Laura

Laura


CUARTA PARTE » II · En Etchebiague

Página 42 de 61

I

I

EN ETCHEBIAGUE

A los ocho días Mercedes telefoneó que ella estaba dispuesta para el viaje, y Golowin con Laura y con Natalia marcharon a buscarla en automóvil. Hicieron el viaje deteniéndose en Tours y en Burdeos y fueron a pasar la noche a un hotel de Guethary. Al día siguiente estaban en Etchebiague.

Laura encontró a doña Paz muy encantada con el hijo de Mercedes. La Pascuala lo estaba también. Era novia de Baptiste, el jardinero. El chico de Mercedes era un chiquillo guapo, fuerte, con una cara burlona. Hacía sus gracias. Le llamaban el

morrosko en Etchebiague; constituía el entretenimiento de la casa del molino.

Laura habló con su madre de su hermano Luis.

—Aquí estuvo con su mujer —dijo doña Paz.

—¿Qué tipo es su mujer?

—Me pareció una mujer del campo. Él quería ver si podía pasar al ejército de los nacionales, pero no se lo han permitido.

—¿Y sabía lo de Mercedes?

—Sí.

—¿Y qué dijo?

—Nada. Se lamentaba mucho de que a nuestra casa de Madrid la hayan bombardeado.

Mercedes se enteró de que su madre y Adela hablan entrado en San Sebastián. De los hermanos suyos el uno estaba con los rojos y escribía a Etchebiague, el otro con los blancos. Su padre había marchado a Venezuela, y pedía por carta las señas de Mercedes, que era su predilecta, para escribirle.

Del cura don Miguel se supieron noticias terribles. Perseguido, se había metido, con el párroco del pueblo de la Mancha donde vivía, en la sacristía de la iglesia, y la gente echó gasolina por la ventana y luego unas estopas encendidas y murieron los dos de una manera horrorosa, dando alaridos.

Pocos días después llegó el doctor Bearn y acompañó constantemente a Mercedes.

El viejo Ansorena invitó a Golowin por si quería alojarse en su casa, pero Golowin siguió en el hotel. Natalia no quiso separarse de Laura y fue a vivir con ella al molino de Etchebiague. Empezaba a hablar en español con doña Paz y con la Pascuala. Sin duda tenía grandes condiciones para aprender idiomas.

El entusiasmo de Natalia era el chico de Mercedes, que le producía un interés y una risa extraordinarios. Si le dejaban tomarlo en brazos era para ella una gran satisfacción.

Por la mañana, Natalia, con otras chicas de Etchebiague, iba a la playa y, vigiladas por un hombre, solían bañarse en el mar. En el mes que pasó allí se fue poniendo muy fuerte y muy guapa. Se reunía con las nietas de Ansorena y aprendía con ellas el vascuence.

Laura sentía afición, como antes, a quedarse en el jardín. Estaba un poco melancólica. Veía que en el fondo ella no interesaba a su madre. Sin duda esta la encontraba como siempre: irresoluta y sin decisiones fuertes. Tenía, en cambio, doña Paz, una gran admiración por Mercedes, asombrada de su aplomo de mujer decidida y resuelta.

Doña Paz no cotizaba tampoco el que su hija le enviara todos los meses una cantidad para vivir cómodamente en el molino.

Laura buscaba pretextos para legitimar su desaliento, pero ya comprendía que no eran estos hechos o los otros los que le daban una sensación de soledad, de tristeza y de angustia, sino que la sensación la llevaba con ella sin motivo o, mejor dicho, por un motivo psicológico nervioso, de debilidad de su espíritu.

Mercedes atendía a Laura.

—Chica, no te dediques a la melancolía —le decía—. Andas sola y luego se te pone mala cara.

—Qué quieres, tengo esa tendencia. Estaba deseando venir aquí a ver a mi madre, pero me ha recibido con tanta indiferencia que me ha desilusionado. No le interesa lo mío. Lo que ha hecho mi hermano, lo que ha hecho Silvia, que está en Inglaterra; lo que pasa a su primo Juan, que está preso, tiene que tener, según ella, mucha importancia para mí, pero de lo que me pasa a mí, de eso no hay que hablar.

—No hagas caso de ella —le decía Mercedes—. Es una vieja tonta que hay que tomarla como es.

Laura se reía.

—Lo tuyo, para ella, es demasiado próximo —seguía diciendo Mercedes—. En tus cosas le interesa principalmente que se acaben bien, pero como han pasado, no le importan.

«De todas maneras —pensaba Laura—, me sirve de ejemplo para comprender cómo me tratan aquí y cómo me tratan allá.»

Golowin llevaba con frecuencia en automóvil a Laura, a Mercedes y a Natalia.

Se acercaban a Hendaya, veían la costa española, luego iban a la orilla del Bidasoa y contemplaban Fuenterrabía e Irún, este último pueblo con las casas destruidas por el incendio.

También estuvieron en el alto de Ibardin, y Laura habló con los falangistas que hacían la guardia en la parte de la frontera española.

Una tarde fueron a San Juan de Luz, luego a la estación de Saint Ignace, tomaron el funicular del monte Larrun y merendaron en lo alto de este monte.

Laura se separó de todos un momento y estuvo contemplando aquellos picos y aquellos barrancos severos de España, que los conocía desde hacía tiempo y los había recorrido con una amiga.

Mercedes se le acercó y vio que estaba llorando.

—Tú estás chiflada, chica —le dijo—. Vámonos de aquí.

Golowin intervino.

—¿Pero qué le pasa a usted? —preguntó a Laura, alarmado.

—Nada. Este sol… estos montes que he visto hace años… me dan una impresión de tristeza.

—Es una sensitiva esta niña. Yo creo que estar aquí no le conviene —indicó Mercedes.

—Es verdad —dijo Golowin—. Está poniéndose desmejorada.

—No se preocupen ustedes de mí. A veces cuando estoy contenta me encuentro desanimada y tengo ganas de llorar.

—Es la vecindad de España lo que la inquieta. Le recuerda sin duda su vida pasada. A mí mismo me hacía efecto, cuando estaba en Polonia, la vecindad de Rusia. Entonces me dediqué a la astronomía para olvidar.

—Tendrá que estudiar algo esta chica —replicó Mercedes—. Le tendrá usted que enseñar algo de astronomía. La medicina no le conviene. Es un carácter como el de usted, para tocar el piano o el arpa a la luz de la luna.

Golowin se rio de la definición.

—¿Y usted? —preguntó.

—Yo no. Yo soy un poco insensible. Para andar entre la gente aunque sea a trastazos.

—¿Así que usted cree que Laura debe estudiar?

—Sí, algo espiritual, bonito.

—Se ríe de mí —dijo Laura.

—No, ¡qué me voy a reír de ti!

—¿Y usted se encuentra bien en esta soledad del campo? —le preguntó Golowin a Mercedes.

—Muy bien, pero lo que me preocupa es lo que voy a hacer con el chico. Está tan bien aquí…

—Si no vais a pasar mucho tiempo fuera, déjalo —le indicó Laura.

—Es que no sé el tiempo que pasaremos fuera.

—Entonces no sé.

—Me preocupa que si Bearn se casa conmigo y no le ve, no le querrá, pero por otro lado, si nos vamos los dos a América, el chico ha de ser al principio un engorro.

—¿Por qué no vienes allá a Suiza conmigo antes de casarte con el doctor Bearn?

—No, vosotros sois, y no lo digo en broma, muy espirituales, y yo no. A mí no me gusta leer, ni pensar en las estrellas. Yo soy un poco vulgar a tu lado. ¿Qué quieres que yo haga en una casa solitaria, hablando con un señor que es astrónomo y muy simpático? Nada. Ahora, el día que me necesites para algo, allá estoy.

Otro día en que se encontraban Golowin, Laura y Mercedes, esta le dijo a su amiga:

—¿Cómo se llamaba tu padre?

—Pedro.

—¿Así que Laura, si se hiciera rusa —le preguntó a Golowin—, se llamaría Laura Petrovna?

—Sí.

—¿Y luego su apellido?

—Eso es.

—¿Y si se casara con usted, se llamaría Golowina?

—Sí.

—Pues es muy bonito.

Laura se ruborizó un poco y Mercedes le dijo, poniéndole la mano en la cabeza:

—Ay, mi pequeña Golowina. Siempre serás una niña.

—Tiene mucha gracia su amiga de usted —le dijo luego el ruso a Laura.

El doctor Bearn quería casarse con Mercedes pronto y marchar a los Estados Unidos a ejercer. Mercedes pensaba en ayudarle y trabajar como pudiera.

Golowin y el doctor Bearn se hicieron amigos y paseaban juntos.

—¿A usted qué le parece que sería lo mejor para la educación de esta chica mía? —le preguntó el ruso—, ¿la conoce usted?

—Sí. Creo que tiene un carácter fuerte. Se va a acostumbrar a dominarles a ustedes y a hacer siempre lo que le dé la gana. Creo que sería lo mejor llevarla a un colegio para que se encuentre con personas decididas, de temperamento también fuerte y se acomode un poco a ellas.

—Sí, es posible que le viniera bien. Y entonces, ¿a dónde la llevaríamos? ¿A un colegio francés?

—Con ese objeto quizá fuera mejor un colegio inglés o norteamericano.

—Sí, puede que tenga usted razón.

—Pues eso no será difícil.

Golowin se lo dijo a Laura.

—¿Y a usted qué le parece este proyecto?

—A mí me parece muy bien, aunque por otra parte lo siento.

—¿Por qué?

—Porque tendré que separarme de ella y de usted también y venirme aquí a casa.

—¡Ah, no! Eso no. Yo no estoy dispuesto a dejarla a usted. He pensado que podríamos llevar a Natalia a un colegio de niñas de Inglaterra y que usted estuviera en el pueblo del colegio o en otro próximo, en un hotel, yendo a verla todas las semanas hasta que ella se acostumbrara, y entonces ya veríamos qué es lo que hacíamos. ¿Usted no ha estado en Inglaterra?

—Yo no.

—Pues también le puede convenir a usted.

—Si lo cree usted así, estoy dispuesta.

—Bueno, pues dentro de unos días vamos a Inglaterra de viaje de exploración y dejamos a Natalia en el colegio. Usted se queda y yo iré a buscarlas después.

—¿Y usted qué piensa hacer?

—Yo quisiera ir a Polonia —dijo Golowin—, donde tendré que pasar una temporada. Voy a ver si puedo liquidar unas propiedades que tengo allí y que casi me dan más disgustos que otra cosa. Cuando acabe ya con eso, para lo cual necesitaré, como le digo, algún tiempo, volveré a Suiza. Mientras tanto, la niña estará en el colegio y usted a su lado en el pueblo. Me hará usted un favor de amiga; yo no le confiaría ese cuidado a otra persona, pero sé que mi hija, teniéndola a usted cerca, se ha de encontrar como si estuviera conmigo.

Ir a la siguiente página

Report Page