviques y 49 bolcheviques. En consecuencia, los resultados del Congreso podían preverse: el partido saldría unificado, ciertamente, pero dominado por los mencheviques. Lenin tenía que darse cuenta forzosamente. Si a pesar de eso fue a Estocolmo es porque él también tenía sus razones.

Ese Congreso, el cuarto, estaba llamado a cobrar una amplitud desacostumbrada. Plejanov y Axelrod habían prometido acudir. Junto con los invitados y con los delegados que disponían de voz consultiva, el total de personas presentes llegaría a la cifra de 156. Nunca se había visto una cosa así.

Desde un principio se vio que los mencheviques dominaban la situación. Para la Mesa del Congreso, que debía componerse de tres miembros, fueron elegidos dos mencheviques, Plejanov y Dan, y un bolchevique, Lenin. En la Comisión revisora de credenciales, de cinco miembros, figuran tres mencheviques y dos bolcheviques. Resultados: los poderes de los delegados bolcheviques son examinados con lupa. Un delegado letón escribe a un amigo: «Los mencheviques merman las fuerzas bolcheviques en todas partes donde pueden hacerlo». Krupskaia, que tiene mandato del grupo socialdemócrata de Kazán, no puede obtener más que un voto consultivo por faltarle cuatro o cinco votos necesarios para tener el número legal. El delegado de los estudiantes de la Universidad de San Petersburgo es rechazado pura y simplemente, a pesar de que representaba a 320 comitentes.

Ir a la siguiente página

Report Page