La revolución de la glucosa

La revolución de la glucosa


Primera parte. ¿Qué es la glucosa? » Capítulo 4. Buscar el placer: por qué comemos más glucosa que antes

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Capítulo 4 Buscar el placer: por qué comemos más glucosa que antes

La naturaleza planeó que consumiéramos glucosa de una fuente concreta: de las plantas. Allí donde había almidón o azúcar, también había fibra. Esto es importante porque la fibra ayudaba a que nuestro cuerpo ralentizara la absorción de glucosa. En la tercera parte aprenderás a utilizar esta información a tu favor. Sin embargo, hoy, la gran mayoría de los estantes en el supermercado están repletos de productos que contienen principalmente almidón y azúcar. Desde el pan blanco hasta el helado, las golosinas, los zumos de frutas o los yogures azucarados, la fibra no hace acto de presencia en ninguno de ellos. Y se hace a propósito: a menudo se elimina la fibra en la creación de alimentos procesados porque su presencia es problemática si intentas conservar los alimentos durante mucho tiempo.

Una fresa fresca, y el aspecto que tiene después de congelarla durante la noche y luego descongelarla.

Deja que te lo explique, y que admita que hubo fresas que sufrieron daños para poder hacer este experimento. Pon una fresa fresca en el congelador toda la noche. A la mañana siguiente sácala y deja que se descongele en un plato. Si intentas comértela estará blanda. ¿Por qué? Porque la fibra se ha roto en fragmentos más pequeños durante el proceso de congelación y descongelación. La fibra sigue ahí (y aún tiene beneficios para la salud), pero la textura no es la misma.

A menudo se elimina la fibra de la comida procesada para que se pueda congelar, descongelar y finalmente pueda acabar en las estanterías de nuestra despensa sin haber perdido la textura. Coge el ejemplo de la harina blanca: la fibra se halla en el germen y en el salvado (la cáscara externa) del grano de trigo, así que se elimina el salvado durante la molienda.

Cuando las partes almidonadas de las plantas se procesan para crear productos de venta en supermercados, se elimina la fibra. Las semillas y las raíces repletas de fibra se convierten en panes o patatas almidonados (y normalmente se les añade azúcar).

Para que los productos de supermercado tengan tanto éxito, también se les aplica otro proceso: se aumenta su grado de dulzor. Las bases para procesar alimentos son primero eliminar la fibra y luego concentrar el almidón y los azúcares.

Y es que, realmente, cuando a los humanos nos gusta algo, solemos llevarlo al extremo. El olor de rosas frescas complace nuestros sentidos, así que la industria de la perfumería destila miles de toneladas de pétalos de rosa y los concentra en aceites esenciales, los embotella y los pone a disposición de todo el mundo en todas partes, en cualquier momento. De una forma parecida, la industria alimentaria quiso destilar y concentrar el sabor más deseado de la naturaleza: la dulzura.

Puede que te preguntes por qué nos gusta tanto lo dulce. Porque en la Edad de Piedra el sabor dulce indicaba que un alimento era seguro (no existen alimentos que sean dulces y venenosos a la vez) y que estaba repleto de energía. En un momento en el que no era fácil encontrar comida, comerse todas las frutas antes de que pudiera comérselas otro era una ventaja, así que evolucionamos sintiendo placer al probar algo dulce.

Cuando lo hacemos, un chute de una sustancia química llamada dopamina inunda nuestro cerebro. Es la misma sustancia que se libera cuando tenemos relaciones sexuales, jugamos a videojuegos, navegamos por las redes sociales o, con consecuencias más peligrosas, bebemos alcohol, fumamos cigarrillos o consumimos drogas ilegales.[1] Y nunca tenemos suficiente.

En un estudio de 2016, se les proporcionó a unos ratones una palanca con la que podían activar sus propias neuronas con dopamina (gracias a un sensor óptico especial).[2] Los científicos observaron un comportamiento peculiar: si los dejaban solos, los ratones se pasaban todo el rato apretando la palanca para activar sus neuronas con dopamina una y otra vez. Dejaron de comer y de beber hasta el punto de que al final los científicos tuvieron que acabar con el experimento, porque de lo contrario, los ratones se hubieran muerto. La obsesión que tenían esos ratones con la dopamina les había hecho olvidar sus necesidades básicas. Todo esto era para decir que a los animales, incluidos los humanos, les gusta mucho la dopamina. Y comer alimentos dulces es una manera fácil de tener un chute de dopamina.

Hace una eternidad que las plantas concentran glucosa, fructosa y sacarosa, pero resulta que hace unos pocos milenios, los humanos empezaron a hacer lo mismo: comenzaron a cultivar plantas para que, entre otras cosas, la fruta fuera aún más dulce.

Los plátanos ancestrales (imagen superior) son como los ideó la naturaleza: llenos de fibra, con una pequeña cantidad de azúcar. Los plátanos del siglo XXI (imagen inferior) son el resultado de muchas generaciones de cultivos intentando reducir la fibra y aumentar el azúcar.

Las frutas que comemos actualmente son más grandes y más dulces que hace miles de años.

Más tarde, hirviendo la caña de azúcar y cristalizando su jugo, los humanos crearon el azúcar de mesa: cien por cien sacarosa. Este nuevo producto se hizo muy famoso en el siglo XVIII. Como creció la demanda, crecieron también los horrores de la esclavitud: millones de esclavos fueron trasladados a zonas húmedas del mundo para cultivar caña de azúcar y producir azúcar de mesa.

Las fuentes de azúcar han ido cambiando con el tiempo (actualmente extraemos sacarosa de la remolacha y del maíz), pero independientemente de la planta que se utilice, la sacarosa obtenida que se añade a la comida procesada es la copia química de la sacarosa que se halla en la fruta. La única diferencia es la concentración.

Tanto las golosinas (por ejemplo, las gominolas) como la fruta (por ejemplo, las cerezas) contienen azúcar. Pero el azúcar que contienen las gominolas está hiperconcentrado.

El azúcar cada vez se ha concentrado más y es más accesible que nunca: hemos pasado de comer fruta de temporada en la era prehistórica y cantidades minúsculas de sacarosa en el siglo XIX (si llegabas a comer una barrita de chocolate en toda tu vida, eras un afortunado), a comer, en la actualidad, más de cuarenta y dos kilos de azúcar al año.[3]

Seguimos comiendo cada vez más azúcar porque a nuestro cerebro le cuesta refrenar las ansias de ingerir productos que saben como la fruta.[4] Lo dulce y la dopamina nos proporcionan una sensación de recompensa eterna.

Incluso hemos convertido los tomates en una versión aún más dulce: el kétchup.

Tal y como demuestra el experimento con los ratones, es importante entender que la tendencia de ir a por una barrita de chocolate no es culpa nuestra. No es un problema de fuerza de voluntad, ni mucho menos. Nuestra programación intrínseca y antigua nos dice que comer golosinas es una buena jugada.

Sheryl Crow canta: «Si te hace feliz, no puede ser tan malo». Necesitamos glucosa para vivir y nos aporta placer.[5] Así que es lógico que nos preguntemos por qué parece tan grave que comamos de más.

En muchos casos, más no es necesariamente mejor. Si riegas demasiado una planta, se ahoga; si un humano inhala demasiado oxígeno, se desmaya. Pues lo mismo pasa con la glucosa. Hay una cantidad de glucosa que es la adecuada para nosotros: la justa para que nos sintamos genial, saltemos de aquí para allá, vayamos a trabajar, salgamos con otros humanos, vivamos, riamos y amemos. Pero somos capaces de ingerir glucosa en exceso. Y demasiada glucosa nos hace daño, y a menudo no nos damos ni cuenta de ello.

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