La venganza de los malditos
Charles Bukowski • TiempoDeLectura9minAl final del cuento te dejamos un extra para que lo disfrutes.
En aquella pensión de mala muerte los ronquidos, como siempre, eran escandalosos. Tom no podía dormir. Debía de haber 60 camas y todas estaban ocupadas. Los borrachos eran los que más alto roncaban, y la mayoría de los allí reunidos estaban borrachos. Tom se incorporó y observó la luz de la luna que entraba por las ventanas y caía sobre los hombres dormidos. Lió un cigarrillo, lo encendió. Volvió a mirar a los hombres otra vez. Vaya un puñado de tipos horribles inútiles y jodidos. ¿Jodidos? Ésos no jodían nada. Las mujeres no los querían. Nadie los quería. No valían ni un polvo, ja, ja, ja. Y él era uno de ésos. Sacó la botella de debajo de la almohada y dio un último trago. Aquella última cosa siempre era triste. Hizo rodar el casco vacío debajo de la cama y observó otra vez a aquellos hombres que roncaban. Ni siquiera valía la pena tirarles una bomba encima.
Tom miró a su amigo Max, que estaba en el catre contiguo. Max estaba allí tumbado con los ojos abiertos. ¿Estaría muerto?
—¡Eh, Max!
—¿Hmmm?
—No duermes.
—No puedo. ¿Te has dado cuenta? Hay muchos que roncan rítmicamente. ¿Por qué será?
—No lo sé, Max. Hay un montón de cosas que no sé.
—Yo tampoco, Tom. Supongo que soy un poco tonto.
—¿Lo supones? Si supieras que eres tonto, no lo serías.
Max se sentó en el borde de su catre.
—Tom, ¿crees que alguna vez saldremos de este jaleo?
—Sólo de una forma…
—¿Sí?
—Sí…, fiambres.
Max lió un cigarrillo, lo encendió.
Max se sentía mal, siempre se sentía mal cuando pensaba en cosas. Lo que había que hacer era no pensar, desconectar.
—Oye, Max —oyó decir a Tom.
—¿Sí?
—He estado pensando…
—Pensar no es bueno…
—Pero esto no puedo dejar de pensarlo.
—¿Te queda algo de beber?
—No, lo siento. Pero escucha…
—Mierda, ¡no quiero escuchar!
Max volvió a tumbarse en su catre. Hablar no servía para nada. Era una pérdida de tiempo.
—Te lo voy a decir de todas formas, Max.
—Está bien, joder, venga…
—¿Ves todos esos tipos? Hay un montón, ¿no? Vagabundos por todas partes.
—Ya, los veo hasta en la sopa…
—Por eso, Max, no hago más que pensar cómo podríamos hacer para utilizar esa mano de obra. Es que se está desaprovechando.
—Nadie quiere a esos vagabundos. ¿Qué puedes hacer tú con ellos?
Tom se sintió ligeramente entusiasmado.
—El hecho de que nadie quiera a esos tipos nos da ventaja.
—¿Tú crees?
—Claro. Mira, en las cárceles no los quieren porque tendrían que darles alojamiento y comida. Y esos vagabundos no tienen un sitio adonde ir ni nada que perder.
—¿Y qué?
—He estado pensando mucho por las noches. Por ejemplo, si pudiéramos juntarlos a todos, como ganado, podríamos hacer que arrasaran ciertas cosas. Dominar temporalmente algunas situaciones…
—Estás loco —dijo Max.
Pero se incorporó en su cama.
—Sigue…
Tom se rió.
—Bueno, quizá esté loco, pero no puedo dejar de pensar en esa mano de obra desperdiciada. He estado tumbado aquí durante muchas noches soñando con las cosas que podrían hacerse con ella…
Ahora fue Max quien rió.
—¡Como qué, por el amor de Dios!
Nadie se inmutó por aquella conversación. Los ronquidos continuaban a su alrededor.
—Bueno, he estado dándole vueltas a la cabeza. Sí, tal vez sea una locura, pero…
—¿Qué? —preguntó Max.
—No te rías. Quizá el vino me haya destruido el cerebro.
—Intentaré no reírme.
Tom dio una calada a su cigarrillo, luego soltó el humo.
—Bueno, mira, yo tengo esta imagen de todos los vagabundos que podamos encontrar, bajando a pie por Broadway, aquí mismo en Los Ángeles, miles de ellos juntos, andando codo a codo…
—Bueno, ¿y…?
—Bueno, son un montón de tipos. Como una especie de venganza de los malditos. Un desfile de desechos. Es casi como una película. Puedo ver las cámaras, las luces, el director. La Marcha de los Fracasados. ¡La Resurrección de los Muertos! ¡Increíble, hombre, increíble!
—Creo —respondió Max— que deberías dejar el oporto y volver al moscatel.
—¿De veras?
—Sí. Vale. Así que tenemos a todos esos vagabundos atravesando Broadway, digamos que al mediodía, ¿y después, qué?
—Bueno, los dirigimos hacia los almacenes más grandes y mejores de la ciudad…
—¿Te refieres a Bowarms?
—Sí, Max. Bowarms tiene de todo: los mejores vinos, la ropa más elegante, relojes, radios, televisores; tú pide, que ellos lo tienen…
Justo entonces un viejo que estaba unos catres más allá se incorporó, abrió los ojos como platos y gritó: «¡DIOS ES UNA NEGRA LESBIANA DE 180 KILOS!».
Luego se desmoronó en su catre.
—¿Lo llevamos? —preguntó Max.
—Claro. Es uno de los mejores. ¿Qué cárcel lo querría?
—Vale, entramos en Bowards, y entonces, ¿qué?
—Imagínatelo. Será entrar y salir. Seremos demasiados como para que el servicio de seguridad pueda controlar el asunto. Imagínatelo: entras y coges. Cualquier cosa que se nos antoje. Quizá hasta tocarle el culo a una dependienta. Cualquier parte de ese sueño que ya no tenemos, entras y lo coges, cualquier cosa, y después nos vamos.
—Tom, puede que vuelen muchas cabezas. No va a ser un picnic en el país de las maravillas…
—No, ¡pero tampoco lo es esta vida que llevamos! Esta forma de consentir que nos entierren, para siempre, sin protestar siquiera…
—Tom, chico, creo que no está mal lo que dices. Pero ¿cómo vamos a hacer para organizar este asunto?
—Bien, primero fijamos una fecha y una hora. Entonces, ¿conoces a una docena de tipos que puedas reclutar?
—Creo que sí.
—Yo también conozco alrededor de una docena.
—Supón que alguien le da el soplo a los polis.
—No es probable. De todas formas, ¿qué podemos perder?
—Es verdad.
Era mediodía.
Tom y Max iban a la cabeza de todo el grupo. Iban bajando por Broadway, en Los Ángeles. Había más de 50 vagabundos andando detrás de Tom y Max. Cincuenta vagabundos o más pestañeando asombrados, tambaleándose, no muy seguros de lo que estaba sucediendo. Los ciudadanos corrientes que iban por la calle estaban atónitos. Paraban, se hacían a un lado y observaban. Algunos estaban asustados, otros se reían. A otros les parecía una broma o la filmación de una película. El maquillaje era perfecto: los actores parecían vagabundos. Pero ¿dónde estaban los cámaras?
Tom y Max dirigían la marcha.
—Oye, Max, yo se lo dije solamente a 8. ¿A cuántos avisaste tú?
—A 9, quizás.
—Me pregunto qué demonios habrá pasado.
—Se lo habrán dicho unos a otros…
Seguían marchando. Era como un sueño enloquecido que no podía detenerse. En la esquina con la Séptima Avenida el semáforo se puso rojo. Tom y Max pararon y los vagabundos se apiñaron detrás de ellos, esperando. El olor a ropa interior y calcetines sucios, a alcohol y mal aliento, se extendió por el aire. El dirigible de Goodyear volaba en inútiles círculos por encima de sus cabezas. La contaminación, de un gris azulado, se posaba en la calle.
Entonces el semáforo se puso verde. Tom y Max siguieron andando. Los vagabundos los siguieron.
—Aunque fui yo quien imaginó esto —dijo Tom—, no puedo creer que esté pasando de verdad.
—Pues está pasando —dijo Max.
Había tantos vagabundos detrás de ellos que algunos aún estaban cruzando la calle cuando el semáforo volvió a ponerse rojo. Pero siguieron cruzando, deteniendo el tráfico, algunos abrazados a sus botellas de vino o bebiendo de ellas. Iban marchando juntos pero no había ninguna canción para aquella marcha. Sólo el silencio, a no ser por el ruido del arrastre de zapatos viejos sobre el pavimento. Sólo de vez en cuando hablaba alguien.
—Eh, ¿adónde coño vamos?
—¡Dame un trago de eso!
—¡A tomar por culo!
El sol pegaba fuerte.
—¿Tú crees que debemos continuar con esto? —preguntó Max.
—Me sentiría bastante mal si ahora nos volviéramos —afirmó Tom.
Entonces llegaron frente a Bowarms.
Tom y Max se detuvieron un momento.
Después empujaron juntos las impresionantes puertas de cristal.
El montón de vagabundos entró tras ellos en una fila larga y deshilachada. Avanzaban por los elegantes pasillos. Los dependientes los miraban sin comprender del todo.
El departamento de Caballeros estaba en la primera planta.
—Ahora —dijo Tom— tenemos que dar ejemplo.
—Sí —dijo Max vacilante.
—¡Venga, Max!
—Huy, huy, huy…
Los vagabundos se habían parado y los miraban. Tom dudó un instante, luego se dirigió a un colgador de abrigos, descolgó el primero, un modelo de cuero amarillo con cuello de piel. Tiró al suelo su abrigo viejo y se deslizó dentro del nuevo. Un dependiente, un hombrecillo pulcro con un bigote bien cuidado, se acercó.
—¿Qué desea, señor?
—Me gusta éste y me lo quedo. Cárguelo en mi cuenta.
—¿American Express, señor?
—No, China Express.
—Y yo me llevo ésta —dijo Max, metiéndose dentro de una cazadora de piel de lagarto con bolsillos laterales y una capucha bordeada de piel contra las inclemencias del tiempo.
Tom cogió un sombrero de una estantería, un modelo de cosaco, un poco ridículo, pero con cierto encanto.
—Éste le va bien a mi color de piel; me lo llevo.
Aquello puso a los vagabundos en marcha. Avanzaron y comenzaron a ponerse abrigos y sombreros, bufandas, gabardinas, botas, jerséis, guantes, diferentes accesorios.
—¿Al contado o a plazos, señor? —preguntó una voz asustada.
—Cóbraselo a mi agujero del culo, gilipollas.
O en otro mostrador:
—Creo que ésa es su talla, señor.
—¿Lo puedo cambiar dentro de los primeros 14 días si no estoy conforme?
—Claro, señor.
—Pero puede que dentro de 14 días usted esté muerto.
Entonces comenzó a sonar una alarma general. Alguien se había dado cuenta de que la tienda estaba siendo invadida. Los clientes, que habían estado observando con desconfianza, se apartaron.
Llegaron tres hombres corriendo, vestidos con unos trajes grises de muy mal corte. Eran hombres voluminosos pero tenían más grasa que músculos. Se abalanzaron sobre los vagabundos para echarles de la tienda. Sólo que había demasiados vagabundos. Y desaparecieron entre aquella muchedumbre. Pero mientras peleaban, maldiciendo y amenazando, uno de los guardias echó mano a la pistola. Hubo un disparo, pero fue un gesto estúpido o inútil, y el tipo fue rápidamente desarmado.
De pronto, un vagabundo apareció en la parte superior de las escaleras mecánicas. Tenía la pistola. Estaba borracho. Nunca había tenido una pistola. Pero le gustaba. Apuntó y apretó el gatillo. Le dio a un maniquí. La bala le atravesó el cuello. La cabeza cayó al suelo: la muerte de un esquiador de Aspen.
La muerte de este objeto pareció despertar a los vagabundos. Hubo una ruidosa ovación. Se esparcieron escaleras arriba y por toda la tienda. Gritaban incoherentemente. Por un momento toda la frustración y el fracaso desaparecieron. Les brillaban los ojos y sus movimientos eran rápidos y llenos de seguridad. Era una escena curiosa, rara, desagradable.
Se movían rápidamente de un piso a otro, de una zona a otra.
Tom y Max ya no dirigían, eran arrastrados con los demás.
Ahora saltaban por encima de los mostradores, rompían cristales. En el mostrador de los cosméticos una jovencita rubia dio un grito a la vez que levantaba los brazos. Eso atrajo la atención de uno de los vagabundos más jóvenes, que le levantó el vestido y gritó: «¡HALA!».
Otro vagabundo se acercó y agarró a la chica. Entonces vino otro corriendo. Pronto hubo un montón alrededor de ella, arrancándole la ropa. Era muy desagradable. Sin embargo, inspiró a otros vagabundos. Empezaron a correr tras las dependientas.
Tom buscó un mostrador que todavía estuviera entero, se subió encima y empezó a gritar.
«¡NO! ¡ESTO NO! ¡PARAD! ¡NO ERA ESTO A LO QUE ME REFERÍA!».
Max estaba de pie junto a Tom.
—Ah, mierda —dijo en voz baja.
Los vagabundos no se calmaban. Arrancaban cortinas, volcaban las mesas. Continuaban destrozando los mostradores de cristal. También había un gran griterío.
Algo se rompió con enorme estruendo.
Después se inició un fuego, pero aquellos hombres seguían con el saqueo.
Tom se bajó del mostrador. Todo aquel episodio no había durado más de cinco minutos. Miró a Max.
—¡Vámonos cagando leches!
Otro sueño que se había ido a la mierda, otro perro muerto en la carretera, más pesadillas de miseria.
Tom empezó a correr y Max le siguió. Bajaron por las escaleras mecánicas. Mientras bajaban, la policía subía corriendo por la escalera contigua. Tom y Max seguían llevando sus abrigos nuevos. Si no hubiese sido por sus rostros colorados y sin afeitar, su aspecto habría sido casi respetable. En la primera planta se mezclaron con el gentío. Había policías en las puertas. Dejaban salir a la gente, pero no dejaban entrar a nadie.
Tom había robado un puñado de puros. Le dio uno a Max.
—Toma, enciéndelo. Trata de parecer respetable.
Tom encendió uno para él.
—Ahora vamos a ver si logramos salir de aquí.
—¿Crees que podremos engañarles, Tom?
—No sé. Intenta parecer un corredor de Bolsa o un médico…
—¿Qué aspecto tienen?
—Satisfecho y estúpido.
Fueron hacia la salida. No hubo problemas. Fueron conducidos hacia el exterior junto con otros. Oyeron disparos dentro del edificio. Miraron hacia arriba. Se veían llamas en una de las ventanas superiores. En seguida oyeron acercarse las sirenas de los bomberos.
Giraron hacia el sur y regresaron a los barrios bajos.
Esa noche eran los dos vagabundos mejor vestidos de aquella pensión de mala muerte. Max había robado incluso un reloj. Sus manecillas brillaban en la oscuridad. La noche acababa de empezar. Se tumbaron en sus catres mientras comenzaban los ronquidos.
La pensión estaba de nuevo repleta, a pesar de los arrestos en masa de aquella tarde. Siempre había suficientes vagabundos para llenar cualquier vacante.
Tom sacó dos puros, le pasó uno a Max. Los encendieron y fumaron en silencio durante un rato. Pasados unos minutos, habló Tom.
—Eh, Max…
—¿Sí?
—Yo no quería que fuese de esa forma.
—Ya lo sé. No te preocupes.
Los ronquidos iban subiendo gradualmente de volumen. Tom sacó una botella de vino sin abrir de debajo de su almohada. La destapó, echó un trago.
—¿Max?
—¿Sí?
—¿Un trago?
—Claro.
Tom pasó la botella. Max echó un trago y se la devolvió.
—Gracias.
Tom deslizó la botella debajo de su almohada.
Era moscatel.
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