Laura

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SEGUNDA PARTE » XII · Protección de la Policía

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PROTECCIÓN DE LA POLICÍA

La primavera hizo su irrupción en París en una semana llenando de verde los árboles de los parques, de las plazas y de las avenidas. Hubo días de calor, luego días de lluvia y después quedó el tiempo claro y fresco.

Adolfo le dijo a Laura si quería ir una tarde de día de fiesta a comer a un merendero de Sceaux.

Laura no vio en esto ningún peligro y aceptó.

Le hacía gracia el tipo de Adolfo. El Elegante le molestaba por su tontería.

Un domingo, día de sol, a las once, tomaron el tren de Sceaux, la Harrison con el Elegante y Laura con Adolfo. Pararon en la estación de un pueblo lleno de restaurantes, cafés, jardines con espectáculos de feria y otras atracciones.

Después de cruzar un parque se acercaron a un merendero y entraron en él.

Se llamaba el establecimiento Le Père Tranquile, traducido literalmente ‘El Padre Tranquilo’, pero más bien El Tío Tranquilo. Pasaron a un pequeño comedor.

La Harrison, que tenía apetito, devoró lo que le pusieron delante, bebió, se rio a carcajadas y dijo mil disparates. Adolfo quiso que Laura comiera y bebiera también mucho, pero ella no tenía ganas y comió poco y bebió menos. En la comida Adolfo demostró que sabía decir sus chistes tan pronto en español, en francés o en inglés. Habló con la Harrison y dijo una porción de timos con acento americano.

Al terminar el postre, La Harrison después de beber de una manera desaforada indicó que iba a echarse en la hierba del parque al sol. El Elegante la siguió.

Laura consideró que todo ello era una broma. De pronto vio en la mesa un libro.

—¿Qué han dejado aquí? —preguntó Laura.

Era un libro pornográfico.

—Lo habrá dejado esa americana —dijo Adolfo.

Seguramente lo había puesto él.

Adolfo quiso mostrarlo, pero Laura lo rechazó.

Entonces Adolfo comenzó a hablar de una manera sentimental a Laura y le cogió la mano. Ella retiró la mano con cierto desdén. Adolfo sonrió y de pronto se levantó rápidamente, fue a la puerta y la cerró con llave. Ella tuvo un momento de espanto, se levantó y empezó a gritar. Él, riéndose, quiso besarla. Ella agarró el mantel involuntariamente y tiró una botella y varios platos al suelo. El entonces la insultó violentamente y ella gritó desesperada. A los gritos, comenzó a dar golpes en la puerta el dueño del restaurante y Adolfo abrió.

El dueño era un hombre gordo y rojo con una cabeza piriforme, el abdomen abultado y un aire de borracho. Al darse cuenta de la situación se puso contra Laura y dijo que cuando se iba a un sitio así con un hombre ya se sabía a lo que iba.

A las explicaciones de ella, él replicó groseramente:

Qu’est-ce que ça me peut foutre á moi? (¿Qué me importa a mí eso?)

Como había bastante gente en el merendero y todos sin duda tenían curiosidad por saber lo que ocurría, se asomaron a la puerta del cuarto y unos se pusieron a favor y otros en contra de Laura. Algunas mujeres se rieron, otras dijeron que era una señorita a quien llevaban engañada. Ella indicó rápidamente al dueño del restaurante que pagaría.

«¿Cuánto vale lo que se ha roto?».

El hombre no contestaba y ella dejó un billete de cincuenta francos y se marchó.

Llena de vergüenza fue a la estación, tomó el tren y volvió a su casa.

Contó a Mercedes lo que le había ocurrido.

«No hay que apurarse —le dijo esta—, no tiene importancia.»

Los días posteriores Laura recibió dos cartas de Adolfo a las cuales no contestó y como quería acabar con la cuestión, hizo que Mercedes diera a su galanteador una cita delante de su casa.

Se presentaron Adolfo y el Elegante.

Laura habló de una manera muy clara y dijo que ella no había dado ningún motivo para que Adolfo la tratara como la había tratado.

Mercedes pensó que Adolfo podía haber engañado en parte a Laura, que era un poco inocente. Tenía aspecto; sin duda le había hablado como a una niña y la natural tontería de las mujeres, como decía ella, le había podido hacer que la engañara. Adolfo podía ser un tipo peligroso. El otro, el Elegante, era un majadero tan mezquino, tan estúpido, que a Mercedes le chocó que Laura no le hubiera conocido en seguida y no le hubiera despreciado. A ella le pareció repulsivo.

El Elegante hablaba de una manera pedantesca y a Mercedes le dijo una serie de tonterías.

Adolfo y el Elegante quisieron acompañar a las dos muchachas, pero estas los rechazaron. Unos días después, el Elegante volvió a la carga; se presentó de parte de su amigo Adolfo a decir que quería tener una entrevista con Laura. Laura contestó que no; que le había dicho lo que tenía que decirle y que no le quería ver.

El otro insistió y añadió una serie de impertinencias.

—Usted es un imbécil —le dijo Mercedes—, déjenos usted.

El Elegante contestó que no quería.

Se acercaron las dos a la casa, y al entrar, Mercedes advirtió al portero:

—No deje usted entrar a ese señor, que nos está molestando.

El Elegante las insultó y gritó:

—He de volver.

Volvió un día, pero el portero, hombre fuerte y musculoso y antiguo gimnasta, le advirtió que no se presentara más por allí.

La persecución de los dos hombres siguió.

Les habían visto en una taberna del bulevar Lefèbvre, muy visitada por chóferes y que no legitimaba su título, pues se llamaba: A la Cita de los Impresores.

Laura contó a Camila lo ocurrido, mitigando un poco su imprudencia, y esta le dijo:

—No tenga usted cuidado, conocemos al comisario de policía del distrito y le diremos que mande un agente a vigilar la casa, y si esos hombres insisten en molestarle a usted los meterán en la cárcel.

Efectivamente, en compañía de Camila, Laura pasó por la comisaría del distrito y tuvo una breve conversación con el jefe de policía amigo. Le contó lo ocurrido, yendo con la Harrison y con los dos jóvenes que hablaban español, luego lo pasado al quedar sola con Adolfo y cómo había tirado dos o tres platos al suelo y dado al dueño del merendero, como indemnización, cincuenta francos.

—No hay que fiarse de esas amistades rápidas, y menos con extranjeros —dijo el comisario.

Luego, cuando explicó que el Adolfo y el Elegante solían aparecer algunas veces rondando la calle, el inspector le preguntó a Laura:

—¿A qué hora suele usted volver a casa?

—De seis a siete de la tarde.

—¿De dónde viene usted?

—Del bulevar Montparnasse, de casa de un profesor donde trabajo.

Laura le dijo el número.

—Bueno, yo mandaré durante un par de semanas a un agente que le siga a usted.

Laura le advirtió que, en general, tomaba el Metro, pero que, algunos días que hacía buen tiempo iba a casa a pie por la calle de Vaugirard adelante.

—Bueno, no se preocupe usted.

Los días posteriores, que llovía y fue en el Metro, Laura tuvo la curiosidad de pensar si alguien de la policía le seguiría.

Vio un hombre gordo y rojo que la miraba.

«¿Será este tipo el policía que me sigue?», pensó.

Unos días después de esto, Laura se acercó a la tienda de Honorina, donde supuso estaría Mercedes. Efectivamente, la encontró allí y salieron las dos y se dirigieron hacia casa. En el camino aparecieron Adolfo y el Elegante y pretendieron otra vez hablarles y unirse a ellas.

A la repulsa desdeñosa de Mercedes, el Elegante comenzó a insultarla con una estúpida petulancia, como si sus insultos fueran una gracia. Se apresuraron las dos a entrar en el portal de su casa y entonces un señor correcto, de aspecto de buen burgués, se acercó a los cuatro y les dijo:

—Hagan ustedes el favor de dar sus nombres.

Mercedes se quedó un poco inquieta y Laura también, pero mayor fue la inquietud de los dos que las seguían.

El señor aquel hizo una seña al conserje para que no dejara escapar a nadie y este antiguo gimnasta de circo se puso a la puerta.

Laura comprendió que el señor debía de ser el agente que había mandado el comisario de policía.

A las dos muchachas les dijo que se retiraran y, poco después, al pasar un auto lo hizo detener y se llevó con él a los dos hombres.

Dos o tres días después se presentó el comisario de policía, amigo de Camila, la profesora, quien le había invitado a tomar el té. Estuvo hablando con Laura. Hizo que le contara con detalles cómo había conocido a Adolfo. Ella explicó sus visitas a Halma, la maestra, a quien vio por primera vez en la Prefectura.

—Ahí en esa casa de la calle Brancion había una reunión de comunistas —dijo el comisario.

—No creo.

—Sí, sí; los domingos probablemente iban algunas personas no iniciadas, pero los días de labor se trabajaba por los rojos y había un grupo de células comunistas que tenían allí su enlace. Es el sistema actual.

Laura se quedó extrañada.

—¿No conoció usted algunos rusos y búlgaros? —siguió diciendo el comisario.

—No.

—¿Tampoco apareció ninguna china?

—Sí, vi una china que había estado en Barcelona e iba a Moscú.

—La misma. Está al servicio de los soviets.

—¿Y no tenían mejores sitios donde reunirse?

—Ahora en verano una casa en donde hay varios pisos desalquilados y gente que está fuera de París es un buen lugar para reuniones de esa clase —indicó el policía—. Luego, pasa el verano y se cambia de punto de cita.

—Así será —dijo Laura.

—¿Y cómo se relacionó usted con ese Adolfo? —preguntó el comisario.

—Me lo presentó una chica estudiante de medicina. ¡Hablaba tan bien el español!

—Pues le voy a hacer a usted una advertencia. Fuera de su país y de gente que no sepa usted quién es, sospeche usted de toda persona que hable bien su lengua. Lo más probable es que sea un aventurero o algo peor.

De Adolfo dijo lo que era. Se le suponía judío alemán. Había vivido largo tiempo en la Argentina y en España. Se sospechaba que estaba mezclado en negocios de cocaína y de trata de blancas. El otro a quien llamaban el Elegante era un chulo de mala sombra. El comisario debió tomar cartas en el asunto y arregló la cuestión con rapidez. Exigió del dueño del restaurante Le Père Tranquile que devolviera los francos que le había dado Laura y le echó una reprimenda; al Elegante le debieron de asustar y ya no volvió más.

—A dónde vamos a parar nosotras —decía Laura a Mercedes—. ¡Con qué gentuza se puede mezclar una!

—¡Bah!, no te preocupes. A toda mujer que quiera vivir independiente le tienen que pasar estúpidas aventuras así.

Laura pensó que se contaría lo ocurrido. Era una preocupación porque ello a nadie le importaba lo más mínimo.

El caso dio mucha desconfianza a Laura.

«En la calle no se podía encontrar nada bueno», pensó convencida.

Decidió no volver a ir a visitar a Halma. Lo sentía porque era buena persona.

Adolfo fue expulsado de París. Supo después Laura que una muchacha noruega, estudiante de medicina, se paseaba con el Elegante y le parecía sin duda haber hecho una gran adquisición.

Pensó que debía advertir a la noruega la clase de hombre que era aquel.

—Déjalo —dijo Mercedes—, le gustarán los estúpidos. No se puede meterse a redentor. Ella quizá no quiera más que divertirse y pasar el rato y el Elegante es como cualquiera.

—Como cualquier imbécil.

—No se va a exigir que para acompañar a una chica se tenga que ser un sabio.

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