Laura
QUINTA PARTE » III · Bolcheviques y judíos
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BOLCHEVIQUES Y JUDÍOS
Desde que llegaron a Basilea, los amigos de Laura se dieron cuenta de las maniobras de Irene para apoderarse de Golowin y desviarlo de Laura y de Natalia. ¿Cómo podía tener una idea tan estúpida?
Natalia, por instinto, lo comprendía, e Irene veía que tenía en la niña un enemigo. Esto no le desanimaba y seguía visitando la casa con sus amigas y discutiendo con Golowin y tratando de convencerle de sus ideas.
Laura no aparecía siempre en las reuniones y Natalia iba a su cuarto huyendo de las señoras. Natalia se indignaba pensando que unas cuantas mujeres intentaran dominar en la casa de su padre.
—Tú eres la dueña —le decía a Laura—, y tú no debes permitir que manden ellas.
—No mandan —replicaba Laura por decir algo—. No hay que tomar las cosas así.
Durante algún tiempo, además de Irene, había tres señoras que, con gran frecuencia, estaban en casa de Golowin.
Una de ellas era la señora Elsa Werner, que había estudiado en el Liceo de Basilea con Golowin. La señora Werner era una mujer despótica e inteligente, que escribía y pintaba y había escrito versos, al parecer muy buenos. Tenía los ojos claros azules; no quería hablar francés, decía que no era un idioma para estos tiempos duros. Aseguraba que el alemán era como de piedra y el francés hecho con adornos de puntillas y de papel. Inglaterra, según ella, no tenía ni poesía ni inteligencia. Era un país práctico, de políticos y de diplomáticos.
—¿Y Shakespeare, Byron, Shelley, Dickens? —le preguntaban.
—¡Ah, sí! Pero eso era antes.
Esta mujer alemana, un poco hombruna, que la miraba fijamente con sus ojos claros y brillantes, a Laura le producía inquietud. La doncella Fanny le dijo que, una vez, la cogió con sus manos fuertes, la sujetó y la besó en la nuca. Ella quedó sorprendida, según dijo.
Otras de las damas contertulias era una periodista, divorciada con escándalo, que vivía en Múnich y había escrito varios artículos acerca de un libro de Golowin, de astronomía.
Esta periodista firmaba sus artículos con el nombre de Lili de Urseren. La dama era seca y angulosa, tanto espiritual como físicamente, miraba con gran desdén a Laura y consideraba que a una mujer que no sabía alemán no se le debía considerar digna de ocupar la atención de nadie.
Hitler, según ella, iba tomando caracteres de divinidad, con motivo, y si algunos le rezaban como a un santo, hacían bien. Los judíos, en cambio, eran demonios enrevesados y muy peligrosos.
Esta señora, escritora aguda y flaca, hacía crítica de libros y de teatro muy amena. Decía que a Heine, en el momento, no se le consideraba ni se le estimaba. De ella había dicho el diplomático neurasténico Wollgraff, que era una odalisca desecada. La manera de tenderse en los divanes recordaba sin duda al diplomático a las odaliscas.
Todavía había otra señora muy asidua a la casa, nada intelectual, pero muy amiga de las demás; Ana Forster. Ana no mostraba ninguna pretensión literaria, ni le interesaba esto. Se decía que debía de tener aventuras. Al ver a Ana Forster se pensaba que algún lejano ascendiente judío le había dejado en herencia la nariz y los labios de la raza. El marido era un tipo de científico muy seco, una de cuyas características era que no le gustaban los gatos. Estos animales no eran sin duda para los matemáticos.
El marido se pasaba la vida estudiando y no le interesaba lo que ocurría en el pueblo. Noche y día vivía engolfado en operaciones matemáticas, lamentándose de la falta de tiempo.
Todas estas señoras, las de la tertulia de Golowin, eran muy germanófilas. La teoría general entre ellas era que Alemania había dado más a Francia que Francia a Alemania; y se consideraba que Francia estaba en una época de decadencia, y que el siglo XX sería con el tiempo esencialmente alemán. Se discutían cuestiones extrañas. Un día en que se encontraban tomando el té estas damas y varios amigos de Golowin, entre ellos un médico joven, el doctor Maas, se discutió si valía la pena, en el caso de encontrar en el camino una mujer de carácter y de energía, sacrificar un poco el porvenir para seguirla.
—Yo creo que no —dijo el doctor Maas—. Es difícil no confundir la realidad con la apariencia, lo que es con lo que puede ser.
—Pues yo creo que sí —aseguró Wollgraff—, y que en el caso de encontrar a una mujer de ese tipo hay que seguirla de cabeza.
La discusión tuvo derivaciones verdaderamente cínicas que avergonzaron y confundieron a Laura.
Golowin vivía entre estas damas sin enterarse de lo que hacían y de lo que pensaban, preocupado con sus cuestiones científicas, completamente en la luna.
Se discutía mucho del bolchevismo y la cuestión judía.
Por lo que decía la señora Bergmann, un rabino había asegurado que el marxismo era la realización del judaísmo, la implantación de la justicia en la tierra.
—Estas gentes del centro de Europa hablan con mucha pasión de la competencia que hacen los judíos —decía Golowin—. Yo no sé si es verdad o no; aseguran que son más tenaces, más antinacionalistas y más despreocupados. Médicos, abogados e ingenieros, todos temen esta competencia judía. Creen que los judíos tienen menos escrúpulos que los demás, y que, por eso, son más peligrosos.
—El marxismo —afirmaba el doctor Maas—, como el psicoanálisis, son manifestaciones del espíritu judío doctrinario. Todo es materialismo en el mundo. Todo es sexualidad. Para los judíos esta afirmación es más cierta que para los demás.
Ana Forster, quizá por su tipo meridional y judío, no quería ver en el marxismo solo judaísmo. Entonces una de las señoras sacó de la biblioteca de casa un libro. En aquel libro estaban los retratos de Karl Marx y de Bakunin, jóvenes. Los dos debían de ofrecer en la juventud un tipo más señalado de su raza, que luego, ya de viejos. Karl Marx tenía nariz y labios de judío. Bakunin era un puro mongol. Los dos de tipo completamente asiático.
La escritora Lili de Urseren contó que días antes estaba esperando el tranvía a poca distancia de la casa de Golowin. Un joven obrero de la ciudad trabajaba en la carretera, y cerca, sobre un montón de heno, se hallaba sentada una mujer joven con su sombrero de paja muy elegante y fumando un cigarrillo. La mujer, por su tipo, su color y su pelo rizado, era judía. Llevaba en la mano un folleto y un mapa plegado que desdobló y mostró al obrero.
Después de las explicaciones le ofreció un cigarrillo al mozo y le despidió dándole la mano.
La escritora, bastante curiosa, dejó pasar a propósito el primer tranvía para ir al pueblo con la muchacha. Se sentó al lado de ella y en el trayecto le preguntó con indiferencia:
—¿Dónde hay que parar para ir a Claraplatz?
—No conozco bien el pueblo —contestó la extranjera.
—¡Ah! Dispense usted. ¿No es usted de Basilea?
—No; soy rusa.
Para la escritora era esto una clara manifestación de los manejos de los rusos comunistas en suiza.
Pasado algún tiempo se supo que el señor Wollgraff, el neurasténico, había pretendido a Minna Fischer, para casarse con ella, y que la viuda había aceptado. La escritora Lili de Urseren dijo que en él era una ocurrencia de neurasténico. Respecto a la señora Fischer, la calificó en francés de
drôlette, y añadió que a pesar de sus ideas negras y románticas era una mujer vulgar.
Ana Forster insinuó que el señor Wollgraff, como su marido, no podía ser más que un elemento decorativo y nada más.
Estas señoras, amigas de Irene, trataron varias veces de convencer a Golowin de que lo que escribía la poetisa estaba muy bien.
—Yo no lo dudo —dijo Golowin una vez.
—Entonces, ¿qué encuentra usted de deficiente? —le preguntaron casi a un mismo tiempo la señora Werner y Lili de Urseren.
—Nada…, lo que pasa es que ella es muy oriental, muy parabólica, muy llena de adornos…
—¿Y usted?
—Yo, aunque soy ruso, no soy nada metafórico…, yo soy la Decadencia de Occidente.
Las tres señoras pensaron que Golowin era cosa perdida y que no tomaba nada en serio.