Laura

Laura


QUINTA PARTE » II · La preocupación de la guerra

Página 50 de 61

II

LA PREOCUPACIÓN DE LA GUERRA

En todas partes se hablaba de la guerra. Se decía que Basilea, pueblo abierto, no podría defenderse y que, franceses o alemanes lo ocuparían inmediatamente al comenzar la lucha.

Por miedo a los bombardeos mandó el Ayuntamiento que se cerraran las ventanas y se pusieran cortinas de modo que no se viera de noche resquicio con luz dentro de las casas.

A los suizos les preocupaba un posible ataque de aeroplanos.

También les preocupaba mucho los gases asfixiantes.

La señora Bergmann y las criadas colocaron tiras de papel espeso en las ventanas, para el caso de un posible bombardeo. Estas cortinas se podían arrollar en un palo.

—De la guerra mundial nos escapamos, pero de la próxima no nos vamos a escapar y hay que prepararse —se oía asegurar a la gente.

—Sí —decía Golowin—. Todos los países no piensan ya más que en la guerra. Hay que pensar que la guerra es inevitable o que el camino que ha tomado la civilización es malo; porque vivir cada treinta o cuarenta años con una matanza general no puede ser un ideal para la humanidad.

Esto parecía cierto; no había ninguna manera de evitarlo. No valía la pena de hablar de ello.

Laura no sentía el pánico. Esa cosa que no le preocupaba.

«Ante estas calamidades tan grandes que no tienen remedio —decía convencida— y que no se puede hacer nada contra ellas, yo creo que lo mejor es no tomarlas en cuenta.»

Golowin aseguraba riendo que era una manifestación del estoicismo español, y a veces añadía que su mujer era de la familia espiritual de Séneca. Ella era una estoica a la española como él un resignado pasivo a la eslava.

Laura leía poco. Estaban a la moda las biografías y ensayos, pero a ella no le interesaban gran cosa. De pronto, sin motivo especial, no sentía curiosidad por Napoleón, por el Gran Capitán o por César Borgia. Verdad es que los autores tenían el talento de dar a las vidas de hombres célebres un aire de bulevar, de la época, pero aun así no le entretenían. Bien que los que tuvieran de antiguo una curiosidad de esa clase, la cultivaran, pero en los demás le parecía un gesto artificioso y ridículo.

Golowin quería que su hija no leyera más que libros para niños, cuentos o las Aventuras de Fortunatus, pero ¿quién le iba a impedir que leyera otras cosas?

Su padre se marchaba con frecuencia. Laura no sabía alemán ni ruso. Natalia leía lo que le parecía. Claro que en la biblioteca había poca literatura de carácter amatorio.

Dos señoras amigas de Golowin comenzaron a visitar con asiduidad a Laura. Una de ellas, la señora Wenland, había estado en España y la conocía bien. Se había habituado a las costumbres españolas, pero pensaba que debían cambiar. La otra se llamaba Minna Fischer. Era viuda, con el cuerpo muy elástico, el pelo blanco, con un tipo de marquesa del antiguo régimen. Tenía varios hijos mayores.

Vestía de negro y llevaba con frecuencia un cuello blanco y una flor también blanca en el pecho.

Las dos eran mujeres románticas, de un tipo mixto, mezcla de idealismo y de cinismo. El bosque y el lago les sacaban de quicio. Tenían el espíritu de Loreley y de las Walkirias vestido con traje moderno, como decía Golowin. Sentían las dos una curiosidad por las cuestiones religiosas, sobre todo de misterio, que a Laura le chocaba. Se dedicaban al misticismo y al espiritualismo con entusiasmo. Minna Fischer le habló de los distintos cultos de la ciudad.

En Basilea había una porción de Iglesias: católicas, protestantes, judía, mahometana y, aunque sin templos, lugares de culto budista, espiritista, teosófico, etc… En el protestantismo existían distintos matices: calvinista, zuinglista, luterano, anabaptista, Ciencia Cristiana, Salvation Army y el grupo Oxford.

En Biningen había una iglesia de anabaptistas. Consideraban estos que no se podían entrar en la secta y ser bautizado más que cuando el adepto era ya hombre y tenía conocimiento de la doctrina cristiana. Antiguamente estos místicos se distinguían por su austeridad y por sus ideas contra la guerra.

Minna Fischer no sabía claramente qué era aquello llamado Oxford, pero tenía una gran curiosidad de ir a su templo. La gente se confesaba en público los desórdenes sexuales entre personas del mismo sexo. Había una señora que contaba que había tenido amantes y que sus hijos no eran de su marido.

«Para esto, la confesión secreta como se practica en el catolicismo debe ser tan eficaz y menos escandalosa —pensaba Laura.»

Había también, según Minna, un joven de la ciudad, de buena familia, que después de pasar algún tiempo en Marruecos se había convertido al mahometismo y hacía prosélitos, y a la gente no le chocaba. Minna Fischer le preguntó a Laura con gran interés si creía en las curaciones por emanaciones mágicas. Laura le contestó que no, que pensaba que eran supersticiones.

En un alto, enfrente de la casa de Golowin, respaldado en el Jura, estaba el templo antroposófico, el Goetheanum, fundado por Rodolfo Steiner. Minna Fischer invitó a Laura a ir con ella a verlo en su auto. Pasaron varios pueblos. Llegaron a Dornach. En Dornach, por lo que dijo Minna, quedaba el recuerdo de una batalla celebrada allí al final del siglo XVI de la guerra de Suavia, ganada por los suizos a los imperiales. En la iglesia de este pueblo estaba enterrado el matemático francés Maupertuis, uno de los sabios amigos del gran Federico y que tuvo diferencias y discusiones agrias con Voltaire.

Llegaron a Arlesheinm, con su Goetheanum. A Laura le pareció una cosa extravagante, sin interés. No le hizo efecto, ni lo tomó en serio. No estaba dentro de sus habituales preocupaciones. A Minna Fischer le inquietaba. Este éxito del misterio y del ocultismo era cosa rara. Sin duda, alguna gente del centro de Europa se sentía arrastrada por Steiner, quien a juzgar por sus retratos era un tipo de mago o de hipnotizador.

Minna tomó un prospecto y una revista que le dieron a la entrada. Se llamaba Das Goetheanum y estaba dirigida por Alberto Steffen.

Se anunciaba una conferencia titulada «De Santo Tomás de Aquino a Roberto Steiner»… Minna propuso a Laura ir con ella a oírla, pero a Laura no le interesaba esto.

Al saber que Laura había ido con Minna al Goetheanum, Golowin se echó a reír.

—¿No te ha hecho efecto? No, claro. Para españoles eso no puede servir. Es una invención un tanto estúpida. Más que una casa de locos parece una casa de farsantes. Es una tienda que vende un género fantástico, la antroposofía, que evidentemente no sirve para gran cosa.

—¿Y, sin embargo, el templo vive?

—Sí, se puede asegurar que si ponen otro igual en cualquier parte del mundo, tendrán que tirarlo a los pocos meses o convertirlo en un almacén de carbón.

Golowin se rio e hizo reír a Laura hablando de este templo y de sus extravagancias. Otro que se burlaba de la antroposofía era el pintor Peter Nick, que estaba pasando una temporada en casa de Golowin.

«No se debía reír —decía este hablando del pintor— porque él tiene también un poco de antroposofía en sus pinturas y en sus estatuas.»

Nick estaba preocupado porque en Basilea habían hecho un gran museo.

«Yo creo que no había necesidad de ese edificio tan grande», decía.

En el antiguo había reproducciones en yeso de arte griego y cristiano de algunas obras muy escogidas, y para la gente joven, pedagógicas. En el moderno no las quisieron aceptar y las llevaron a los sótanos de una cervecería.

Nick decía que a estas estatuas se podía llamarlas los dioses en el infierno.

Algunas cosas le producían gran admiración a Laura. Un día fue a cenar con su marido a un restaurante que estaba en un parque público a orillas del Rin. Hacía una noche oscura y tempestuosa. De pronto se oyeron voces. Eran gritos y risas de una partida de jóvenes que iban nadando por en medio del rio, entre la oscuridad completa.

«¡Qué valor!», pensó Laura. No hubiera sido capaz de hacerlo ella por nada del mundo.

Ir a la siguiente página

Report Page