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Primera parte. El chico que camina en la luz » Day

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DAY

Normalmente agradezco que haya tanta gente por las calles de Lake: así es más fácil entrar y salir del barrio, perder a los que me siguen el rastro y despistar a los que buscan pelea. Este jaleo me ha sido útil más veces de las que puedo recordar. Hoy, sin embargo, solo consigue retrasarme. Aunque he atajado por la orilla del lago, alcanzaré mi casa justo antes de que lo haga el furgón.

No llegaré a tiempo de sacarlos de allí. Aun así, tengo que intentarlo; debo alcanzarlos antes de que lo hagan los soldados.

De vez en cuando me detengo para comprobar si el furgón se dirige a mi barrio. Sí, no cabe duda. Corro más deprisa. Ni siquiera me detengo cuando choco con un anciano que tropieza y cae de bruces contra el cemento.

—¡Perdón! —grito. Oigo que me chilla algo, pero no me detengo a mirar atrás.

Cuando llego a mi calle, estoy sudando a chorros. La casa parece tranquila, con el precinto de la cuarentena aún intacto. Me escabullo por los callejones hasta llegar a la valla del patio trasero, me cuelo entre los postes medio caídos, aparto el tablón suelto y me arrastro bajo el porche. Las flores que dejé en el conducto de ventilación continúan ahí, ya marchitas. Por una grieta del suelo veo a mi madre, sentada a la cabecera de Eden. John está al lado enjugando una toalla en un barreño. Dirijo la mirada hacia Eden: parece encontrarse peor. Es como si hubiera perdido el color. Respira con aspereza, tan fuerte que lo oigo desde donde me encuentro.

Mi mente se desespera por encontrar una solución. Podría sacar a los tres de la casa ahora mismo, pero nos arriesgaríamos a caer directos en manos de las patrullas antipeste o de la policía ciudadana. Tal vez pudiera ocultarlos en alguno de los escondrijos que usamos Tess y yo. Mi madre y John pueden correr, pero ¿cómo va a seguirnos Eden? John no puede llevarlo a cuestas tanto tiempo. ¿Y si encontrara el modo de meterlos en un tren de mercancías y ayudarlos a escapar hacia… no sé, alguna parte? Si las patrullas quieren llevarse a Eden, el que mi madre y John abandonen sus trabajos y huyan no va a empeorar las cosas. Al fin y al cabo, ya están en cuarentena. Podría ayudarlos a llegar a Arizona o al oeste de Texas; con un poco de suerte, al cabo de un tiempo se cansarían de buscarlos. Y de todos modos, ¿quién me asegura que la chica sabe lo que dice? Tal vez esté equivocada; puede que no vengan a por mi familia. Entonces podría seguir ahorrando para comprar la vacuna. A lo mejor me estoy angustiando por nada.

Pero a lo lejos resuena la sirena del furgón, cada vez más fuerte. Vienen a por Eden.

Salgo a toda prisa del porche y me dirijo a la entrada trasera. Desde aquí se oyen las sirenas con absoluta claridad. Cada vez suenan más cerca. Abro la puerta, cruzo el cuarto de estar y me abalanzo hacia la puerta de la habitación.

Respiro hondo, abro de golpe y entro.

Mi madre suelta un grito de asombro y John gira en redondo. Los tres nos quedamos mirándonos sin saber qué hacer.

—¿Qué pasa? —el rostro de John empalidece al ver mi expresión—. ¿Qué haces aquí?

—¿Qué ha pasado? —intenta que su voz suene firme, pero sabe que pasa algo grave; tanto, que me he visto obligado a aparecer.

Me quito la gorra y el pelo me cae en una maraña. Mi madre se lleva una mano vendada a la boca. Sus ojos, que tenían una expresión de desconfianza, de pronto se abren como platos.

—Soy yo, mamá —digo—. Soy Daniel.

Veo todas las emociones que van pasando por su cara: incredulidad, alegría, confusión… Al fin, da un paso adelante. Su mirada oscila entre John y yo. No sé qué le sorprende más: que yo esté vivo o que John lo supiera.

—¿Daniel? —susurra.

Mi antiguo nombre me suena raro. Me acerco y le agarro con cuidado las manos heridas. Tiemblan.

—No hay tiempo para explicaciones.

Intento no fijarme en la expresión de sus ojos; hace tiempo eran de un azul tan intenso como el de los míos, pero el dolor los ha apagado. ¿Cómo te enfrentas a una madre que te cree muerto desde hace años?

—Vienen a por Eden —explico—. Tienen que esconderlo.

—¿Daniel? —me aparta el pelo de los ojos y de pronto me siento otra vez como un niño—. Mi Daniel. Estás vivo… Esto tiene que ser un sueño.

Le agarro los hombros.

—Mamá, escúchame: se está acercando la patrulla antipeste, y traen un furgón médico. No sé qué virus tiene Eden, pero se lo quieren llevar. Tienen que esconderse.

Me contempla durante unos instantes antes de asentir y llevarme hasta la cama de mi hermano pequeño. Ahora que estoy cerca de él, veo que sus ojos se han vuelto casi negros. No reflejan la luz; en un fogonazo de puro terror, me doy cuenta de que se debe a que le sangran los iris. Mi madre y yo le ayudamos a incorporarse. Le arde la piel. John lo carga suavemente a hombros, susurrando palabras de consuelo. Eden deja escapar un grito de dolor y su cabeza cae a un lado, contra el cuello de John.

—Hay que conectar los dos circuitos… —murmura.

La sirena continúa aullando en el exterior; están a menos de dos manzanas. Intercambio una mirada de desesperación con mi madre.

—Bajo el porche —susurra ella—. No hay tiempo de huir.

Ni John ni yo lo discutimos. Mi madre me aferra la mano y los tres nos dirigimos a la puerta trasera. Me paro un instante para calcular a qué distancia se encuentra la patrulla. Casi están aquí. Me agacho rápidamente y aparto el tablón suelto.

—Primero Eden —musita mi madre.

John lo sujeta con firmeza, se arrodilla y se mete con él en el hueco. Después entra mi madre. Los sigo, borro las huellas que hemos dejado en la tierra de fuera y vuelvo a colocar el tablón en su sitio. Espero que sea suficiente con esto. Nos acurrucamos en el rincón más oscuro; apenas podemos vernos la cara. Yo me dedico a mirar los rayos de luz que entran por el hueco de ventilación. Dividen la tierra en franjas que apenas me dejan distinguir las margaritas secas. Las sirenas del furgón se aleja un momento —deben de estar girando en alguna parte— y de pronto se hace ensordecedora. Suena un estruendo acompasado de pisadas.

Maldita sea. Se han parado delante de la casa: van a forzar la entrada.

—Quédense aquí —susurro. Me retuerzo el pelo sobre la cabeza y lo sujeto con la gorra—. Voy a ahuyentarlos.

—No —me corta John—. No se te ocurra salir. Es demasiado peligroso. —Niego con la cabeza.

—Es más peligroso que me quede con ustedes. Confía en mí, John.

Miro a mi madre: intenta mantener el miedo a raya mientras le cuenta una historia a Eden en voz baja. Recuerdo lo tranquila que me parecía cuando era pequeño, su voz suave, su sonrisa. Me vuelvo hacia John.

—Ahora vengo.

Por encima de nuestras cabezas, alguien golpea la puerta principal.

—¡Patrulla antipeste! —grita una voz—. ¡Abran!

Avanzo a gatas hasta el tablón suelto, lo aparto, salgo sin hacer ruido y tapo el agujero con cautela. La valla del patio me oculta, pero las grietas de los tablones me permiten distinguir a los soldados que aguardan junto a la puerta. Tengo que actuar con rapidez; si lo hago bien, puedo pillarlos por sorpresa. Repto hasta llegar a la casa, apoyo el pie en un ladrillo que sobresale, salto, me agarro al borde del tejado y me aúpo a pulso.

La chimenea y las sombras de los edificios cercanos me ocultan; los soldados no pueden verme, pero yo a ellos sí. De hecho, me quedo asombrado al descubrir lo que hay ahí. Algo va mal. Si nos enfrentáramos a una patrulla antipeste, tal vez tuviéramos alguna oportunidad de escapar; pero lo que hay delante de casa es mucho más que una docena de soldados. Cuento al menos veinte, y puede que sean más. Casi todos llevan mascarillas blancas, salvo los que van con máscaras de gas. Junto al furgón médico hay aparcados dos todoterrenos del ejército. En la parte delantera de uno se sienta una oficial de alto rango, con charreteras rojas y gorra de comandante. Junto a ella se encuentra un hombre joven de pelo oscuro, vestido con uniforme de capitán.

Y de pie junto a él, impertérrita, está la chica.

Frunzo el ceño, confuso. Han debido de arrestarla y ahora querrán usarla como rehén. Eso quiere decir que también han capturado a Tess. Recorro la calle con la mirada, pero no la veo. Vuelvo a contemplar a la chica. Parece tranquila, imperturbable; no la afectan los soldados que la rodean. Levanta las manos y se ajusta una mascarilla.

Y de pronto me doy cuenta de por qué me resulta tan familiar: son sus ojos, ese brillo oscuro con reflejos dorados. Aquel capitán llamado Metias, el que estuvo a punto de atraparme la noche en que asalté el hospital… tenía los mismos ojos.

Deben de ser parientes y, como él, la chica trabaja para las fuerzas armadas. No acabo de creerme lo estúpido que he sido. Debería haberme dado cuenta antes. Recorro las caras de los soldados en busca de Metias, pero solo veo a la chica.

La han enviado para cazarme.

Y yo soy tan estúpido que la he traído directamente hasta mi familia. Puede que incluso haya matado a Tess. Cierro los ojos. Confié en ella, me dejé engañar. Incluso la besé. Hasta me enamoré de ella. La idea me vuelve loco de rabia.

En el interior de la casa suena un golpe fuerte. Oigo voces y después gritos. Los soldados los han encontrado: han destrozado el suelo y los han sacado de ahí.

¡Baja! ¿Qué haces escondido en el tejado? ¡Ayúdalos!, pienso. Pero solo conseguiría empeorar las cosas: si los militares comprueban que esa es mi familia, están perdidos. Me quedo inmóvil, congelado.

Entonces, dos soldados con máscaras de gas salen por la puerta trasera llevando a mi madre a rastras. Tras ellos, otros dos sujetan a John, que se debate y pide a gritos que la dejen en paz. Dos médicos salen los últimos, empujando una camilla sobre la que han atado a Eden.

Tengo que hacer algo. Me saco del bolsillo las tres balas plateadas que me dio Tess tras el asalto al hospital. Mientras coloco una en mi tirachinas, me viene a la mente el recuerdo de la bola de hielo y fuego que tiré al cuartel de la policía cuando tenía siete años. Apunto a uno de los soldados que retienen a John, tenso la goma todo lo que puedo y disparo.

La bala le golpea el cuello con tanta fuerza que veo cómo salta la sangre, y el soldado se desploma aferrándose la máscara con desesperación. Los demás levantan la mirada y apuntan sus armas hacia el tejado. Me agazapo tras la chimenea.

La chica da un paso al frente.

—Day… —su voz resuena por toda la calle; debo de estar delirando, porque me parece percibir en ella algo parecido a la compasión—. Sé que estás aquí, y sé por qué.

Abarca con un ademán a John y a mi madre. Eden ya está dentro del furgón.

Mi madre acaba de enterarse de que soy ese criminal que aparece a diario en las pantallas gigantes. Me quedo callado, cargo otra bala en el tirachinas y apunto a la chica.

—Quieres que tu familia esté segura. Lo entiendo —continúa—. Yo también quería que mi familia estuviera a salvo.

Tenso la goma.

La voz de la chica se vuelve tensa, casi suplicante.

—Te estoy dando la oportunidad de salvarlos. Entrégate, Day, y nadie saldrá herido. —Uno de los soldados que la flanquean eleva el cañón del arma y suelto la goma en un acto reflejo. La bala le da en la rodilla y le hace caer hacia delante. Sus compañeros empiezan a disparar mientras yo me pego a la chimenea. Saltan chispas por todas partes. Aprieto los dientes y cierro los ojos: no puedo hacer nada. Estoy indefenso.

Cuando el fuego cesa, me asomo un poco y veo que la chica sigue de pie donde estaba. La comandante se cruza de brazos, pero la chica ni siquiera parpadea.

Entonces, la comandante da un paso hacia adelante. Cuando la chica hace ademán de protestar, la aparta a un lado.

—No puedes quedarte ahí para siempre —dice en un tono mucho más frío que el de la chica—. Sé que no dejarás morir a tu familia.

Coloco mi última bala en el tirachinas y apunto directamente hacia ella. Pasan los segundos. La comandante menea la cabeza al ver que no contesto.

—Muy bien, Iparis —le dice a la chica—. Lo hemos intentado a tu manera. Ahora probaremos con la mía —se vuelve hacia el capitán de pelo negro y le hace un gesto—. Actúe.

Sin darme tiempo a reaccionar, el capitán levanta la pistola, apunta a mi madre y le pega un tiro en la cabeza.

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