Laura
Primera Parte » 8
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Mark me invitó a cenar con él aquella noche.
—Pero yo pensé que estaba enfadado conmigo.
—¿Por qué?
—Porque le fallé en el funeral.
—Sabía en qué estado de ánimo se encontraba.
Su mano descansó un momento sobre la manga de mi chaqueta.
—Entonces, ¿por qué no me ayudó a sacar mi vaso de entre las manos de esa urraca?
—Yo hacía de oficialillo… Me gustaría cenar con usted, señor Lydecker. ¿Me acompaña?
Llevaba él un libro en el bolsillo de la chaqueta. No vi más que la parte superior del volumen, pero, a menos que me equivoque, era la obra de un autor muy conocido para mí.
—Me siento muy halagado —dije, señalando con la cabeza el prominente bolsillo. Él pasó la mano por el libro con cierto cariño, me pareció.
—¿Lo ha leído ya, McPherson?
Él asintió.
—¿Y sigue considerándome agradable, pero frívolo?
—Algunas veces no está usted mal.
—Su alabanza me confunde. ¿Dónde cenaremos?
El coche de Mark era abierto, y él conducía a tan excesiva velocidad, que yo me agarraba con una mano de la portezuela y con la otra sujetaba mi sombrero. No sabía por qué se le había ocurrido ir por las calles más estrechas de los barrios bajos, hasta que vi el rojo neón sobre la puerta de Montagnino. El mismo Montagnino en persona nos recibió, y con gran sorpresa mía saludó a Mark como a un viejo cliente. Entonces comprendí que me costaría muy poco esfuerzo orientarlo por la senda del buen gusto. Atravesamos un corredor que olía a salsa de tomate, pimienta y orégano, para ir al jardín, donde aquella noche pesadísima tan sólo se disfrutaba de unos cuantos grados más de fresco que en la cocina. Con todo el aire de un César dispensando honores a sus comensales favoritos, nos llevó Montagnino a una mesa junto a un enrejado cubierto de lilas artificiales. A través de los polvorientos listones de madera y las mustias enredaderas de algodón, contemplábamos una lucha entre las hordas de nubes airadas y una feroz luna cobriza. Las hojas del único árbol vivo en las cercanías, una joven catalpa, colgaban como los huesos negros de unas manos esqueléticas, tan muertas como las lilas de algodón. A los aromas de la cocina de Montagnino y a los hedores del barrio bajo se unía el olor sulfuroso de la tormenta que se acercaba.
Comimos mejillones guisados con mostaza verde y un pollo frito en aceite de oliva, servido sobre una capa de tallarines y adornado con setas y pimientos colorados. Se me ocurrió pedir para beber ese vino blanco sin espuma al que han dado un nombre tan sugestivo: Lacrymae Christi. Mark nunca lo había bebido, pero una vez que su lengua lo probó, apuró su copa como si fuera un whisky escocés. Él descendía de una raza de bebedores que mira con desdén una proporción alcohólica del doce por ciento, sin darse cuenta que la uva fermentada hace obrar sus hechicerías más sutilmente que los destilados vapores del grano. No quiero decir que estuviera borracho; digamos más bien que las «Lágrimas de Cristo» le abrieron el corazón. Se volvió menos escocés y más niño; menos detective profesional y más el joven necesitado de un confidente.
Le dije que yo había cenado allí con Laura, comiendo los mismos platos y en aquella misma mesa. Las mismas hojas marchitas de algodón habían oscilado sobre su cabeza. Aquel lugar fue uno de sus sitios preferidos. ¿Lo había adivinado él cuando planeó la cena?
Se encogió de hombros. Un artefacto mecánico llenaba el restaurante de música, haciendo llegar hasta el jardín una ligera melodía. Noel Coward escribió una frase inolvidable (cuyas palabras exactas he olvidado) sobre el hechizo ineluctable de las antiguas canciones populares. Por eso, me atrevo a decir, una nación va en pos de George Gershwin, mientras que las buenas obras de Calvin Coolidge son volúmenes áridos que nadie lee. Las melodías antiguas formaban parte de la personalidad de Laura. Su memoria había sido un repertorio completo de melodías populares. Ella había escuchado a Brahms y también a Kern. Su gran favorito era Bach, cuya música aprendió a apreciar (créanlo o no) oyendo un disco de Benny Goodman.
Cuando le dije esto a Mark, asintió seriamente exclamando:
—Sí, ya lo sé.
—¿Qué es lo que sabe y cómo sabe tanto? —le pregunté, enojándome de pronto por su aire de superioridad—. Usted habla como si hubiera sido el amigo de Laura durante muchos años.
—Estuve mirando sus discos e incluso puse algunos de ellos. Piense lo que quiera, señor Lydecker.
Le serví otra copa de vino. Su agresividad disminuía con la bebida, y al poco rato me contó las escenas relatadas en capítulos anteriores: el episodio con Bessie, su disgusto por la torpe alabanza de la periodista, su repentino interés por la pintura que le llevó a descubrir a Lancaster Corey y preguntarle el precio del cuadro de Jacoby; y finalmente (con la segunda botella de vino), lo de Shelby Carpenter.
Confieso que yo no estaba exento de culpabilidad al atacarle con vino y preguntas provocativas. Discutimos sobre la póliza de seguro, la falsa coartada, y, a mi sutil insinuación de la familiaridad de Shelby con las armas de fuego.
—Él es un hombre verdaderamente deportista; la caza, el tiro y todo eso le entusiasma. Creo que una vez tuvo una colección de escopetas.
Mark hizo un gesto para significar que ya lo sabía.
—¿Ha descubierto también eso? ¿Pero cómo se las arregla usted para obtener todas estas informaciones? ¿Es que Shelby también le confesó eso?
—Soy un detective. ¿En qué cree usted que empleo el tiempo? Lo de las escopetas era tan simple como dos y dos. Lo revelaban las fotografías del álbum de ella y un montón de recibos en su habitación del hotel Farmingham. El mismo vino conmigo al depósito, el lunes, y estuvimos revisando el arsenal. Me dijo que su padre usaba una chaqueta roja para cazar zorras.
—Ah, ¿sí?
—Según los registros del depósito no se había tocado nada desde hacía un año. La mayor parte de las armas están enmohecidas y tienen más de un dedo de polvo.
—Por supuesto, un hombre puede tener escopetas que no lleva al depósito para que las guarden.
—Él no es de los tipos que usan escopetas sin culata.
—¡Escopetas sin culata! ¿Lo sabe usted positivamente?
—Saber, no sabemos nada positivamente —dijo, pronunciando con mucho énfasis el adverbio—. ¿Dónde se emplea el proyectil BB?
—No soy deportista.
—Imagínese a alguien que quisiera llevar por la calle una escopeta. ¿Cómo se las arreglaría?
—Las escopetas sin culata las llevan los gángsters. Por lo menos así lo aprendí yo en esa fuente de enseñanza, el cine.
—¿Conocía Laura a algún gángster?
—Todos somos gángsters en cierta manera. Todos tenemos nuestros compinches y nuestros enemigos declarados, nuestros amigos y adversarios. Todos tenemos nuestro pasado que ocultar y nuestro futuro que proteger.
—En las agencias de publicidad emplean diferentes armas.
—Si un hombre estuviera desesperado ¿acaso no podría sacrificar su lealtad al deporte por un momento y bajar de categoría? Y dígame, McPherson, ¿cómo se puede disparar una escopeta sin culata?
Mi pregunta de información práctica no fue atendida. Mark volvió a ponerse en guardia. Yo hablé de la póliza de seguro.
—Ese interés de Shelby en decirle lo de la póliza era indudablemente un ardid para desarmarlo a usted con su encantadora franqueza.
—Ya lo pensé.
Cambiaron la música. Mi mano se había detenido a mitad de camino de mis labios sosteniendo una copa de vino. Estaba pálido. En el rostro azorado de mi compañero percibí el reflejo de mi palidez.
Unas manos amarillentas colocaron las tazas de café sobre la mesa. En la mesita próxima, una mujer reía. La luna había perdido su batalla con las nubes, retirándose y no dejando ninguna estela de cobriza brillantez en aquel firmamento de mal agüero. El ambiente estaba todavía más pesado. En la ventana de una casa de apartamentos se hallaba una joven delgada, cuya oscura y fina silueta agrandaba enormemente una lámpara eléctrica.
En la mesa de nuestra izquierda una mujer cantaba:
Yo me sonrío y digo,
Cuando muere una hermosa llama,
Tus ojos se llenan de humo.
La miré con ojos ofendidos, y adoptando el tono de voz más cortés que pude, le dije:
—Señora, si tuviera usted piedad de los oídos de alguien que oyó cantar a Tamara esa encantadora canción, se abstendría de esforzarse por imitarla.
Ella hizo una observación y un gesto que no describiré por temor a que mis lectores se avergüencen. Los ojos de Mark estaban fijos en mi cara, con esa intensa atención de los hombres de ciencia que miran por el microscopio. Me reí y dije precipitadamente:
—Esa melodía es muy significativa. Tan popular como se ha vuelto y nunca ha perdido ese gustillo especial que tiene. Jerry Kern nunca ha compuesto nada mejor.
—La primera vez que usted la oyó, estaba aquí con Laura.
—¡Qué astuto!
—Estoy utilizando su misma táctica, Lydecker.
—¡Magnífico! En recompensa le contaré lo que ocurrió aquella noche.
—¡Adelante!
—Recordará que a fines del 33 Max Gordon puso en escena Roberta, una obra de Hammerstein Junior según una novela escrita por Alice Duer Miller. Frívola, desde luego; pero como ya sabemos, en la crema batida no falta sustancia. Aquélla era la primera noche de estreno de Laura. Estaba sumamente excitada; sus ojos brillantes como los de una chiquilla, lanzaba exclamaciones como una adolescente cuando yo le enseñaba tal o cual persona que hasta entonces había sido un mero nombre mágico para la jovencita de Colorado Springs. Iba vestida con un traje color champagne y zapatos color jade, que hacían juego con sus ojos y cabello. «Laura, mi preciosa niña, le dije, bebamos champagne en honor a tu vestido». Era la primera vez que lo probaba, señor McPherson. Su placer me dio la sensación de que Dios debe de saber por qué transforma las ráfagas de marzo en los vientos suaves de abril. Añada a esto una función llena de esplendor y de elegancia, y cúbralo todo con la espuma agridulce de una cantinela gorjeada por una muchacha rusa acompañándose con la guitarra. Sentí un calorcito sobre mi mano, y luego, a medida que continuaba la canción, una presión que me causó una creciente sensación de éxtasis. ¿Cree que esto es una confesión vergonzosa? Un hombre de mi calaña tiene muchas emociones fáciles (a mí me han visto gritar con igual entusiasmo por la Novena Sinfonía de Beethoven que por una golosina de un centavo), pero pocos momentos sublimes. Le juro, McPherson, que en aquella simple participación de una melodía alcanzamos algo que pocos alcanzan en las más convencionales actitudes del cariño. Sus ojos se humedecieron. Después me dijo que acababan de rechazar su amor; ¡figúrese a alguien rechazando a Laura! Creo que el muchacho era bastante frío. Desgraciadamente, ella tenía muy mal gusto en el amor. Al decirme aquello, apreté su mano fuertemente, esa mano pequeñita y suave que encerraba tan extraordinaria firmeza, que ella misma decía ser ligeramente masculina. Pero los elementos se hallan tan mezclados en nosotros, McPherson, que la Naturaleza debe de sonrojarse, para citar a Shakespeare, cuando ella se levanta y dice al mundo entero: «¡Ése era un hombre!».
La música penetraba por los polvorientos listones de enrejado, entre los ramos de lilas artificiales. Yo nunca había hablado ni escrito acerca del embeleso que me había llenado desde aquella noche en que estuve con Laura en el teatro, y sin embargo, sentía cierta seguridad al confiárselo a un hombre cuya nostalgia era causada por una mujer cuyo rostro nunca había visto.
Por fin terminó la canción. Libre de recuerdos melancólicos, vacié mi copa y volví al tema del crimen, menos deprimente. Entonces tenía ya suficiente dominio de mí mismo como para hablar de la escena que habíamos presenciado en el cuarto de Laura y de la palidez de Shelby al ver la botella de whisky. Mark dijo que la prueba obtenida hasta entonces era demasiado circunstancial y frágil para dar pie a un proceso contra el novio.
—Dígame, McPherson, ¿cree usted que Shelby es el culpable?
Yo me había entregado espontáneamente. En contrapartida, esperaba una gran franqueza de su parte, pero él me contestó con una risita insolente. Así, pues, trabajaría sobre sus emociones.
—¡Pobre Laura! —suspiré—. ¡Qué irónico resultaría para ella si realmente fuera Shelby! ¡Después de haber amado con tanta generosidad descubrir la traición!… ¡Qué momentos horribles antes de morir!
—Su muerte fue casi instantánea. Al cabo de pocos segundos quedó inconsciente.
—Eso le agrada, ¿no es verdad? Mark, ¿está usted contento porque ella no tuvo tiempo de lamentar el amor que había dado?
—No he dicho semejante cosa —repuso con frialdad.
—No se avergüence. Su corazón no es menos sensible que el de otros escoceses. Sir Walter y sir James hubieran estado encantados con usted. Un carácter pétreo como las montañas, una lápida sepulcral y unos matorrales…
—Estos americanos rodeados de peñascos son tan sentimentales como los gusanos. ¡Bebamos otro trago!
Yo sugerí una botella de Courvoisier.
—Pídala usted. Yo no puedo pronunciar eso.
Tras una breve pausa me dijo:
—Mire, señor Lydecker, hay una cosa que deseo saber. ¿Por qué retrasaba ella la boda? Estaba loca por él, tenía retratos suyos por todas partes, y sin embargo no se casaba. ¿Por qué?
—El problema de siempre… el dinero. Él meneó la cabeza.
—Carpenter y yo hemos conversado acerca de eso. El muchacho me ha hablado con toda honradez, si es que un hombre puede ser honrado y aceptar dinero de una mujer. Pero esto es lo que yo no entiendo. Pasan juntos un montón de tiempo, y por último deciden terminar de una vez y casarse. Ella proyecta unas vacaciones y una luna de miel, y luego necesita una semana entera para estar sola antes de decidirse. ¿Qué la retenía?
—Estaba cansada… Quería descansar.
—Cuando todo el mundo dice lo mismo, y es ésa la contestación más fácil, sabe usted perfectamente bien que es mentira.
—¿Quiere usted decir que Laura andaría buscando excusas para retrasar la boda, y que no esperaba esa gran fecha con la temblorosa expectación de una novia feliz?
—Puede ser.
—¡Qué raro!… ¡Qué increíblemente raro y trágico es para nosotros estar sentados en esta misma mesa, bajo estas mismas lilas mustias, escuchando sus canciones favoritas y agitándonos a causa de nuestros celos! ¡Ella está muerta, hombre, muerta!
Sus manos nerviosas jugueteaban con el pie de la copa de coñac. Luego, penetrando con sus negros ojos la telaraña de mis defensas, preguntó:
—Si estaba tan enamorado de ella, ¿por qué no hizo algo con Shelby?
Yo acogí con desdén su mirada escrutadora.
—¿Por qué? Laura era toda una mujer. Amaba su libertad y la defendía celosamente. Conocía su propio corazón, o por lo menos creía conocerlo y obraba en consecuencia.
—Si yo la hubiera conocido… —empezó a decir con una voz de masculina omnipotencia; pero se detuvo y no dijo más.
—¡Qué persona tan contradictoria es usted, McPherson!
—¡Contradictoria! —Pronunció la palabra tan fuerte que resonó en todos los ámbitos del jardín. Varios comensales nos miraron—. Si yo soy una persona contradictoria, ¿qué son entonces todos ustedes? ¿Y ella? Dondequiera que uno mire encuentra la contradicción.
—Son sus contradicciones lo que la hacen parecer viva a usted. La vida misma es contradictoria. Sólo la muerte es siempre, siempre, idéntica a sí misma.
Dando un gran suspiro, Mark se descargó de otra pesarosa pregunta:
—¿Nunca le había hablado a usted de Gulliver?
—Me está pareciendo que ese libro es uno de sus favoritos.
—¿Cómo lo sabe?
—Sus jactanciosas cualidades de observación están fallándole lamentablemente, mi querido amigo, si no llegó a notar que yo observé con mucha atención qué volumen examinó usted tan escrupulosamente el sábado por la tarde, en su apartamento. Yo conocía bien ese libro. Era un viejo volumen que yo le hice encuadernar en rojo marroquí.
—Ya sabía que usted estaba espiándome —dijo sonriendo con timidez.
—Usted no dijo nada porque quería hacerme creer que era una pista del crimen lo que usted buscaba entre los liliputienses. Si le agrada le diré, mi querido amigo, que ella participaba de sus mismos entusiasmos literarios.
Su gratitud era encantadora. Conté los días que habían transcurrido desde que habló de Laura como de una persona demasiado atareada. De habérselo recordado ahora, con toda seguridad me hubiera dado una bofetada. Aquella combinación genial de buena comida, vino, brandy, música y simpatía derrumbó sus defensas. Me habló con una espontaneidad conmovedora.
—Durante cerca de tres años Laura y yo hemos vivido a poca distancia el uno del otro. Probablemente hemos cogido muchas veces el mismo autobús, el mismo metro, nos habremos cruzado en la calle cientos de veces. Ella también compraba sus medicinas en la farmacia Schwartz.
—Notable coincidencia —le dije.
De la ironía no quedaba nada. Mark se había rendido.
«Probablemente nos hemos encontrado muchas veces en la calle». Ése era el trocito de consuelo que había encontrado entre tantos hechos desagradables. Entonces fue cuando decidí escribir este idilio frustrado, tan frágil y tan característico de Nueva York. Era un típico cuento de O. Henry.
—¡Magníficos tobillos! —dijo a media voz—. Lo primero que yo miro son los tobillos. ¡Magníficos de veras!
La música había dejado de sonar, y la mayor parte de la gente salía del jardín. Una pareja pasó junto a nuestra mesa. Observé que la muchacha tenía unos tobillos preciosos, pero Mark no volvió la cabeza. En aquel breve instante saboreaba un encuentro imaginario en la farmacia Schwartz. Él estaba comprando tabaco de pipa y ella había metido una moneda en la máquina de los sellos de correo. Quizá se le habría caído el bolso. O quizá le entró una mota en el ojo. Ella no pronunció más que una sola palabra: «Gracias», pero para él tañeron dulces campanas y las arpas del cielo se unieron al gran repique. Una mirada a sus tobillos, un encuentro de sus ojos, y todo era tan natural como entre Charles Boyer y Margaret Sullavan.
—¿Ha leído mi historia de Conrad?[3] —le pregunté.
Mi pregunta interrumpió su ensueño de colegial. Me miró con ojos desolados.
—Es una leyenda que hace unos setenta y cinco años se contaba a la hora del oporto y los cigarros en las sobremesas de Filadelfia, y se susurraba más discretamente en medio de bastidores y labores de macramé. Últimamente me han atribuido la historia, pero yo no la inventé. Lo que yo relato es un cuento cuya única base de verdad estriba en su crédito entre gente estúpida, famosa por su honradez y falta de imaginación. Me refiero a los Amish de Pensilvania.
»Conrad era uno de ellos. Un joven fornido, leal y tosco, más dado al cultivo de los nabos que a las divagaciones de la imaginación. Un día, mientras trabajaba en el campo, oyó un fuerte estrépito en el camino. Corriendo con el azadón en la mano llegó a mezclarse en la confusión que rodeaba a un accidente. Un carro de verduras había chocado contra un coche elegante. Con gran sorpresa suya. Conrad se vio de pronto con una mujer entre sus brazos, en vez del azadón.
»Entre los Amish, gente que se jactaba de ser un ejemplo de sencillez, los botones eran considerados un adorno impío. Hasta aquel momento de su vida Conrad no había visto más mozas que las de su tierra, las que usaban un corpiño descolorido muy ajustado al pecho y se peinaban con dos trenzas muy rígidas semejantes al rabo de los cerdos. Él llevaba una camisa de trabajo azul cerrada hasta el cuello, y las estrechas patillas le llegaban hasta la barbilla, lo que era considerado como un signo de religiosidad.
»El daño ocasionado al coche de la señorita fue reparado más pronto que el daño causado al corazón de Conrad. Nunca más pudo cerrar los ojos sin contemplar la visión de aquella criatura de rostro empolvado, labios sensuales y ojos maliciosos, tan negros como el palo de ébano de su sombrilla de seda lila. Desde aquel día, Conrad no pudo contentarse con sus vecinas de trenzas tiesas ni con sus nabos. Él tenía que llegar a Troya y buscar a su Elena.
»Vendió su granja, caminó por polvorientos senderos hasta llegar a Filadelfia, y siendo prudente, como lo son todos los piadosos, invirtió su pequeño capital en un negocio lucrativo, cuyo dueño tuvo la amabilidad de enseñarle sus secretos.
»Sin dinero, sin acceso a la sociedad frecuentada por la elegante señorita, Conrad no estaba en realidad más cerca de ella que si estuviera aún en Lebanon. Sin embargo, su fe no vaciló. Él creía (lo mismo que creía en el mal y en el pecado) que volvería a estrecharla en sus brazos.
»Y el milagro sucedió. Antes de que pasaran muchos años para que él fuera demasiado viejo para gustar el placer del cumplimiento de sus deseos la estrechó contra su pecho, latiéndole el corazón con tal furia salvaje que su vigor comunicaba vida a cuantos objetos inanimados le rodeaban. Y una vez más, lo mismo que aquel otro cálido mediodía cuando la vio por primera vez, los párpados se levantaron como cortinas sobre aquellos ojos negros.
—¿Cómo sucedió? —interrumpió Mark—. ¿Cómo llegó a conocerla?
Yo no hice caso de la interrupción, rechazándola con un gesto.
—Nunca le había parecido ella tan hermosa como entonces; y aunque él había oído murmurar su nombre en la ciudad y supo que gozaba de mala fama, sentía que sus ojos nunca se habían encontrado con tanta pureza como la que veía en aquella frente de mármol, ni tanta castidad como se encerraba en aquellos labios inmóviles. Perdonémosle a Conrad su confusión. En semejantes momentos la inteligencia de un hombre no disfruta de su mayor grado de sensatez. No olvidemos que la señorita estaba toda vestida de blanco, desde la punta de las zapatillas de raso hasta la corona de capullos sobre su oscuro cabello. Y las sombras violáceas de la mortaja…
Al oír esta palabra Mark se sobresaltó. Yo le miré inocentemente.
—Mortaja, sí. En aquellos días ésa era aún la costumbre.
—¿Estaba muerta? —preguntó, deletreando cada palabra como si cada una de ellas fuese una fruta envenenada—.
¿Muerta?
—Quizá haya omitido indicar que él era el aprendiz de un empresario de Pompas Fúnebres. Y aun cuando el cirujano la declaró muerta antes de que Conrad fuese llamado a la casa, él después…
Los ojos de Mark eran negros boquetes ardiendo a través de la blanca tela de una careta. Sus labios se fruncieron como si el fruto envenenado estuviese amargo.
—No puedo asegurar que la historia sea verídica —dije, viendo su agitación—. Pero puesto que Conrad era de una raza que nunca habría alentado la fantasía, no se puede hacer menos que concederle el respeto del crédito. Volvió a Lebanon; pero la gente contaba luego que las mujeres habían muerto para él. Si hubiera conocido y perdido su amor vivo, quizá nunca se hubiera impresionado tanto como durante esta corta excursión a la necrofilia.
Los truenos se oyeron más cerca. El cielo se había cubierto del todo. Al salir del jardín le toqué el brazo suavemente para decirle:
—Dígame, McPherson, ¿cuánto estaba usted dispuesto a pagar por el retrato?
Él me lanzó una mirada de oscura malicia.
—Dígame, señor Lydecker, ¿pasaba usted por delante del apartamento de Laura todas las noches antes de que la mataran, o es una costumbre que ha adquirido desde su muerte?
Comenzó a tronar sobre nuestras cabezas. Se aproximaba la tormenta.