Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 19. Al asalto de la democracia burguesa

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A eso de las cinco de la tarde, los manifestantes se presentaron ante el Palacio donde estaba reunido el Soviet y exigieron que los ministros socialistas compareciesen ante ellos. El Comité ejecutivo les envió a Chernov. Se inicia un coloquio. Alguien reclama que los ministros socialistas decreten inmediatamente que la tierra pertenece al pueblo. Por toda respuesta, Chernov les vuelve la espalda y quiere retirarse. Manos rudas se apoderan de él. Es llevado al interior de un auto y se le declara que está arrestado en calidad de rehén. Trotski, informado por Lunatcharski, acude y logra liberarlo. Sukhanov, que estaba presente en la escena, se dirige furioso a Raskolnikov: «¡Vamos, lárguese ya con su ejército!» El otro, visiblemente cohibido, cambió algunas palabras con Rochal, quien subió enseguida a la capota del automóvil y dirige un pequeño discurso a sus camaradas, felicitándoles por haber realizado con tanta energía su deber revolucionario, y les persuade para que vayan a los centros de recepción, donde les espera un refrigerio. Hacia allí se dirigieron en masa. Después de lo cual los hombres de Cronstadt volvieron a embarcar.

Mientras tanto se vio aparecer a Lenin en el Palacio de Táuride. No era para conferenciar con los miembros del Comité ejecutivo. Se reunió con Trotski y Zinoviev en el bar. Este último, diez meses después, en la sesión solemne del Soviet de Petrogrado, lo recordó en su discurso: «Aquí mismo —dijo— en el bar, se realizó un pequeño concilio: Lenin, Trotski y yo. Riendo, Lenin nos dijo: «¿Y si lo hiciésemos de una vez?» Pero casi enseguida añadió: No. Imposible tomar el poder en este momento. Actualmente sería irrealizable. Los hombres del frente no están todavía todos con nosotros; vendrían y aplastarían a los obreros de Petrogrado.» Trotski, que en su libro menciona también esa entrevista, recuerda una frase más que al parecer dijo Lenin: «Ahora ellos (el Gobierno) van a fusilarnos a todos. Este sería el mejor momento para ellos.» Esto era evidentemente atribuir al Gobierno provisional una energía y un espíritu de decisión que no había tenido jamás y que no tendría nunca.

Del Palacio de Táuride, Lenin se dirigió a casa de su hermana, donde se alojaba. enseguida llegaron Sverdlov, Smilga y Podvoiski. El último, que si creemos a Trotski «era todo fuego y llamas durante las jornadas de julio», hizo a Lenin la pregunta: «¿Y ahora? El curso de los acontecimientos va a obligarnos infaliblemente a dar el paso decisivo. Después de haber manifestado su voluntad, las masas desearán con toda seguridad manifestar su fuerza. ¿Qué vamos a hacer?» La respuesta de Lenin trazaba ya con notable precisión las directivas que la situación creada por la experiencia fallida que acaba de producirse imponía al partido. En primer lugar, esta comprobación: Con su manifestación, el proletariado no ha obtenido absolutamente nada. «La clase obrera —declara Lenin— debe enterrar definitivamente la esperanza de que el poder pase pacíficamente a manos del Soviet. El poder no se transmite. Se apodera uno de él, con las armas en la mano. Tenemos que ocuparnos de reforzar nuestra organización tomando como base este axioma: El poder no se toma de una manera pacífica. Hay que hacer comprender al proletariado que todo su trabajo de organización no tiene desde ahora más objetivo que el de la insurrección, y que aunque ésta no es para mañana ni para la semana próxima, hay que proyectarla para el porvenir más próximo.» Una vez terminada la Conferencia, Lenin se trasladó a

Pravda para corregir las pruebas del artículo que debía publicar al día siguiente. Salió de allí en las últimas horas de la tarde. Media hora después de su salida, el local era invadido por una banda de alumnos de las Academias militares que después de haberlo saqueado se retiraron llevándose los expedientes de la redacción. ¿Qué habla ocurrido?

Desde el 16 de mayo, Kerenski, nombrado ministro de la Guerra, se hallaba en posesión de un informe del Gran Cuartel general, que anunciaba la existencia de pruebas irrefutables sobre la coalición de Lenin con el Alto mando alemán. Esas informaciones, especificaba dicho informe, procedían del estado mayor del sexto ejército, ante el cual se había presentado un oficial subalterno que, después de haber sido tomado prisionero por los alemanes, había sido liberado por éstos a condición de que hiciera propaganda entre sus compatriotas, a favor de la paz separada. Al despedirse de él, dos oficiales del Estado Mayor alemán le dijeron que habían confiado una misión análoga a Lenin y a un autonomista ucraniano. Esas eran, en realidad, todas las pruebas «irrefutables».

Kerenski se puso a forjar discretamente el arma de guerra que pensaba utilizar para abatir al jefe de los bolcheviques. Se ordenó una investigación secreta. El juez de instrucción recibió órdenes de reunir la mayor cantidad de pruebas que pudieran servir de apoyo a las «revelaciones» del informe. El funcionario se puso a trabajar con mucho celo, pero no pudo descubrir nada útil. Generales, magistrados y policías desfilaron ante él. Nadie pudo dar la menor confirmación a esas acusaciones. El ex jefe de la Dirección de Seguridad de Petrogrado, general Globatchev, declaró: «No se han encontrado en los servicios de la Dirección de Seguridad, por lo menos mientras yo estuve en funciones, informaciones de que Lenin haya trabajado en Rusia para perjudicar al país con la ayuda de dinero alemán.» El jefe de la sección de contraespionaje de la región de Petrogrado, Yakubov, afirmó por su parte: «No sé nada de una relación de Lenin y sus acólitos con el Gran Estado Mayor alemán, ni tampoco de los recursos con que trabajaba Lenin.»

Un tal Burstein, comerciante venal y confidente de la policía en sus horas libres, fue quien permitió que la investigación saliera del callejón al revelar la existencia de una organización alemana de espionaje en Estocolmo. Según su informe, Lenin estaba en relación con esa organización, utilizando como intermediario a su acólito Ganetzki, quien continuaba residiendo en Suecia, y era el abogado Koslovski, miembro del Comité ejecutivo del Soviet de Petrogrado, el que servía de agente de enlace. Ese Koslovski tenía diversas ocupaciones. Al mismo tiempo que abogaba ante los tribunales y peroraba en las asambleas del Soviet, se ocupaba del tráfico de divisas y de la importación ilícita de medias de seda, asociado con Ganetzki. El examen de su cuenta bancaria permitió descubrir que recibía periódicamente fondos procedentes del extranjero. De ahí esta conclusión: el dinero entregado a Koslovski estaba destinado a Lenin. No trataron de profundizar las cosas, que parecían ya claras y definitivamente probadas.

Colocado en presencia del movimiento del 3 de julio y convencido de que había sido desencadenado por los bolcheviques, el Estado Mayor de la región militar de Petrogrado, de acuerdo con el ministro de Justicia, el socialista Pereversev, resolvió dar a conocer públicamente este asunto. Todos los periódicos de la capital recibieron una copia del «documento revelador de la traición de Lenin», con el ruego de insertarlo en su número del día siguiente. Al enterarse de ello en las últimas horas de la tarde. Stalin se precipitó al Palacio de Táuride, donde el Ejecutivo, algo repuesto ya de las emociones del día, continuaba reunido. Stalin detestaba cordialmente a «ese viejo zorro de Cheidze», compatriota suyo, al que conocía desde hacía muchos años. Pero ahora se trata de una cosa muy grave y Stalin quiere hablarle de georgiano a georgiano. Es necesario, le dice, ahogar a toda costa en embrión esta vil calumnia. Cheidze se declara perfectamente de acuerdo con él y se apodera inmediatamente del teléfono. En su calidad de presidente del Comité ejecutivo del Soviet, y asociando a esta gestión, sin preguntarle siquiera su opinión, al ministro Zeretelli (otro compatriota), se dirige sucesivamente a todas las redacciones de la capital comprometiéndolas a no publicar el documento que les ha sido comunicado. Todos prometen no hacerlo. Hubo dos o tres respuestas reticentes, pero nadie se negó categóricamente.

Al día siguiente, 5 de julio, a las siete de la mañana, Lenin oye que llaman a su puerta. Era Sverdlov. Le puso al corriente de lo que acababa de ocurrir en

Pravda y le mostró un periódico. Era el Jivoe Slovo («Palabra viva» ), una hoja callejera editada por monárquicos camuflados. En primera página y a tres columnas se extendía el documento sensacional: Lenin, agente del Gran Cuartel General alemán. Fue el único, de toda la prensa de Petrogrado, que lo publicó. Pero con eso bastaba. Ya no era posible detener la marcha de la cábala antileninista. Había que esperar toda clase de excesos. La invasión nocturna de

Pravda era una especie de advertencia. Tratarían seguramente de echarle mano a Lenin. Era necesario, por tanto, que saliera sin tardanza de su domicilio y que se escondiera en algún lugar seguro. El pequeño Sverdlov, moreno y endeble, dotado por la naturaleza de una formidable voz de bajo, era un hombre previsor y expeditivo. Ya tenía listo un refugio para Lenin. Este tiene apenas tiempo para vestirse cuando se ve arrastrado al otro extremo de la capital, donde habita, en una casa de apariencia burguesa, la secretaria de la organización militar, Selimova. Al entrar con Lenin en su apartamento, Sverdlov le anuncia perentoriamente: «Vladimir Ilich se quedará con usted. No salga y cuídelo.» Y luego se va. Pero el refugio escogido para Lenin no resultó seguro. El palacio Kchesinskaia había sido invadido por la policía, que hizo allí un meticuloso registro. Entre los papeles recogidos figuraban los expedientes de la organización militar que contenían numerosos documentos con la firma de Selimova, en su calidad de secretaria. Era muy probable que los policías apareciesen de un momento a otro en su casa. Al pensar en esa eventualidad, Lenin le decía riendo: «A usted, camarada Selimova, sólo la detendrán. A mí me colgarán alto y corto.»

Se decidió, por tanto, «trasladar» a Lenin a otra parte. Ahora se encargó de ello Stalin. Se puso de acuerdo con uno de sus viejos camaradas, el obrero Alliluev, a quien había conocido de muy joven, en la época de sus pinitos de militante revolucionario en el Cáucaso. Lo había vuelto a encontrar en Petrogrado, ya casado y padre de familia. Su hija era mecanógrafa en la secretaría del partido bolchevique. Stalin se interesaba por ella. Más tarde será su esposa. Lenin fue llevado a casa de Alliluev. El buen hombre aceptó con orgullo el honor de alojar en su casa al jefe del partido.

En la noche del 6, Kerenski llega del frente, donde había ido a tratar de levantar la moral de las tropas. Volvía firmemente decidido a acabar de una buena vez con los bolcheviques. Su colega Terechtchenko le entregó una notita que acababa de recibir del embajador de Inglaterra. Sir George, que había observado desde las ventanas de su Embajada el desarrollo de la manifestación, estaba sumamente indignado por la ineptitud de las autoridades, que no habían podido imponer el orden en la calle, y mandó a «su» ministro de Relaciones Exteriores una nota con el programa de acción cuya realización inmediata era recomendada al Gobierno. Era necesario: 1.º Restablecer la pena de muerte en los ejércitos de tierra y mar. 2.º Conminar a los soldados que hubieran participado en la manifestación a entregar a los agitadores que los habían arrastrado. 3.º Desarmar a todos los obreros de la capital. 4.º Crear una censura militar autorizada para suspender los periódicos que incitaran a la tropa a la insubordinación o a la población a perturbar el orden. 5.º Desarmar y transformar en batallones de trabajo a todos los regimientos de la región militar de Petrogrado en caso de que se negaran a obedecer estas órdenes20.

Kerenski no dejó de inspirarse en estas sugestiones. Los ministros se reunieron inmediatamente en consejo, y a eso de las dos de la madrugada se tomó la decisión de entregar a la justicia a todos los «jefes del motín» y de disolver los regimientos que hubieran participado en él. En las primeras horas de la mañana del día 7 se supo que se acababa de lanzar una orden de detención contra Lenin, acusado de haber fomentado un complot contra la seguridad del Estado y de estar en inteligencia con el enemigo. Stalin, acompañado por Ordjonikidze (un compatriota más) corre enseguida a casa de Alliluev. Ya están allí Krupskaia, Zinoviev, asociado a Lenin en el decreto de detención, y el moscovita Noguin, miembro del Comité central. Se ponen a discutir la cuestión. Noguin opina que hay que entregarse y aceptar el combate público ante el tribunal. «Así piensan —declara— la mayoría de los camaradas de Moscú.» Lenin observa que no habrá proceso público. Stalin se pronuncia enérgicamente contra la comparecencia de Lenin. No lo dejarían llegar a la cárcel, dice; lo degollarían en el camino. Lenin parece compartir su opinión, pero la declaración de Noguin le hace dudar. Pero de pronto llega la secretaria del Comité central, Stasova, que trae un nuevo rumor que circula por los pasillos del palacio de Táuride: se han descubierto en el Departamento de Policía pruebas irrefutables de que Lenin era un agente provocador. «Esas palabras —escribe Ordjonikidze en sus

Recuerdos—produjeron en Lenin una impresión increíble. Todos los rasgos de su cara se contrajeron en un temblor nervioso y replicó, en un tono que no admitía réplica alguna, que debía ir a la cárcel.»

Noguin y Ordjonikidze fueron enviados al Palacio de Táuride para obtener del Ejecutivo del Soviet que Lenin fuera conducido a la fortaleza Pedro y Pablo, cuya guarnición, bolchevizada en su mayor parte, sabría velar por su seguridad, o bien, si insistían en encarcelarlo en Kresty (prisión civil de la capital), que se dieran garantías formales de que no se atentaría en modo alguno contra su persona.

El miembro del Ejecutivo que los recibió se negó a designar la fortaleza como lugar de detención. En cuanto a velar porque el prisionero no fuera víctima de un atentado, respondió que, naturalmente, se adoptarían todas las medidas posibles para evitar cualquier acto de violencia, pero que no se podían dar garantías formales. Ordjonikidze exclamó entonces: «No lo entregaremos», y salió dando un portazo. Noguin le siguió. Al regresar a casa de Alliluev dio cuenta del resultado de sus gestiones. Se decidió que Lenin abandonara la capital.

Stalin se encargó una vez más de organizar la desaparición de Lenin. Como viejo conspirador, se movía como el pez en el agua en esta atmósfera de acción clandestina. Dejaron el asunto totalmente en sus manos. De acuerdo con el plan que trazó, Lenin iría a esconderse en los alrededores de Sestroretzk, muy cerca de la frontera finlandesa. En caso de peligro lo harían pasar a Finlandia y lo confiarían a los bolcheviques locales. Naturalmente, Stalin contaba ya con el hombre necesario: un ex obrero de la manufactura de armas de Sestroretzk, Emelianov, que poseía una pequeña propiedad en la región. En la noche del 11 al 12, después de haberse dejado afeitar barba y bigote, Lenin salió del hospitalario refugio vistiendo un abrigo viejo y una raída gorra de obrero. Lo acompañaban Stalin y Alliluev. El trayecto de la casa a la estación, bastante largo, había sido cuidadosamente estudiado de antemano para evitar cualquier encuentro molesto. De camino recogieron a Zinoviev y a Emelianov. El pequeño grupo llegó a su destino sin incidentes. A las dos de la madrugada el tren se llevaba a Lenin hacia un nuevo exilio.

Una casita al borde del lago Razliv. Allí viven el providencial Emelianov, su mujer y sus seis hijos. El lugar es encantador en verano. En los 'alrededores, coquetas villas alojan a los capitalinos de vacaciones. En los meses de julio y agosto hay una gran afluencia de ellos. Era necesario, por lo tanto, estar sobre aviso. Para empezar, se convino que Lenin y Zinoviev no saldrían del granero, que había sido arreglado para recibirlos. Lenin se adaptó muy bien y se pasaba el tiempo escribiendo artículos para

Pravda, que, naturalmente, reapareció a los pocos días con otro título. Zinoviev se aburría mortalmente. Hacía mucho calor. Se ahogaban bajo el techo de su estrecho reducto.

Como se acercaba el tiempo de la siega, Emelianov tuvo la buena idea de alquilar un terreno, de acuerdo con la costumbre de la región, y, haciendo pasar a sus huéspedes por segadores, los instaló al otro lado del lago, donde vivían en chozas improvisadas, en el lugar mismo de su trabajo, los obreros venidos para la temporada del heno, finlandeses casi todos, que no hablaban una palabra de ruso y que no se entremetían en nada.

Así se hizo, y desde finales de julio Lenin y Zinoviev vivieron al aire libre una existencia de la que quedaron encantados. El uno volvió a su pluma y el otro, descubriéndose veleidades de cazador, trató de hacer algunos disparos. De vez en cuando recibían visitantes, cuidadosa y previamente filtrados por Emelianov, en cuya casa debían presentarse primero, y que después los conducía a la orilla opuesta del lago.

A finales de agosto se estropeó el tiempo y empezaron las lluvias. Hubo que pensar en abandonar la «cabaña misteriosa». ¿Qué hacer? El finlandés rusificado Chotman, un miembro muy activo del Comité de Petrogrado que teñía numerosas y útiles relaciones entre sus compatriotas, se encargó de arreglar las cosas. Se convino que Lenin se trasladara a Helsingfors y que Zinoviev volviera a Petrogrado para vivir en la clandestinidad. Otro finlandés, el cerrajero Rabia, militante bolchevique, fue nombrado por Chotman guardaespaldas de Lenin, haciéndose responsable de su persona ante el partido. La operación requirió el concurso de un tercer finlandés, el maquinista jefe Yalava, empleado en la línea Petrogrado— Helsingfors. Este debía llevar a Lenin haciéndolo pasar por ayudante fogonero. Así, mientras el tren cruzaba la frontera ruso-finlandesa, el jefe del partido bolchevique, metido en la parte trasera de la locomotora y todo embadurnado de negro, simulaba mover el combustible. Por lo demás, ninguno de los encargados del control se interesó por él. En Terioki, Lenin saltó alegremente a tierra, dio un apretón de manos a su maquinista y se alejó seguido de su guardaespaldas.

La entrada de Lenin en la capital de Finlandia se llevó a cabo a una hora muy avanzada de la noche, de acuerdo con las reglas más estrictas de la táctica conspiradora. Lo esperaba el jefe de la policía municipal en persona. Una idea más de Chotman. Conocía (¿pero a qué revolucionario de su país no conocía?) al dibujante Rovio, que a principios de la Revolución había sido colocado por sus camaradas al frente de la milicia obrera de Helsingfors y que fue nombrado después para reemplazar, provisionalmente, al jefe de la policía de la capital. Aceptó presuroso la proposición. Era un hombre ordenado, metódico y bastante instruido. Poseía en la ciudad un pequeño alojamiento muy bien instalado y una biblioteca marxista muy juiciosamente formada y que gustó mucho a Lenin. La idea de reanudar el trabajo cuyo proyecto había concebido cuando estaba todavía en el extranjero, en vísperas de la explosión revolucionaria en Rusia, le rondaba todavía en casa de Emelianov.21 Entonces la cosa era materialmente imposible. Ahora tenía a su disposición casi todos los libros que necesitaba y puso manos a la obra desde el primer día que se instaló en casa del jefe de los policías finlandeses. Así nació El Estado y la Revolución, que sería la última de las grandes obras teóricas de Lenin.

 

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