La venda queer
Alicia DíazLa camarada Lidia Falcón saltó como un resorte en mitad de una batalla dialéctica que venía cuajándose desde la endogamia propia de los debates con repercusión minoritaria. Había miedo, sobrevolaban los aromas a censura y se temía por ese retrogusto amargo que dejan los tabúes cuando se abandona el cálido cobijo de lo políticamente correcto. Hablar del lobby gay es de fascistas — todo es fascismo — y un movimiento político como el feminismo, que es netamente de izquierdas — por razones históricas evidentes — no podía caer en tamaña desconsideración para defender sus posturas, por mucho que se hayan financiado fiestas, carrozas, carreras con zapatos de tacones o festivales extremadamente sexistas bajo las siglas LGTBI. El problema no son las personas que configuran estas siglas que tienen todo el derecho del mundo a denunciar comportamientos discriminatorios por orientación sexual y reclamar, así, leyes que permitan protegerles en situaciones en los que sean sujetos de vulnerabilidad; el problema son los intereses espurios de quienes lideran muchas de estas organizaciones en nombre de todo un colectivo. Colectivo que se ha empeñado en invisibilizar a sus compañeras lesbianas que han sido objeto de acoso y acusaciones rocambolescas situándolas en la diana de lo que han pasado a llamar techo de algodón. Se entiende por lobby a un grupo de presión formado por personas con capacidad para presionar sobre un gobierno o una empresa, especialmente en lo relativo a las decisiones políticas y económicas. El cabildeo de los lobbies es completamente legítimo y no hay ninguna ley que impida dichas actividades salvo que éstos cometan irregularidades o actúen punitivamente. Muchos sectores de la derecha utilizan el término de manera despectiva para derrocarlos y crear un imaginario colectivo de rechazo por lo que dicho término ha pasado a formar parte de la jerga derechista. Claro que hay lobbies y no pasa absolutamente nada por admitirlo. Salgamos ya de esta zona indeseable de confort. Pongamos las cartas sobre la mesa obligando a la izquierda a hacer políticas de izquierdas dejando de financiar movimientos sociales a través de corporaciones que terminan plegándose a los intereses partidistas de las formaciones que los subvencionan ligándolos, así, a un comportamiento institucional.
Es cierto que estos grupos de presión han sido correosos en temas tan transcendentales para el feminismo como los vientres de alquiler, pese a que los máximos beneficiarios de esta indecente práctica sean personas heterosexuales. Homosexuales y heterosexuales aquí tienen algo en común: poder adquisitivo. Poder adquisitivo y desprecio hacia las mujeres que son finalmente las que sufren las consecuencias del despropósito junto a los bebés que engendran. En feminismo es obligatoria la crítica, sin ella nos sería imposible conceptualizar y llegar a las raíces más profundas de las opresiones que sufren las mujeres para poder erradicarlas. Los grupos LGTBI no están exentos de ella, al igual que no lo está el movimiento feminista. Faltaría más. Se da la paradoja de que el llamado gaycapitalismo o capitalismo rosa, ya fue denunciado en su momento por los primeros movimientos urbanos queer de los 70's , críticos con los hábitos de consumo del colectivo gay.
Cuando un grupo minoritario tiene la capacidad de influir sobre una mayoría, solo se entiende bajo la conminación de grupos de presión y de poder. El poder, mayoritariamente económico y social, es históricamente androcéntrico y patriarcal, por lo que no es de extrañar que la mayoría de las presiones estén orquestadas por varones. Hablar de hombres y de mujeres como realidades biológicas y empíricas desde el postmodernismo se ha vuelto toda una hazaña tachada de transfobia. Extinguidas las diferencias sexuales la igualdad sería un hecho, por lo que acabar con los binarismos se ha convertido en leitmotiv de los defensores queer. Detrás de toda la amalgama filosófica y académica queer, reposa la idea de una ficción política cuyo objetivo es poner en jaque las asociaciones binarias hombre /mujer; o lo que es lo mismo, el sexo natural. Esta estructura solo puede modificarse — al menos performativamente — a través de otra ficción política : el género. Ese dualismo de ficciones políticas es representativa a la ficción social contemporánea. Una sociedad que se arrodilla a la ficción es una sociedad huérfana de razón. Es una sociedad impostada que enmascara sus propias realidades a cambio de una creencia. Un nuevo dios ha nacido y su monoteismo ha encontrado templo en el idealista e individualista subjetivismo. El subjetivismo ha conseguido poner el cuerpo en el corazón de la superestructura, la teoría queer es la alternativa al finito deseo que la ciencia cercena en base a hechos irrefutables. El ser humano, incapaz de saciar su creciente deseo alentado por la sociedad de consumo, está dispuesto a someter al cuerpo a la dictadura de la hormona. Ponerlo al límite. Mercantilizarlo y arrojarlo al servicio de la técnica y la industria farmacéutica. Se busca, a través de la eufemística idea foucaultiana de la desnaturalización, la deshumanización. Si el cuerpo y la mente pertenece al mercado farmacológico, le pertenece al sistema, al igual que las identidades. Una identidad que se legisla es una identidad que se nacionaliza. La subjetividad, ávida de emociones extremas, nos proyecta un mundo distópico que tiene más de disfórico que de distópico.