La otra vida

La otra vida

Edgardo Cozarinsky • TiempoDeLectura19min


Pocos minutos después de ser atropellado por un Peugeot 3008, que prosiguió sin detenerse hacia la avenida Almirante Brown, Antonio Graziani se incorporó en medio de la calzada desierta de Paseo Colón y cruzó hacia Parque Lezama. No dudó siquiera un instante de que estaba muerto, pero esta certeza no le impidió respirar hondamente el aire ya fresco, esa brisa que alivia el calor a fines de una noche de diciembre. Aún no eran las cinco y ya empezaba a clarear con la primera, tímida luz del día.

   No le llamó la atención la ausencia de heridas visibles, de todo dolor. Se sacudió someramente el polvo adherido a la ropa, pasó sin detenerse ante la iglesia ortodoxa de la calle Brasil, que tanto lo intrigaba en su infancia, y echó una mirada rápida a las persianas bajas del restaurante que en años recientes había frecuentado. Se dirigía al bar Británico, confiado en que estaría abierto, como solía, las veinticuatro horas. No se equivocaba. Dos mesas solamente estaban ocupadas y en una de ellas reconoció a Gustavo Trench, un amigo muerto dos años atrás.

   —Antonio… No sabía… —Trench se mostró auténticamente sorprendido—. ¿Desde cuándo?

   —Hace unos minutos. Me atropelló un auto cuando cruzaba Paseo Colón.

   Una mujer sin edad salió de atrás de la barra y se acercó a ellos. Sus ojos se hundían en una intrincada red de arrugas, el maquillaje de colores vivos parecía señalar el lugar que habían ocupado rasgos ya vencidos, el pelo se elevaba en una rígida composición color caoba. Sin una palabra, interrogó con la mirada a Antonio. Este señaló lo que bebía su amigo. La miró alejarse: le había parecido curiosamente ausente bajo la efusión de maquillaje y tintura, ahora le parecía casi transparente. Trench percibió su extrañeza.

   —Ya pronto se va a borrar —informó—. Hace casi tres años que murió.

   La mujer volvió con un vaso de fernet. Antonio bebió un trago, otro, y se quedó mirando el líquido oscuro donde flotaban dos cubitos de hielo; no dijo una palabra, pero Trench, de nuevo, creyó necesario explicar.

   —Sí, tiene el mismo gusto. ¿Qué esperabas? —Tras un momento de silencio, continuó—. Vas a encontrar todo igual. Pero a los que no vas a encontrar es a los que todavía no cruzaron la línea. Solamente nos vas a ver a nosotros, en los mismos lugares, con la misma cara y la misma voz. A los otros no los vas a ver ni vas a poder comunicarte con ellos.

   Antonio no respondió. Se sentía perplejo, menos por la existencia nueva que le iban descubriendo que por su falta de asombro, más aún: por su serena aceptación de lo que, minutos antes, lo hubiera llenado de miedo. Se quedó mirando a la mujer del bar, que parecía hacer unas cuentas en un cuaderno de tapas duras y cada tanto se llevaba a la boca un lápiz para mojar la punta con saliva.

   Trench se sentía obligado a guiar los primeros pasos del amigo en territorio incógnito.

   —Como te dije: tres años.

   —¿Y después?

   —No sé. Los que saben ya no pueden contar.



   Había amanecido. Los amigos salieron a la calle. La brisa de fin de la noche no se había extinguido del todo con la salida del sol, aún agitaba levemente los follajes del parque y parecía invitarlos a una pausa. Se sentaron en un banco y permanecieron en silencio.

   Así que es esto, pensó Antonio. Vio pasar a un chico que hacía rebotar una pelota contra las baldosas de la vereda y se quedó mirándolo alejarse, acostumbrándose a la idea de que tampoco él estaba vivo. Más tarde esa extrañeza se fue gastando, se diluyó en una contemplación ociosa: observaba a una señora de cuya bolsa del mercado asomaban puerros y apios, a un hombre de traje y corbata que detuvo un taxi y subió a él. Sentía una confusa solidaridad con todos ellos, pero también ese sentimiento lo fue perdiendo a medida que el día se afianzaba.

   Trench había vuelto a hablar y Antonio escuchaba, ya sin demasiada atención, sus explicaciones. La verdad es que no le importaba nada de lo que oía. Lo único que se había instalado en su atención, y desplazaba toda otra cosa, era el plazo de tres años que se abría ante él como duración de esta nueva vida, residuo engañoso de la anterior. Si no podría ver ni relacionarse con quienes aún vivían, ¿con quiénes se encontraría? ¿Quiénes habían muerto en los tres años anteriores? Ese límite le despertaba cierta curiosidad y también anunciaba súbitamente una libertad inesperada: lo eximía de proyectos y economías, le prometía una exploración, que se le aparecía rica en sorpresas, de la ciudad donde había vivido, ahora habitada por tantas existencias en suspenso, como la suya. Las precisiones y advertencias que Trench encadenaba, escuchando satisfecho sus propias palabras, le aburrían como esas novelas de ciencia ficción que creen necesario acumular detalles técnicos sobre cómo se articulan realidades paralelas en un mismo tiempo y espacio. Antonio había aceptado inmediatamente el carácter de la existencia que lo esperaba, del mismo modo en que había dado por sentada, sin patetismo, su nueva condición.

   Una hora más tarde, ya visible el sol, el agobio de fin de año pesando sobre la ciudad, estaba apostado ante la puerta del edificio de departamentos de la calle Chacabuco donde había vivido hasta el día anterior. ¿Seguiría viviendo allí en su nueva existencia? No vio, por supuesto, al portero, que a esa hora debía estar baldeando la vereda; en cambio vio aparecer a la viuda del segundo piso: la habían encontrado sin vida varios días después de notar que ya no salía a la hora habitual, devota como era de la misa de ocho, la misma a la que sin duda se dirigía ahora, fiel, en su nueva existencia.

   Subió al décimo piso. La llave del departamento abrió sin problemas la puerta; previsiblemente, según Trench le había explicado, no pudo ver a su mujer ni a sus dos hijos, que deberían estar desayunando, ellos sin duda indiferentes, ella almacenando rencor ante esta nueva ausencia del marido. Pronto recibirían la noticia, deberían reconocer el cadáver en la morgue, celebrar alguna ceremonia fúnebre. Él, afortunadamente, no podría verla ni verlos. Prefirió no quedarse en ese espacio que de pronto sintió ajeno, un resumen de todo lo que, de un instante a otro, sin habérselo propuesto, había descartado de su vida. De todo lo que durante tres años no iba a pesarle. Tomó un libro al azar, cuentos de un autor ruso, y salió cuidando de no hacer ruido, aunque recordó que su familia no podría oírlo.

   No estaba cansado a pesar de no haber dormido. Caminó hacia el centro de la ciudad, sin prestar ya atención a los transeúntes que pasaban a su lado, sin que estos tampoco se interesasen en él. Se detuvo en la esquina de 25 de Mayo y Sarmiento, ante un edificio cuyos pilares y bajorrelieves tenían la solidez sin alarde de tiempos pasados; a un lado de la entrada, en una placa de metal, estaba grabado el perfil de un hombre de cuyo gorro surgían alas: Mercurio.

   Entró en ese espacio desconocido y se internó entre columnas de mármol y techos altos. Cantidad de hombres afiebrados y vociferantes, otros mudos y ensimismados, seguían las alzas y bajas en la cotización de acciones, las fluctuaciones en el cambio de divisas. Observó ese espectáculo como si se tratase de una representación teatral, hasta entender que efectivamente se trataba de una ficción. Esa agitación era vana: ni los valores ni las transacciones que la motivaban tenían lugar en un espacio real, y por real Antonio ya había empezado a entender el mundo de los vivos. Esos hombres obedecían a una disciplina, se entregaban al entusiasmo y la angustia de su existencia anterior. Acaso no pudiesen renunciar a los que habían sido sus gestos cotidianos y preferían ignorar que estaban discutiendo por valores que habían perecido en una catástrofe bursátil reciente, valores no menos muertos que ellos.

   La verdad es que todo el espectáculo de la vida cotidiana que iba descubriendo le parecía contaminado de irrealidad, sobre todo porque sus actores respetaban la conducta que había tenido sentido en su existencia anterior: empleados bancarios que comían de pie un sándwich en un bar atestado, personas de toda edad, silenciosas, absortas ante la pantalla de una PC en un locutorio, individuos de mirada esquiva que entregaban al transeúnte volantes de publicidad de algún «salón de masaje tailandés». Perplejo, impaciente, buscó refugio en el aire acondicionado de un cine; previsiblemente, no vio boletero ni acomodador, y en la sala solo unas pocas butacas ocupadas. El film, aunque incluía actores, era de animación, con efectos virtuales que buscaban asombrar, asustar, hacer reír. Al poco rato Antonio ya dormía.

   Era de noche cuando volvió a la calle. Caminó sin rumbo, y cuando advirtió que sus pasos lo llevaban hacia la estación Retiro, prefirió evitar el espectáculo de la multitud que sin duda seguía deambulando como todas las noches en el hall central, ahora a la espera de un tren posiblemente menos lleno que los tomados en su vida anterior, si es que no buscaban matar una hora o dos en una sociabilidad anónima. Eligió subir por la pendiente de la calle Juncal y se detuvo al llegar a la esquina de un palacio. Un vaho acre, como el residuo de una mezcla de alcoholes, se alzaba de la vereda. Inclinada ante las rejas de hierro forjado, una chica vomitaba. Parecía no tener más de doce años.

   Más adelante, en una cuadra poco iluminada, oyó gemidos que provenían de un zaguán. Se detuvo a una distancia que estimó prudente y la luz amarillenta del alumbrado público le permitió distinguir a la previsible pareja. La mujer se había bajado apenas unos centímetros el short blanco y respondía a la agitación del hombre con movimientos espasmódicos; de pronto, una mancha roja brotó entre sus piernas, su gemido se hizo más parecido al llanto, el hombre renovó su excitación y alcanzó casi inmediatamente el alivio de la descarga final.

   Por la calzada avanzaba un grupo de cartoneros empujando una carretilla con el botín de la noche; pasaron sin detenerse ante el episodio que había distraído a Antonio. Ellos también prosiguen con su vida anterior, pensó, ya desinteresado del zaguán. Por qué yo no, se preguntó; acaso, como a cualquier recién llegado, todo me parece nuevo, aún no se me ha convertido en espectáculo cotidiano.

   En ese momento se sintió cansado. Fue una sensación bienvenida. No iba a volver al departamento de la calle Chacabuco, donde podría dormir sin ser molestado por esa familia que ya no podía ver ni podía verlo, pero el hecho de saberlos allí, presentes en una existencia para él inaccesible, los convertía en fantasmas. Se rio al pensar que, si pudieran intuir su presencia, para ellos sería él el fantasma. Caminó unas cuadras más, llegó a una plaza cuyas rejas no estaban cerradas con candado, eligió el banco más lejano de la calle y se acostó.



   En el sueño lo esperaban, lejos de toda alucinación, dos percepciones que hubiese supuesto contradictorias: por un lado, la sensibilidad de su cuerpo a la rígida madera que, aunque no le impedía dormir, exigía a sus huesos frecuentes cambios de posición para que el sueño se instalara; por otro, el mismo sueño, donde vinieron a su encuentro muchos seres que aún no habían cruzado la línea, aquellos que en la vigilia ya no podía ver ni oír. Fue así como durante un par de horas creyó retomar la vida cotidiana que ya no podía ser suya.

   Al despertar tuvo un breve momento de desazón al recordar su nuevo estado, pero muy pronto lo ganó la curiosidad que ya la noche anterior había guiado sus pasos. El día, sin embargo, lo decepcionó: las multitudes que cruzaba en la calle no ofrecían a la mirada ninguna diferencia con las que el día anterior había observado; tenía que repetirse un «están muertos», cada vez menos urgente, para intentar desentrañar en actitudes sin misterio un matiz que las distinguiese del más banal paisaje conocido. Y ningún hallazgo recompensaba su busca. El sol castigaba las veredas estrechas del centro. Sintió, no sin asombro, que la transpiración ya le pegaba la camisa al cuerpo. A mediodía comió en un sushi bar de la calle Reconquista; pagó con una tarjeta de crédito, y no le produjo demasiado asombro que fuese aceptada y le presentaran el talón que debía firmar.

   Por la tarde, el agobio del verano ya no parecía venir del cielo sino de las calzadas, como si hubiesen guardado, y ahora devolvieran, el calor acumulado desde la mañana. Intentó de nuevo buscar refugio en el aire acondicionado de un cine. En la pantalla desfilaban piratas, abordajes, monstruos marinos y otros residuos de aventuras que alguna vez fueron ingenuas; ahora, el exceso de efectos especiales las volvía aparatosas, anodinas. Esta vez el sueño no acudió. Sin demasiada curiosidad paseó la mirada por la platea, menos desierta que la tarde anterior; sentada tres filas más adelante, le pareció reconocer a una mujer con la que había compartido un fin de semana en la costa atlántica, en un verano de su juventud.

   Cambió de asiento, pasó una fila más adelante, se colocó en posición diagonal hacia el perfil de esa mujer que no se distraía de la pantalla. Ahora estuvo seguro: era ella, aunque el nombre rehusaba acudir a su memoria. Volvió a avanzar, esta vez se sentó en la misma fila, a dos butacas de distancia, y le clavó los ojos con la esperanza de que esa insistencia la obligase a devolverle la mirada; así ocurrió, pocos minutos más tarde. Sí, era ella. Los años no habían desfigurado el rostro recordado, a lo sumo habían acentuado los rasgos, aunque posiblemente se tratase solo de una impresión debida a la penumbra intermitente, a la luz vacilante que llegaba de la pantalla, acaso al maquillaje. Hacía veinte años que no la veía… ¿Cuándo había muerto?

   Después de la primera mirada, fugaz, y de un esbozo de sonrisa, la mujer volvió a concentrarse en la pantalla. Molesto por esa indiferencia, Antonio pasó a sentarse al lado de la mujer; de pronto, había recuperado su nombre, y no iba a retirarse, ofendido por su silencio.

   —Laura. Sos Laura, no me digas que no. 

   Ella respondió sin quitar los ojos de la pantalla.

   —Sí, soy Laura, y vos sos Antonio. Esperaba encontrarme con vos en algún momento. En el diario de esta mañana está la noticia del accidente. ¿A quién se le ocurre cruzar Paseo Colón a las cuatro de la mañana, en una esquina con semáforos rotos? Sobre todo si, como supongo, habías estado bebiendo…

   Esas palabras dichas al desgano, el tono apenas irónico, la mirada que no se desviaba de la pantalla lo irritaron. Sin una palabra, se levantó y salió del cine. No había caminado media cuadra cuando oyó que lo llamaban por su nombre; le pareció reconocer la voz de Laura. Era ella. Venía por la vereda, sin prisa, y Antonio pudo verla mejor que en el cine. Lo primero que le llamó la atención fue la túnica color turquesa: le pareció un sari de la India, con una amplia pieza de tela echada sobre un hombro. Vieja hippie, pensó, y no pudo evitar un dejo de ternura. La cara, sí, era la de Laura, evidentemente restaurada pero sin los excesos habituales de la cirugía cosmética. Solo cuando la tuvo cerca advirtió que el sari, que parecía ocultar el brazo izquierdo, en realidad permitía disimular su ausencia.

   Le preguntó cuándo había llegado, no encontró mejor manera de decirlo, «entre nosotros»; al oír el eufemismo ella se rio y respondió con un vago «hace mucho». Antonio pronto descubrió que no tenían demasiado de que hablar; evitaba, con los ojos y la palabra, la amputación que parecía atraer irresistiblemente su mirada. Laura advirtió esa incomodidad y sin abandonar una sonrisa casi burlona respondió tardíamente.

   Hace diez años que llegué.



   Horas más tarde, lado a lado en la cama, Antonio hacía un recuento de diferencias y coincidencias a través de los años. Tuvo que admitir que la ausencia del brazo izquierdo había suscitado en él una curiosidad que podía confundirse con excitación: en más de un momento, se dejó ir a acariciar ese hombro apenas prolongado en un muñón. Apenas hubo terminado de (la expresión ahora le parecía irónica) «hacer el amor», Laura no había corrido hacia el baño como solía hacer en sus encuentros juveniles, aunque Antonio no recordaba si en tiempos de aquel fin de semana en la playa existía la píldora llamada del día siguiente. El acto mismo le pareció mecánico, el brazo derecho de Laura lo estrechaba con fuerza inesperada, las uñas clavadas en su espalda, los movimientos espasmódicos de pelvis, expresaban menos ardor que aplicación, una entrega demasiado parecida a la gimnasia. Actúa, pensó, como una actriz cansada en la segunda temporada de una obra que ya no le permite inventar variaciones.

   De estas reflexiones lo sacó el ruido de la puerta del departamento al abrirse. La abría alguien que tenía la llave. Se incorporó en la cama. Laura no se inquietó. En el vano de la puerta apareció un hombre que le pareció más o menos de su misma edad, llevaba el pelo crespo, largo y ralo recogido en la nuca con una gomita, un aro brillaba en su oreja izquierda; buena pareja, pensó Antonio, para una vieja hippie… Luego advirtió que el hombre vestía ropa de jogging y la pierna derecha del pantalón estaba doblada a la altura de la rodilla, allí donde la extremidad se cortaba.

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