Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 18. La reconquista del Partido

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En su respuesta, Lenin no pudo mostrarse más conciliador. Contestó en tono mesurado a su antiguo discípulo, al que veía perseverar con ostentación en este papel, poco adecuado para este hombre dulce y tímido por naturaleza, de jefe de la oposición antileninista en el seno del partido bolchevique. «Creo —dijo— que nuestras divergencias con el camarada Kamenev no son muy grandes. Marchamos unidos con él, salvo en la cuestión del control... Se nos dice: os dejáis aislar, habéis pronunciado un montón de palabras terroríficas sobre el comunismo, habéis hecho temblar de miedo a la burguesía... Bien. Aceptamos estar en minoría. En estos tiempos de locura chovinista, estar en minoría significa ser socialista... A Kamenev no le agrada la fórmula de «trabajo de largo alcance» para orientar a las masas y, sin embargo, es lo único que podemos hacer por el momento.» En cuanto a «la aventura del 20 de abril», Lenin le concede la razón, pero insiste en explicar el modo en que ocurrieron las cosas. Y esta explicación permite comprender mejor el caos que reinaba en las «cimas» del partido en el curso de esta memorable jornada. «Hemos —dice Lenin— dado la consigna: manifestación pacífica, pero algunos camaradas del Comité de la organización de Petrogrado han dado otra que nosotros nos hemos apresurado a anular sin lograr, sin embargo, por falta de tiempo, impedir su difusión, y las masas siguieron la consigna del Comité de Petrogrado... El Comité de Petrogrado se ha inclinado a la izquierda algo más de lo necesario. Eso es indudablemente un crimen extraordinario (sic). El aparato del partido ha resultado ser defectuoso: nuestras decisiones no han sido aplicadas por todos... Creemos que ése es un crimen enorme... No habríamos permanecido un solo instante en el Comité central si ese acto hubiese sido tolerado a sabiendas.»

Lenin se impuso: su resolución fue adoptada por 71 votos contra 38 y 8 abstenciones. Las demás resoluciones propuestas por él (había preparado toda una serie para las cuestiones inscritas en el orden del día) fueron aprobadas por gran mayoría.

Quedaba pendiente la elección del Comité central, que debía celebrarse en la última sesión. Lenin había preparado su lista. De los nueve candidatos propuestos por él, la Conferencia aceptó a siete. En cierto modo, la Conferencia impuso «por su propia iniciativa» a Sverdlov, quien había presidido casi todas las sesiones y al que Lenin, por un olvido inconcebible, había omitido en su lista. Los moscovitas obtuvieron un puesto en el Comité para Noguin, uno de sus principales dirigentes.

Así se formó este Comité leninista, bastante homogéneo, que debería secundar a su jefe en el período crítico que iba a iniciarse. Rápidamente se estableció una diferenciación. Se formaron tres grupos. Con Zinoviev, acantonado en sus funciones de secretario o casi, y Kamenev, del que se servía para mantener el contacto con los círculos soviéticos, Lenin formó una especie de Buró Político que asumía la dirección general. Stalin, Sverdlov y Smilga (un joven periodista de origen báltico) quedaron encargados de encaminar el trabajo del Comité central hacia la secretaría del partido, a la cabeza de la cual se encontraba una vieja bolchevique, Stasova, hija de un eminente jurista y sobrina de un célebre crítico de arte, que había roto completamente con su medio. Los comitards Noguin (Moscú), Fedorov (Petrogrado) y Miliutin (Saratov), absorbidos por su trabajo en las organizaciones locales, no ejercían gran influencia en las deliberaciones del Comité. Como siempre, cuando las circunstancias exigían de él un trabajo y una tensión nerviosa extremas, Lenin tuvo que pagar el precio de su victoria. Cayó enfermo y tuvo que guardar cama durante una semana. En este breve respiro fue cuando concibió el proyecto de dedicar un folleto a la Conferencia que acababa de celebrarse y de resumir los resultados logrados. Se puso a trazar el esquema. Una vez restablecido, no siguió adelante con el proyecto, pero el esquema ha sido conservado y gracias a él se puede reconstituir con bastante exactitud la línea general de acción que se estaba trazando Lenin después de la Conferencia de abril.

El desengaño con que comprueba, al iniciar ese esquema, que «las victorias demasiado fáciles de febrero habían provocado un caos de frases y de éxtasis», no es nuevo en Lenin. Lo que conviene observar es la serie de deducciones que de él saca. Al haberse confundido de pronto en dicho «caos» las clases, nació de ello una «democracia revolucionaria». Esa «democracia» que Lenin se obstina en calificar de «reaccionaria» es acusada por él de cuatro pecados mortales: 1.º Apoyo de los ministros capitalistas; 2.º Propaganda en favor de la guerra imperialista; 3.º Oposición a que los campesinos tomen la tierra inmediatamente; 4.º Reprobación de la fraternización en el frente. Está compuesta esencialmente de elementos pequeñoburgueses, es decir, comprueba Lenin, de la inmensa mayoría del pueblo ruso. Son —reconoce— decenas y decenas de millones, un abismo de abismos de grupos, de capas, de subgrupos, de subcapas. Por el momento, se balancea entre la burguesía, grande y media, y el proletariado. Este debe hacer todo lo posible por atraérsela. Eso sólo puede lograrse con un trabajo incesante, perseverante y metódico de persuasión, trabajo que sólo puede llevar a cabo un partido organizado. En consecuencia, el primer deber del proletariado revolucionario es constituirse en partido de clase estricta y rigurosamente delimitado, pero destinado a operar en un radio de acción muy vasto. Esta acción va a continuar en condiciones nuevas, en condiciones que el antiguo partido no podía pensar durante su existencia ilegal en la clandestinidad. De una actividad de conspiradores, de un trabajo de topos, nos transportamos a un ambiente de «inaudita legalidad». No se trata ya de pequeños cenáculos restringidos. «Decenas de millones se alinean ante nosotros.» Esta acción en plan gigantesco, antes inconcebible, se ejercerá «en la atmósfera de la espera de un hundimiento social como jamás se ha visto, y cuyas causas serán la guerra y el hambre». De ello resulta, concluye Lenin, que hay que permanecer «firmes como una roca» en la línea proletaria frente a las vacilaciones pequeñoburguesas, actuar sobre las masas mediante la persuasión, y prepararse para una revolución «mil veces más fuerte que la de febrero». Para poder realizar ese plan se necesita una poderosa afluencia de fuerzas nuevas. Hay que «decuplicar los equipos de propagandistas y agitadores». Desgraciadamente, faltan hombres. ¿Cómo hacer, entonces? «No lo sé —declara Lenin—, pero sé perfectamente que sin eso es inútil y vario disertar sobre la revolución proletaria.»

Mientras escribía esas líneas, Trotski acababa de hacer su aparición en Petrogrado.

Después de haber sido expulsado de Francia en septiembre de 1916 y de España en el siguiente mes de noviembre, Trotski había ido a parar a Nueva York. Allí fue donde le sorprendió la noticia de la revolución. Se puso en camino inmediatamente. Embarcó en un vapor noruego, pero fue desembarcado en Canadá por las autoridades inglesas y encerrado en un campo de concentración. Cuando su detención fue conocida en Rusia, la prensa socialista de todas las tendencias hizo vivas protestas. Sir George Buchanan envió entonces a los periódicos un comunicado diciendo que los rusos detenidos en Canadá viajaban «con subsidios proporcionados por la Embajada de Alemania con el propósito de derrocar al Gobierno provisional». La

Pravda bolchevique replicó en su número del 16 de abril: «Esa es una calumnia evidente, impúdica e inaudita», y conminó al embajador a declarar de dónde había recibido esa información. Buchanan no contestó. Más tarde, en sus Memorias, explicó que la iniciativa de la detención había sido efectivamente del Gobierno inglés, el cual la había comunicado enseguida a Miliukov. Este le dijo entonces que esperaba que Trotski fuese retenido en Canadá el mayor tiempo posible. Trotski no quedó libre sino el 29 de abril, después de los acontecimientos que provocaron la salida de Miliukov. El 5 de mayo llegaba a Petrogrado.

No tardó en orientarse en la nueva situación. Los ingleses habían hecho un buen trabajo. El jefe del Soviet de 1905 se presentaba demasiado tarde. Todas las primeras filas del teatro de la revolución estaban ya ocupadas, y bien ocupadas. Los partidos se habían formado y delimitado. Cada uno tenía su órgano director definitivamente constituido. No le quedaba a Trotski más que formar su propio grupo o entrar como subalterno en alguno de los partidos existentes. Prefirió la solución intermedia, y encabezó un grupo minúsculo, de tendencia «mediadora», en el que, fuera de Lunatcharski, que llegó unos días después que él en un «vagón sellado» con Martov y Axelrod, no hay personajes destacados, y, en espera de la ocasión de «colarse», se dedicó a atraerse a las multitudes y a ganar el máximo de popularidad en los medios proletarios de Petrogrado. Se le vio aparecer en los innumerables mítines que se celebraban entonces en la capital desde la mañana hasta la noche. Y como seguía siendo un orador muy brillante y no se había olvidado el papel que desempeñó en 1905, su éxito personal fue rápido y grande. Hablaba en las fábricas, en los teatros, en los circos. Lo que decía no lo alejaba mucho de las tesis de Lenin. Y atacaba con vehemencia a los aliados, sobre todo a Inglaterra. En cuanto llegó se dedicó a atacar a sir George Buchanan, en quien veía, no sin razón, al principal responsable de sus desgracias. Publicó una carta abierta dirigida al sucesor de Miliukov: «¿Estima usted, señor ministro, que es correcto que Inglaterra esté representada por una persona que se ha enlodado a sí misma lanzando una impúdica calumnia, y que no ha movido un solo dedo, después, para rehabilitarse?» La carta quedó sin respuesta. Pero el tono estaba ya dado. Y pronto se oyó decir en los círculos moderados del Soviet que Trotski «era peor que Lenin».

Este observaba con atenta mirada la ruidosa actividad de su adversario de antaño. No le disgustaba. Y en ese momento necesitaba hombres. Tal vez pensaba ya en la necesidad de preparar los cuadros del futuro Gobierno. En todo caso, resolvió entrar en contacto con Trotski y su grupo. El 10 de mayo se presentó en una reunión de los trotskistas para hacerles una proposición concreta a título personal, pero de acuerdo con «algunos miembros del Comité central.19

¿De qué se trataba? Acabamos de ver que Lenin proyectaba un desarrollo muy intenso de la propaganda bolchevique para hacer frente a una situación nueva. Un solo periódico, tal como la

Pravda de entonces, no bastaba. Quería hacer de

Pravda una gran hoja popular que tuviera una amplia difusión y que llegara a la masa de los sin partido, políticamente poco educados, y crear un nuevo órgano central en el que se tratarían, para uso de los militantes bolcheviques, las cuestiones de programa y de táctica que se planteasen ante el partido. Para aplicar esta nueva fórmula de acción necesitaba buenos periodistas, y éstos eran más bien escasos entre los bolcheviques. Lenin pensó en Trotski, que tenía una gran experiencia de pluma y que sabía dirigir un periódico, recordó probablemente los brillantes artículos que le proporcionaba Lunatcharski en Suiza, antes de dejarse arrastrar por el canto de las «sirenas de Capri». Decidió entenderse con el grupo de Trotski, que había adoptado frente al Gobierno provisional y los partidarios de la guerra «hasta el final» la misma actitud que el partido de los bolcheviques. Prácticamente, la proposición de Lenin se reducía a esto: entraría un representante del grupo Trotski en cada uno de los dos nuevos órganos que iban a ser lanzados próximamente por el Comité central. Pensaba en Trotski como redactor jefe del nuevo

Pravda, mientras que Lunatcharski formaría parte de la redacción del futuro órgano central. Los trotskistas aceptaron presurosos su oferta y concertaron con el partido bolchevique una alianza que había de desembocar pronto en una fusión completa. Al ser informado oficialmente de la iniciativa de Lenin, el Comité central la aprobó y empezó a discutir con Trotski las condiciones materiales de su colaboración.

El Comité de Petrogrado no tardó en ser informado. No le agradó el proyecto de Lenin de publicar dos hojas, controladas una y otra por el Comité central. Anunció que pensaba publicar un periódico propio. Una organización como la suya, estimaba el Comité bolchevique de la capital, bien tenía derecho, si no es que el deber, de poseer su órgano propio y no tener que mendigar continuamente a

Pravda el favor de cederle una o dos columnas.

Al enterarse, Lenin quedó desagradablemente sorprendido. Asistió a la sesión del Comité. «No comprendo —declaró a los comitards— por qué en los precisos momentos en que las conversaciones con el camarada Trotski, referentes a su participación en la publicación de un órgano popular, han entrado por buen camino, el Comité de Petrogrado manifiesta el deseo de tener un periódico propio. En las capitales y en los grandes centros industriales del extranjero no existen órganos especiales. Esa división de las fuerzas es perjudicial. Un órgano especial del Comité de Petrogrado no tiene razón de ser. Como centro local, Petrogrado no existe. Es el centro geográfico, político y revolucionario de toda Rusia. Todo lo que ocurre aquí sirve de ejemplo y de lección a todo el país. En consecuencia, la actividad de la organización bolchevique de la capital no puede ser tratada en un plano puramente local.» Por eso había venido a proponer al Comité de Petrogrado que participase en la redacción del futuro periódico popular con voto deliberativo y en la del nuevo órgano central con voto consultivo.

Su ofrecimiento tropezó con la oposición en masa de los dirigentes del Comité. El que se mostró más hostil fue Kalinin, un viejo militante, obrero auténtico, que gozaba de un gran prestigio entre sus camaradas. Había sido elegido miembro suplente del Comité central en Praga en 1912. Sin embargo, no se sabe por qué motivo, en la reciente Conferencia se había preferido al insignificante Federov y aquél no formó parte del nuevo Comité central. «Me pregunto —dice en resumen—, por qué el Comité central se muestra tan hostil al proyecto del Comité de Petrogrado. Para servir a los intereses específicamente locales, nuestra organización debe poder conservar cierta autonomía. En

Pravda se nos hace esperar durante semanas antes de publicar nuestros textos. Y en lo que se refiere a las fluctuaciones que el Comité central parece temer por nuestra parte, ¿no las ha tenido él también a veces? Tomemos como ejemplo

Pravda. En primer lugar, ha seguido cierta política. Llegaron los camaradas Stalin, Muranov y Kamenev y el timón fue dirigido en otro rumbo. Hasta la llegada del camarada Lenin se ocupaba de

Pravda un Consejo. Desde entonces el Consejo entró en letargo. Lo mismo ocurrirá en el nuevo periódico.»

Molotov, uno de los miembros del mencionado Consejo, compartió la opinión. «No hay divergencias entre nosotros y el Comité central —dijo—. En lo único en que no estamos de acuerdo es en lo que concierne a la posición política de la cuestión. El alegato de que en el extranjero se conforman con un solo órgano central no prueba nada. En el estado de excitación en que vive la masa revolucionaria en Rusia, decenas de periódicos hallarían amplia difusión.»

Volodarski, un trotskista que no tardará en convertirse en un ardiente bolchevique, opina lo siguiente: «Si el camarada Trotski está de acuerdo para crear un periódico popular del Comité central, ¿por qué no había de hacer la misma cosa por un órgano de nuestro Comité? La actitud adoptada por el Comité central con respecto a la publicación por el Comité de Petrogrado de su propio periódico indica el deseo del Comité central de intervenir en el trabajo de nuestra organización.» A continuación intervinieron otros oradores. Se dijo que el Comité de Petrogrado debía continuar su marcha en vanguardia, siempre hacia la izquierda, y que no había que dejarse oprimir por el Comité central, que era un error tender la mano a Trotski, esa especie de veleta cuya exacta posición política era imposible determinar, etc.

Lenin se vio obligado a pedir de nuevo la palabra. Ignoro por qué su segundo discurso, que sin embargo figura en el acta de la sesión, ha sido omitido en la reciente edición de sus obras. (Tampoco figura en ninguna de las ediciones anteriores.) Esto es un motivo más para que figure aquí.

Lenin planteó directamente la cuestión: «Según ustedes, ¿quién es el que debe mover los hilos? ¿El Comité de Petrogrado o el Comité central? Hablar de la pretendida necesidad de la multiplicación de los periódicos en la hora actual es hablar a la ligera. Lo mismo que cuando se protesta contra una pretendida opresión del Comité de Petrogrado por el Comité central. Se ha dicho aquí que la línea de conducta de la organización de Petrogrado debería tener una tendencia más izquierdista. Eso es peligroso, pues significa: perecer. Estar un poco más a la derecha ¿es conservar... a Trotski? Ya sabemos a qué atenernos en cuanto a sus opiniones. Pero de cualquier modo, es una fuerza literaria de primera clase. Y además en el interior de las fluctuaciones pueden ser tolerados algunos límites y deben incluso existir... Si os veis obligados a esperar semanas para que aparezca vuestro texto en

Pravda es porque falta espacio... Poseemos muy pocas fuerzas literarias y no obstante habláis de editar dos o tres periódicos a la vez. Pero en caso de que vuestra empresa no tuviese éxito, la responsabilidad recaería de todos modos en el Comité central. Es costumbre atribuir todo a su influencia... Si no estáis contentos de su línea de conducta, demostrad en qué es mala. Mientras tanto, haced una prueba y esperad a ver el resultado del nuevo periódico.» Y para calmar la desconfianza y la susceptibilidad del Comité de Petrogrado, propuso nombrar una comisión que se ocuparía de establecer las garantías ne cesarias contra la presión que pudiera ejercer eventualmente el Comité central sobre los representantes de la organización de Petrogrado en el seno del futuro periódico. Una resolución, redactada por Lenin en este sentido, fue sometida a la asamblea.

Antes de pasar a la votación, el camarada Tomski, un comitard de los más enérgicos, quiso decir su opinión: «No se trata de estar un poco más a la izquierda o un poco más a la derecha; se trata de saber si el Comité de Petrogrado mandará en su casa. El Comité central se interesa por los acontecimientos y cuestiones de alcance mundial... No escribís en ruso y no toda la gente comprende vuestros artículos. ¿Sobre qué queréis asentar vuestro órgano popular? ¿En Trotski? Se trata de una ballena que se balancea constantemente... Queremos disponer de nuestro propio voto, no deseamos hacer el papel del pariente pobre ante el Comité central... Poco nos importa la polémica con Plejanov. Olvidémoslo... Sería curioso ver cómo los camaradas del Comité de Petrogrado, con voz consultiva, se las arreglarían para tratar de convencer en la redacción del órgano central a los camaradas Lenin y Zinoviev. Yo no les aconsejaría que tratasen de hacerlo... En el nuevo

Pravda no habrá más espacio para nuestros artículos sobre la vida cotidiana del que había en la antigua. Si adoptáis la opinión del camarada Lenin, la experiencia os enseñará que no sois más que unos ingenuos y unos tontos.»

Se votó. La resolución de Lenin fue rechazada por 16 votos contra 12. ¡Estaba en minoría! Esta enojosa situación no duró mucho tiempo. Alguien tuvo la idea de proponer una moción: ¿no habría medio de reconsiderar la decisión tomada en la última sesión, con respecto a la necesidad para el Comité de Petrogrado de tener su periódico propio? La votación se empató: 14 a favor y 14 en contra. Eso ya estaba mejor. Se decidió invitar a los comités de distrito a que expresasen su opinión sobre la cuestión en un plazo de ocho días. Lenin supo aprovecharlo. Inmediatamente después dirigió a todos esos comités una circular: «Se ha originado un conflicto entre el Comité central y el Comité de Petrogrado. Es de la mayor importancia y sumamente deseable que los miembros de nuestro partido en Petrogrado participen en el mayor número posible en la discusión de este conflicto y ayuden con sus decisiones a solucionarlo... En caso de tener, camaradas, serios motivos para no conceder vuestra confianza al Comité central, decidlo francamente. En este caso, nuestro Comité central considerará un deber llevar el asunto a un Congreso... Pero si esa desconfianza no existe, sería injusto e irregular pretender que el Comité central no tiene el derecho que le fue concedido por el Congreso del partido de dirigir el trabajo del partido en general y el de la capital en particular.»

De este modo, la cuestión fue trasladada de la «cima» a la «base». Esta no se apresuró a pronunciarse. De los 18 comités, solamente dos enviaron sus respuestas por escrito en forma regular, aprobando la iniciativa de la organización de Petrogrado. Seis se conformaron con declaraciones verbales (cinco a favor de Lenin y una en contra). Y diez no contestaron. En la reunión del Comité que se celebró el 6 de junio, Volodarski se quejó vivamente. «Si seguimos a este paso, vamos a tardar dos meses», dijo, y propuso conceder un nuevo y último plazo de quince días. Tres días después, los acontecimientos tomaron un giro tal que los comitards de Petrogrado no volvieron a pensar en su periódico.

 

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