La máquina del tiempo

La máquina del tiempo


14. La visión más distante

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14La visión más distante

Ya les he narrado las náuseas y la confusión que produce el viajar a través del tiempo. Y ahora no estaba yo bien sentado en el sillín, sino puesto de lado y de un modo inestable. Durante un tiempo indefinido me agarré a la máquina que oscilaba y vibraba sin preocuparme en absoluto cómo iba, y cuando quise mirar los cuadrantes de nuevo, me dejó asombrado ver adónde había llegado. Uno de los cuadrantes señala los días; otro, los millares de días; otro, los millones de días, y otro, los miles de millones. Ahora, en lugar de poner las palancas en marcha atrás las había puesto en posición de marcha hacia delante, y cuando consulté aquellos indicadores vi que la aguja de los millares tan de prisa como la del segundero de un reloj giraba hacia el futuro.

Entretanto, un cambio peculiar se efectuaba en el aspecto de las cosas. La palpitación grisácea se tornó obscura; entonces —aunque estaba yo viajando todavía a una velocidad prodigiosa— la sucesión parpadeante del día y de la noche, que indicaba por lo general una marcha aminorada, volvió cada vez más acusada. Esto me desconcertó mucho al principio. Las alternativas de día y de noche se hicieron más y más lentas, así como también el paso del Sol por el cielo, aunque parecían extenderse a través de las centurias. Al final, un constante crepúsculo envolvió la Tierra, un crepúsculo interrumpido tan solo de vez en cuando por el resplandor de un cometa en el cielo entenebrecido. La faja de luz que señalaba el Sol había desaparecido hacía largo rato, pues el Sol no se ponía; simplemente se levantaba y descendía por el oeste, mostrándose más grande y más rojo. Todo rastro de la Luna se había desvanecido. Las revoluciones de las estrellas, cada vez más lentas, fueron substituidas por puntos de luz que ascendían despacio. Al final, poco antes de hacer yo alto, el Sol rojo e inmenso se quedó inmóvil sobre el horizonte: una amplia cúpula que brillaba con un resplandor empañado, y que sufría de vez en cuando una extinción momentánea. Una vez se reanimó un poco mientras brillaba con más fulgor nuevamente, pero recobró en seguida su rojo y sombrío resplandor. Comprendí que por aquel aminoramiento de su salida y de su puesta se realizaba la obra de las mareas. La Tierra reposaba con una de sus caras vuelta hacia el Sol, del mismo modo que en nuestra propia época la Luna presenta su cara a la Tierra. Muy cautelosamente, pues recordé mi anterior caída de bruces, empecé a invertir el movimiento. Giraron cada vez más despacio las agujas hasta que la de los millares pareció inmovilizarse y la de los días dejó de ser una simple nube sobre su cuadrante. Más despacio aún, hasta que los vagos contornos de una playa desolada se hicieron visibles.

Me detuve muy delicadamente y, sentado en la Máquina del Tiempo, miré alrededor. El cielo ya no era azul.

Hacia el nordeste era negro como tinta, y en aquellas tinieblas brillaban con gran fulgor, incesantemente, las pálidas estrellas. Sobre mí era de un almagre intenso y sin estrellas, y al sudeste se hacía brillante, llegando a un escarlata resplandeciente hasta donde, cortado por el horizonte, estaba el inmenso disco del Sol, rojo e inmóvil. Las rocas a mi alrededor eran de un áspero color rojizo, y el único vestigio de vida que pude ver al principio fue la vegetación intensamente verde que cubría cada punto saliente sobre su cara del sudeste. Era ese mismo verde opulento que se ve en el musgo de la selva o en el liquen de las cuevas: plantas que, como estas, crecen en un perpetuo crepúsculo.

La máquina se había parado sobre una playa en pendiente. El mar se extendía hacia el sudeste, levantándose claro y brillante sobre el cielo pálido. No había allí ni rompientes ni olas, pues no soplaba ni una ráfaga de viento. Solo una ligera y oleosa ondulación mostraba que el mar eterno aún se agitaba y vivía. Y a lo largo de la orilla, donde el agua rompía a veces, había una gruesa capa de sal rosada bajo el cielo espeluznante. Sentía una opresión en mi cabeza, y observé que tenía la respiración muy agitada. Aquella sensación me recordó mi único ensayo de montañismo, y por ello juzgué que el aire debía estar más enrarecido que ahora.

Muy lejos, en lo alto de la desolada pendiente, oí un áspero grito y vi una cosa parecida a una inmensa mariposa blanca inclinarse revoloteando por el cielo y, dando vueltas, desaparecer sobre unas lomas bajas. Su chillido era tan lúgubre, que me estremecí, asentándome con más firmeza en la máquina. Mirando nuevamente a mi alrededor vi que, muy cerca, lo que había tomado por una rojiza masa de rocas se movía lentamente hacia mí. Percibí entonces que la cosa era en realidad un ser monstruoso parecido a un cangrejo. ¿Pueden ustedes imaginar un cangrejo tan grande como aquella masa, moviendo lentamente sus numerosas patas, bamboleándose, cimbreando sus enormes pinzas, sus largas antenas, como látigos de carretero, ondulantes tentáculos, con sus ojos acechándoles centelleantes a cada lado de su frente metálica? Su lomo era rugoso y adornado de protuberancias desiguales, y unas verdosas incrustaciones lo recubrían aquí y allá. Veía yo, mientras se movía, los numerosos palpos de su complicada boca agitarse y tantear.

Mientras miraba con asombro aquella siniestra aparición que se arrastraba hacia mí, sentí sobre mi mejilla un cosquilleo como si una mosca se posase en ella. Intenté apartarla con la mano, pero al momento volvió, y casi inmediatamente sentí otra sobre mi oreja. La apresé y cogí algo parecido a un hilo. Se me escapó rápidamente de la mano. Con una náusea atroz me volví y pude ver que había atrapado la antena de otro monstruoso cangrejo que estaba detrás de mí. Sus ojos malignos ondulaban sus pedúnculos, su boca estaba animada de voracidad, y sus recias pinzas torpes, untadas de un limo algáceo, iban a caer sobre mí. En un instante mi mano asió la palanca y puse un mes de intervalo entre aquellos monstruos y yo. Pero me encontré aún en la misma playa y los vi claramente en cuanto paré. Docenas de ellos parecían arrastrarse aquí y allá, en la sombría luz, entre las capas superpuestas de un verde intenso.

No puedo describir la sensación de abominable desolación que pesaba sobre el Mundo. El cielo rojo al oriente, el norte entenebrecido, el salobre Mar Muerto[29], la playa cubierta de guijarros donde se arrastraban aquellos inmundos, lentos y excitados monstruos; el verde uniforme de aspecto venenoso de las plantas de liquen, aquel aire enrarecido que desgarraba los pulmones: todo contribuía a crear aquel aspecto aterrador. Hice que la máquina me llevase cien años hacia delante; y había allí el mismo Sol rojo —un poco más grande, un poco más empañado—, el mismo mar moribundo, el mismo aire helado y el mismo amontonamiento de los bastos crustáceos entre la verde hierba y las rojas rocas. Y en el cielo occidental vi una pálida línea curva como una enorme Luna nueva.

Viajé así, deteniéndome de vez en cuando, a grandes zancadas de mil años o más, arrastrado por el misterio del destino de la Tierra, viendo con una extraña fascinación cómo el Sol se tornaba más grande y más empañado en el cielo de occidente, y la vida de la vieja Tierra iba decayendo. Al final, a más de treinta millones de años de aquí, la inmensa e intensamente roja cúpula del Sol acabó por obscurecer cerca de una décima parte de los cielos sombríos. Entonces me detuve una vez más, pues la multitud de cangrejos había desaparecido, y la rojiza playa, salvo por sus plantas hepáticas y sus líquenes de un verde lívido, parecía sin vida. Y ahora estaba cubierta de una capa blanca. Un frío penetrante me asaltó. Escasos copos blancos caían de vez en cuando, remolineando. Hacia el nordeste, el relumbrar de la nieve se extendía bajo la luz de las estrellas de un cielo negro, y pude ver las cumbres ondulantes de unas lomas de un blanco rosado. Había allí flecos de hielo a lo largo de la orilla del mar, con masas flotantes más lejos; pero la mayor extensión de aquel océano salado, todo sangriento bajo el eterno Sol poniente, no estaba helada aún.

Miré a mi alrededor para ver si quedaban rastros de alguna vida animal. Cierta indefinible aprensión me mantenía en el sillín de la máquina. Pero no vi moverse nada, ni en la tierra, ni en el cielo, ni en el mar. Solo el légamo verde sobre las rocas atestiguaba que la vida no se había extinguido. Un banco de arena apareció en el mar y el agua se había retirado de la costa. Creí ver algún objeto negro aleteando sobre aquel banco, pero cuando lo observé permaneció inmóvil. Juzgué que mis ojos se habían engañado y que el negro objeto era simplemente una roca. Las estrellas en el cielo brillaban con intensidad, y me pareció que centelleaban muy levemente.

De repente noté que el contorno occidental del Sol había cambiado; que una concavidad, una bahía, aparecía en la curva. Vi que se ensanchaba. Durante un minuto, quizá, contemplé horrorizado aquellas tinieblas que invadían lentamente el día, y entonces comprendí que comenzaba un eclipse. La luna o el planeta Mercurio pasaban ante el disco solar. Naturalmente, al principio me pareció que era la Luna, pero me inclino grandemente a creer que lo que vi en realidad era el tránsito de un planeta interior que pasaba muy próximo a la Tierra.

La obscuridad aumentaba rápidamente; un viento frío comenzó a soplar en ráfagas refrescantes del este, y la caída de los copos blancos en el aire creció en número. De la orilla del mar vinieron una agitación y un murmullo. Fuera de estos ruidos inanimados el Mundo estaba silencioso. ¿Silencioso? Sería difícil describir aquella calma. Todos los ruidos humanos, el balido del rebaño, los gritos de los pájaros, el zumbido de los insectos, el bullicio que forma el fondo de nuestras vidas, todo eso había desaparecido. Cuando las tinieblas se adensaron, los copos remolineantes cayeron más abundantes, danzando ante mis ojos. Al final, rápidamente, uno tras otro, los blancos picachos de las lejanas colinas se desvanecieron en la obscuridad. La brisa se convirtió en un viento quejumbroso. Vi la negra sombra central del eclipse difundirse hacia mí. En otro momento solo las pálidas estrellas fueron visibles. Todo lo demás estaba sumido en las tinieblas. El cielo era completamente negro.

Me invadió el horror de aquellas grandes tinieblas. El frío que me penetraba hasta los tuétanos y el dolor que sentía al respirar me vencieron. Me estremecí, y una náusea mortal se apoderó de mí. Entonces, como un arco candente en el cielo, apareció el borde del Sol. Bajé de la máquina para reanimarme. Me sentía aturdido e incapaz de afrontar el viaje de vuelta. Mientras permanecía así, angustiado y confuso, vi de nuevo aquella cosa movible sobre el banco —no había ahora equivocación posible de que la cosa se movía— resaltar contra el agua roja del mar. Era una cosa redonda, del tamaño de un balón de fútbol, quizá, o acaso mayor, con unos tentáculos que le arrastraban por detrás; parecía negra contra las agitadas aguas rojo sangre, y brincaba torpemente de aquí para allá. Entonces sentí que me iba a desmayar. Pero un terror espantoso a quedar tendido e impotente en aquel crepúsculo remoto y tremendo me sostuvo mientras trepaba sobre el sillín.

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