La ocupación
La ocupación
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La noche siguiente, me desperté con taquicardia. Solo había dormido una hora. Había en mí un sufrimiento y una locura que tenía que expulsar a toda costa. Me levanté y crucé el salón hasta llegar al teléfono. Marqué el número de su móvil y dije en el contestador: «Ya no quiero verte más. ¡Pero no pasa nada!». Como en las comunicaciones por satélite, oía mi voz a distancia, mi tono falsamente ligero acompañado de una risita que confirma el desvarío. Volví a la cama, y allí seguí sumida en el dolor. Era demasiado tarde para tomar un somnífero. Recordé y recité las oraciones de mi infancia, esperando sin duda que me hicieran el mismo efecto que antaño: la gracia o el sosiego. Con el mismo fin, me masturbé hasta el orgasmo. Antes de que amaneciera el dolor se había vuelto desproporcionado.
Tumbada bocabajo, percibí debajo de mí, en forma de alucinaciones, unas palabras que tenían la consistencia de las piedras, de las tablas de la ley. Sin embargo, los signos danzaban y se juntaban, se dislocaban, como los que flotan en la famosa «sopa de letras». Tenía que atrapar, costara lo que costara, aquellas palabras, eran las que necesitaba para liberarme, no había otras. Tenía miedo de que se escaparan. Hasta que no las escribiera, permanecería presa de la locura. Encendí la luz y las escribí en la primera página del libro que tenía en la mesilla, Jane Eyre. Eran las cinco de la madrugada. Dormir o no ya no tenía ninguna importancia. Acababa de escribir mi carta de ruptura.
La pasé a limpio al día siguiente, breve, concisa, carente de las estrategias habituales y sin reclamar respuesta alguna. Pensé que acababa de pasar por la «Noche del Walpurgis clásico», aunque no supiera a ciencia cierta qué significa ese título de un poema de Verlaine cuyo contenido he olvidado.
(Dar un título a los momentos de la vida de uno, como se hace en la escuela con los fragmentos literarios, ¿puede ser un buen medio para controlarla?).
No contestó a la carta. Más adelante nos llamamos por teléfono alguna que otra vez, de forma meramente fática. Eso también se acabó.
Cuando me acuerdo de su sexo, lo veo igual que la primera noche, cruzándole el vientre a la altura de mi vista en la cama donde estaba yo acostada; grande y potente, turgente y con la punta en forma de maza. Como un sexo desconocido en una escena que estuviera viendo en el cine.
Me hice la prueba del sida. Se ha convertido en una costumbre semejante a la de ir a confesarme cuando era una adolescente, una especie de rito de purificación.
Ya no tengo ningunas ganas de buscar el nombre de la otra mujer ni nada que tenga que ver con ella (aviso que declino de antemano las solícitas ofertas de eventuales informadores[1]). He dejado de verla en el cuerpo de todas las mujeres con las que me cruzo. Ya no voy siempre ojo avizor cuando camino por París. Ni cambio de emisora de radio cuando oigo I’ll be waiting. A veces tengo la sensación de haber perdido algo, casi como el que se da cuenta de que ya no necesita fumar o drogarse.
Escribir ha sido una manera de salvar lo que ha dejado de ser mi realidad, es decir una sensación que se apoderaba de mí de la cabeza a los pies en la calle, pero que se ha convertido en «la ocupación», un tiempo circunscrito y concluido.
He acabado de extraer las figuras de un imaginario librado a los celos, de los que fui presa y espectadora, de clasificar los tópicos que proliferaban sin control posible en mi pensamiento, de describir toda esa retórica interior espontánea, ávida y dolorosa, destinada a obtener a cualquier precio la verdad, y —pues de eso es de lo que se trata— la felicidad. He conseguido llenar con palabras la imagen y el nombre ausentes de la que, durante seis meses, siguió maquillándose, acudiendo a sus clases, hablando y corriéndose sin pensar que también vivía en otro lugar, en la cabeza y en la piel de otra mujer.
Volví a Venecia el verano pasado. Vi de nuevo el campo Santo Stefano, la iglesia de San Trovaso, el restaurante Locanda Montin y naturalmente la Fondamenta delle Zattere, todos los lugares por los que pasé con W. Ya no había flores en la terraza frente a la habitación que ocupé con él en el anexo del hotel La Calcina, las contraventanas estaban echadas. En la calle, la persiana del café Cucciolo estaba bajada y había desaparecido el rótulo. En La Calcina me dijeron que el anexo llevaba dos años cerrado. Sin duda venderán la casa para hacer apartamentos. Seguí hacia la Dogana da Mar, pero había obras y no se podía pasar. Me senté junto al muro de los Magazzini del Sale, ahí donde el agua se desborda y se estanca en forma de charcos a lo largo del muelle. Del otro lado del canal, en la Giudecca, las fachadas de San Giorgio Maggiore y del Redentore están cubiertas por lonas. En el otro extremo se yergue la masa negra, intacta, del Molino Stucky, abandonado.
mayo-junio y septiembre-octubre de 2001
[1] Quienes, por ejemplo, hubieran descifrado el sistema de desfase que he empleado —por discreción, o por alguna motivación más o menos consciente— para las iniciales y las localizaciones demasiado precisas. <<
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