La mujer del boticario

La mujer del boticario

Antón Chéjov • TiempoDeLectura8min

La pequeña ciudad de B., compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Sólo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.

Hace tiempo que todo duerme. Tan solo la joven esposa del boticario Chernomórdik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué…? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente… Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomórdik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con alfileres, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!

La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.

«Son oficiales que vuelven de casa del jefe de policía y van a su campamento», piensa la mujer del boticario.

Poco después, en efecto, surgen dos figuras vestidas de uniforme militar blanco. Una es grande y gruesa; otra, más pequeña y delgada. Con un andar perezoso y acompasado, pasan despacio junto a la verja, conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la botica, ambas figuras retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.

—Huele a botica –dice el oficial delgado–. ¡Claro…, como que es una botica…! ¡Ah…! ¡Ahora que me acuerdo… la semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí es donde hay un boticario con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada…! Con una como ésa, exactamente, venció Sansón a los filisteos.

—Si… –dice con voz de bajo el gordo–. Ahora la botica está dormida… La boticaria estará también dormida… Aquí, Obtésov, hay una boticaria muy guapa.

—La he visto. Me gusta mucho. Diga, doctor: ¿podrá querer a ese de la quijada? ¿Será posible?

—No. Seguramente no lo quiere –suspira el doctor con expresión de lástima hacia el boticario–. ¡Ahora, guapita…, estarás dormida detrás de esa ventana…! ¿No crees, Obtésov? Estará con la boquita entreabierta, tendrá calor… las piernas colgando fuera de la cama… El imbécil del boticario no sabe apreciar lo que tiene en casa. Para él, probablemente, una mujer y una botella de lejía es lo mismo.

—Oiga, doctor… –dice el oficial, parándose– ¿Y si entráramos en la botica a comprar algo? Puede que viéramos a la boticaria.

—¡Qué ocurrencia! ¿Por la noche?

—¿Y qué…? También por la noche tienen obligación de despachar. Anda, amigo… Vamos.

—Como quieras.

La boticaria, escondida tras los visillos, oye un fuerte campanillazo y, con una mirada a su marido, que continúa roncando y sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido, mete los pies desnudos en los zapatos y corre a la botica.

A través de la puerta de cristal, se distinguen dos sombras. La boticaria aviva la luz de la lámpara y corre hacia la puerta para abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya no tiene ganas de llorar, y el corazón le late con fuerza. El médico, gordinflón, y el delgado Obtésov entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y tripudo médico tiene la tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al menor movimiento le cruje la guerrera y le brota el sudor en el rostro. El oficial es de tez rosada y sin bigote, afeminado y flexible como una fusta inglesa.

—¿Qué desean ustedes? –pregunta la boticaria, ajustándose el vestido.

—Denos… quince kopeks de pastillas de menta.

La boticaria, sin apresurarse, coge del estante un frasco de cristal y empieza a pesar las pastillas. Los compradores, sin pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos como un gato satisfecho, mientras el teniente permanece muy serio.

—Es la primera vez que veo a una señora despachando en una botica –dice el médico.

—¡Qué tiene de particular! –contesta la boticaria mirando de soslayo el rosado rostro de Obtésov–. Mi marido no tiene mancebo, por lo que siempre lo ayudo yo.

—¡Claro…! Tiene usted una botiquita muy bonita… ¡Y qué cantidad de frascos distintos…! ¿No le da miedo moverse entre venenos…? ¡Brrr…!

La boticaria pega el paquetito y se lo entrega al médico. Obtésov saca los quince kopeks. Trascurre medio minuto en silencio… Los dos hombres se miran, dan un paso hacia la puerta y se miran otra vez.

—Deme diez kopeks de sosa –dice el médico.

La boticaria, otra vez con gesto perezoso y sin vida, extiende la mano hacia el estante.

—¿No tendría usted aquí, en la botica, algo… –masculla Obtésov haciendo un movimiento con los dedos–. ya sabe, algo alegórico, algo tonificante…, agua de Seltz… o…? ¿Tiene agua de Seltz?

—Si, tengo –contesta la boticaria.

—¡Bravo…! ¡No es usted una mujer! ¡Es usted un hada…! ¿Podría darnos tres botellas…?

La boticaria pega apresurada el paquete de sosa y desaparece en la oscuridad, tras de la puerta.

—¡Un fruto como éste no se encontraría ni en la isla de Madeira! ¿No le parece, Obtésov? Pero escuche… ¿no oye usted un ronquido? Es el propio señor boticario, que duerme.

Pasa un minuto, la boticaria vuelve y deposita cinco botellas sobre el mostrador. Como acaba de bajar al sótano, está encendida y algo agitada.

—¡Chist! –dice Obtésov cuando ella, al abrir las botellas, tira el sacacorchos–. No haga tanto ruido, que se va a despertar su marido.

—¿Y qué importa que se despierte?

—Es que estará dormido tan tranquilamente… soñando con usted… ¡A su salud!

—¡Bah…! –dice con su voz de bajo el médico, después de eructar y de beber agua de Seltz–. ¡Los maridos son tan aburridos que harían bien en estar todo el tiempo dormidos! ¡Oh, si a esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!

—¡Qué cosas tiene! –ríe la boticaria.

—Sería magnífico. ¡Qué lástima que en las boticas no se venda nada basado en alcohol! Por cierto, ustedes deben vender el vino como medicina. Y vinum gallicum rubrum…, ¿tiene usted?

—Sí, lo tenemos.

—Muy bien; pues tráiganoslo, ¡qué diablo…! ¡Tráigalo!

—¿Cuánto quieren?

—¡Cuantum satis! Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No es verdad? Primero con agua, y después, per se.

El médico y Obtésov se sientan al lado del mostrador, se quitan los gorros y se ponen a beber vino tinto.

—¡Hay que confesar que es malísimo! ¡Que es un vinum plochissimum!

—Pero con una presencia así… parece un néctar.

—¡Es usted maravillosa, señora! Le beso la mano con el pensamiento.

— Pues yo daría mucho por besarla de verdad –dice Obtésov–. ¡Palabra de honor que daría la vida!

—¡Déjese de tonterías! –dice la señora Chernomórdik, sofocándose y poniendo cara seria.

—Pero ¡qué coqueta es usted…! –ríe despacio el médico, mirándola con picardía–. Sus ojitos disparan, ¡pif, paf!, y tenemos que felicitarla por su victoria, porque nosotros somos los conquistados.

La boticaria mira los rostros sonrosados, escucha su charla y no tarda en animarse a su vez. ¡Oh…! Ya está alegre, ya toma parte en la conversación, ríe y coquetea, y por fin después de hacerse rogar mucho de los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.

—Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a menudo a la ciudad desde el campamento –dice–, porque esto, si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!

—Lo creo –se espanta el médico–. ¡Una niña tan bonita! ¡Una maravilla así de la naturaleza, y en un rincón tan recóndito! ¡Qué maravillosamente bien lo dijo Griboiédov! «¡En un lugar perdido! ¡En Saratov…!» Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos. Encantados de haberla conocido…, encantadísimos… ¿Qué le debemos?

La boticaria alza los ojos al techo y mueve los labios durante largo rato.

—Doce rublos y cuarenta y ocho kopeks –dice.

Obtésov saca del bolsillo una gruesa cartera, revuelve durante largo tiempo un fajo de billetes y paga.

—Su marido estará durmiendo tranquilamente… estará soñando… –balbucea al despedirse, mientras estrecha la mano de la boticaria.

—No me gusta oír tonterías.

—¿Tonterías? Al contrario… Éstas no son tonterías… Hasta el mismo Shakespeare decía: “Bienaventurado aquel que en la juventud fue joven…”.

—¡Suelte mi mano!

Por fin, los compradores, tras larga charla, besan la mano de la boticaria e indecisos, como si se dejaran algo olvidado, salen de la botica.

Ella corre a su dormitorio y se sienta junto a la ventana. Ve cómo el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren perezosamente unos veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja. ¿De qué? Su corazón late, le laten las sienes también… ¿Por qué…? Ella misma no lo sabe. Su corazón palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en voz baja fuera a decidir su suerte.

Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtésov y se aleja, mientras que Obtésov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica… Tan pronto se detiene junto a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena el discreto tintineo de la campanilla.

La boticaria oye de pronto la voz de su marido, que dice:

—¿Qué…? ¿Quién es? Están llamando. ¿Es que no lo oyes…? ¡Qué desorden!

Se levanta, se pone el batín y, tambaleándose todavía de sueño y con las zapatillas en chancletas, se dirige a la botica.

—¿Qué es? ¿Qué quiere usted? –pregunta a Obtésov.

—Deme…, deme quince kopeks de pastillas de menta.

Respirando ruidosamente, bostezando, quedándose dormido al andar y dándose con las rodillas en el mostrador, el boticario se empina hacia el estante y coge el frasco…

Unos minutos después la boticaria ve salir a Obtésov de la botica, le ve dar algunos pasos y arrojar al camino lleno de polvo las pastillas de menta. Desde una esquina, el doctor le sale al encuentro. Al encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma matinal.

—¡Oh, qué desgraciada soy! –dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se desviste rápidamente para volverse a echar a dormir–. ¡Qué desgraciada soy! –repite.

Y de repente rompe a llorar con amargas lágrimas Y nadie… nadie sabe…

—Me he dejado olvidados quince kopeks en el mostrador –masculla el boticario, arropándose en la manta–. Haz el favor de guardarlos en la caja.

Y al punto se queda dormido.


 

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