Laurie

Laurie


Capítulo 4

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Aquella noche, mientras veía las noticias en la televisión, Laurie se acercó a un lado de la butaca y profirió los mismos dos ladridos agudos y cortos de antes. Lloyd estudió sus vivarachos ojos, sopesó los pros y los contras, y luego la levantó y la sentó en su regazo.

—Como me mees encima, te mato —le advirtió.

Ella no se le meó encima. Se echó a dormir con el hocico bajo la cola. Lloyd la acarició distraídamente mientras veía las imágenes grabadas con un teléfono móvil de un ataque terrorista en Bélgica. Cuando acabaron las noticias, se llevó a Laurie afuera, de nuevo cargando con ella como si fuera un balón. Le abrochó la correa y la dejó acercarse hasta la cuneta de Oscar Road, donde se agachó e hizo sus cosas.

—Buena idea —dijo Lloyd—. Recuérdalo para la próxima.

A las nueve, forró el parque para bebés con una capa doble de empapadores —se dio cuenta de que al día siguiente tendría que comprar más, junto con otros tantos rollos de papel de cocina— y la metió allí. Laurie se sentó, observándolo. Cuando Lloyd le dio un poco de agua en una taza, ella bebió a lengüetazos durante un rato y luego se tumbó sin dejar de mirarlo.

Lloyd se quedó en ropa interior y se acostó, ni siquiera se molestó en retirar la colcha. Sabía por experiencia que, si lo hacía, por la mañana se la encontraría en el suelo, víctima de sus vueltas en la cama. Aquella noche, sin embargo, el sueño lo venció casi al instante y durmió de un tirón hasta las dos de la madrugada, cuando el tono agudo de un llanto lo despertó.

Laurie yacía con el hocico encajado entre las barras del parque, como un triste recluso en régimen de aislamiento. Varias salchichas adornaban los empapadores. Imaginando que a esas horas de la madrugada apenas habría transeúntes en Oscar Road que pudieran ofenderse por ver a un hombre en calzoncillos y camiseta de tirantes, Lloyd se calzó las zapatillas y sacó a su visitante (todavía veía así a Laurie). La dejó en el camino pavimentado de conchas que llevaba al garaje. La perrita merodeó un rato de aquí para allá con sus andares de pato, olisqueó una plasta de pájaro y orinó encima. Él le repitió que lo recordara para la próxima. Ella se sentó y miró hacia la carretera desierta. Lloyd alzó la mirada hacia las estrellas. Al principio pensó que nunca había visto tantas, pero luego se dijo que seguramente sí, solo que hacía mucho. Trató de acordarse de la última vez que había estado en la calle a las dos de la mañana y fue incapaz de recordarlo. Contempló la Vía Láctea, casi hipnotizado, hasta que se dio cuenta de que se estaba durmiendo de pie. Cogió a la perrita y volvió a llevarla adentro.

Laurie lo observaba en silencio mientras cambiaba los empapadores en los que se había cagado, pero los lamentos se reanudaron en cuanto la dejó en el parque. Se planteó llevársela a la cama, pero, según «¡Ya tienes un nuevo cachorro! ¿Ahora qué?», esa era una muy mala idea. La autora del artículo (una veterinaria llamada Suzanne Morris) lo expresaba de forma inequívoca: «Una vez que emprendas ese camino, te resultará muy difícil dar marcha atrás». Además, no le agradaba la idea de despertarse y encontrar una de aquellas salchichitas marrones en el lado donde había dormido su mujer. No solo le parecería una falta simbólica de respeto, sino que significaría tener que cambiar la cama, una tarea que tampoco le hacía mucha gracia, pues siempre la liaba.

Se dirigió a la habitación que Marian había denominado su «guarida». La mayoría de sus cosas continuaban allí; a pesar de la fuerte insistencia de su hermana, él aún no había reunido el valor necesario para hacer limpieza. Básicamente, evitaba entrar en ese cuarto desde la muerte de Marian. Incluso le dolía mirar las fotos colgadas en la pared, y más a las dos de la madrugada. Creía que a esas horas la piel de una persona se tornaba más fina. Hasta las cinco, cuando la primera luz del alba despuntaba por el este, no empezaba a endurecerse de nuevo.

Marian nunca se había actualizado comprándose un iPod, pero el reproductor de CD portátil que solía llevar a las clases de gimnasia dos veces por semana descansaba en la balda sobre su reducida colección de álbumes. Abrió el compartimento de las pilas y no detectó ningún indicio de corrosión en las triple A. Repasó los CD con el pulgar, se detuvo en uno de Hall y Oates, pero finalmente se decantó por un recopilatorio de los grandes éxitos de Joan Baez. Insertó el disco y comprobó que al cerrar la tapa giraba satisfactoriamente. Regresó con el aparato al dormitorio. Laurie dejó de gemir en cuanto lo vio. Pulsó el botón de PLAY y Joan Baez empezó a cantar «The Night They Drove Old Dixie Down». Colocó el reproductor encima de uno de los empapadores secos. Laurie lo olisqueó y luego se tendió junto a él, con el hocico rozando la etiqueta adhesiva en la que se leía: PROPIEDAD DE MARIAN SUNDERLAND.

—¿Te sirve? —preguntó Lloyd—. Eso espero, maldita sea.

Volvió a la cama y se tumbó con las manos bajo la almohada, donde la tela estaba fría. Escuchó la música. Cuando Baez empezó a cantar «Forever Young», lloriqueó un poco. Qué predecible, pensó. Menudo cliché.

Entonces se durmió.

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