Laura

Laura


Segunda Parte » 11

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Veinte minutos después estaba yo sentado en el salón de Laura, con la pitillera de oro en el bolsillo. Laura y Shelby estaban en el sofá. Ella había llorado. Estuvieron juntos desde que Waldo y yo los dejamos a las cinco de la tarde. Ahora eran cerca de las diez. Bessie se había marchado a su casa. Me pregunté de qué habrían hablado durante esas cinco horas.

Yo había adoptado un aire enteramente profesional. Estaba rígido, y casi parecía el detective de una novela policíaca.

—Voy a ir al grano —les dije—. Hay varias cosas en este caso que requieren una explicación. Si ustedes dos me ayudan a aclarar estas contradicciones, demostrarán que ansían tanto como yo solucionar este crimen. De otro modo estaré obligado a creer que tienen ustedes algún motivo oculto para no desear que se encuentre al asesino.

Laura estaba sentada con las manos cruzadas sobre la falda, como una colegiala en el despacho del director. Yo era el director. Ella me tenía miedo. El rostro de Shelby estaba tan impasible como una máscara. EL reloj hacía tic-tac como un corazón humano que latiera. Les enseñé la pitillera de oro. Los músculos del rostro de Shelby se contrajeron. Nadie habló. Se la alargué a Laura, diciéndole:

—Usted sabía dónde estaba esto, ¿verdad? ¿No llevaba Diana el bolso verde, el viernes, cuando almorzaron juntas? Dígame, Laura, ¿la invitó usted a que disfrutara de su apartamento antes o después de descubrir la pitillera de oro?

Las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Laura. Shelby dijo:

—¿Por qué no le dices lo que acabas de decirme a mí? Fue antes.

Ella asintió como una chiquilla.

—Sí, fue antes.

No se miraron el uno al otro, pero yo notaba que había entre ellos una especie de comunicación. Shelby empezó a silbar muy desentonado. Laura se quitó los pendientes de oro y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá.

Yo dije:

—Laura estaba intranquila porque se había portado mal con Diana el miércoles, por eso la invitó a almorzar el viernes. Luego, porque Diana se quejó del calor de su cuarto, ella le ofreció el apartamento. Más tarde, probablemente al tomar café, Diana sacó esta pitillera de oro. Olvidando con quién estaba, quizá…

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Laura.

—¿No es eso lo que me quería hacer saber? ¿No es la mejor manera de explicar las cosas?

—Pero en verdad, es…

—Mire, señor McPherson —interrumpió Shelby—, no consiento que le hable a Laura de esa manera.

La máscara se había desvanecido. Sus ojos estaban empequeñecidos por la ira, su boca era una estrecha línea apretada.

—Shelby —dijo Laura—, Shelby, por favor.

Él se puso de pie delante de ella con las piernas separadas y los puños apretados como si yo hubiera estado amenazándola.

—No puedo permitir que esto siga así, McPherson. Estas insinuaciones…

—Shelby, Shelby querido —dijo Laura, cogiéndole las manos.

—Yo no sé lo que usted se figura que estoy insinuando. Le he preguntado una cosa a la señorita Hunt. Luego he reconstruido una escena que ella me dice ser exacta. ¿Por qué se pone tan nervioso?

La escena volvió a ser irreal. Yo estaba hablando como los detectives de novelas.

—Mira, querido, estás estropeándolo todo con tu excitación.

Volvieron a sentarse, apoyando ella la mano sobre la manga de su chaqueta. Se veía a las claras que él no quería que ella le calmase. Se retorció. La miró con furia. Luego pegó un tirón del brazo y se puso en el otro extremo del sofá. Habló como un hombre que quiere demostrar autoridad.

—Mire, señor McPherson, si vuelve a insultar a la señorita Hunt tendré que presentar una queja contra usted.

—¿La he insultado, señorita Hunt?

Ella empezó a hablar, pero él la interrumpió.

—Si ella tiene algo que decir lo dirá en presencia de su abogado.

—Estás empeorándolo todo, querido. No hay necesidad de ponerse tan nervioso.

Parecía que las palabras estaban impresas en una página o grabadas en la banda sonora de alguna película. Un héroe galante protegiendo a una mujer indefensa contra un tosco esbirro de la ley. Encendí la pipa para darle tiempo de reponerse del ataque de gallardía. Laura cogió un cigarrillo. Él se apresuró a encendérselo. Ella miraba en otra dirección.

—Lo único que les pregunto ahora —dije dirigiéndome a Shelby— es la verdad sobre esa botella de whisky. ¿Por qué ha dicho usted una cosa y Mosconi otra?

Ella le dirigió una mirada de soslayo. Shelby aparentó no haberlo notado, pero él podía ver a Laura sin tener que mover los ojos. Me parecía que esos dos se unían no tanto por amor como por pura desesperación, pero no podía fiarme de mis propias impresiones porque se trataba de sentimientos personales. Abandoné el sistema de guiarme tan sólo por las caras. Lo único que deseaba ahora eran hechos. Tenía que ser blanco o negro: preguntas directas y respuestas muy simples.

—Señor Carpenter, ¿estuvo usted aquí, en el apartamento, con Diana Redfern, el viernes por la noche? Sí o no. Señorita Hunt, ¿sabía usted que él se encontraría con ella en su casa? Sí o no.

Laura empezó a hablar. Shelby tosió. Ella le miró de frente, pero por su expresión bien podía estar mirando un gusano.

—Diré la verdad, Shelby.

Él la tomó de las manos.

—Laura, estás loca. ¿No ves que está procurando obtener una confesión? Cualquier cosa que digamos… será… ellos la interpretarán mal…, no hables hasta consultar con un abogado… no puedes esperar…

—No te asustes tanto, Shelby querido. Puesto que tú no lo hiciste, no tienes nada que temer.

Laura me miró y agregó:

—Shelby cree que yo maté a Diana. Por eso dijo esas mentiras. Estaba tratando de protegerme.

Laura bien podía haber estado hablando acerca de la lluvia o de un vestido o de un libro que había leído. Pero ahora era sincera; se revistió de franqueza como quien se pone un abrigo.

—Mark —preguntó con voz suave—, ¿cree usted que yo la maté?

A la luz de la lámpara brillaba el oro de la prueba, la traición de Shelby. Laura le había comprado la pitillera en Navidad, un regalo que tuvo que cargar en la cuenta de su tía. Él le dijo que la había perdido. Ella la vio dentro del bolso de Diana el viernes, cuando estaban almorzando juntas para reconciliarse. Le vino un repentino dolor de cabeza durante el almuerzo. No se había atrevido a telefonear a Waldo y romper la cita con él.

No había comunicado su cambio de planes porque odiaba que la gente le hiciese preguntas.

Estábamos a jueves. Jueves a las 22.40. Ellos deberían haberse casado para esta hora y hallarse camino de Nueva Escocia. Ésta era la hora nupcial.

La luz de la lámpara brillaba en su rostro. Su voz era suave:

—¿Cree usted que yo la maté, Mark? ¿También usted lo cree?

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