La flecha negra

La flecha negra


Libro primero. Los dos mozalbetes. » 1. En la posada del Sol, de Kettley

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1. En la posada del Sol, de Kettley

SIR DANIEL Brackley y sus hombres pernoctaron aquella noche en Kettley, cómodamente alojados y protegidos por una buena guardia. Pero el caballero de Tunstall era uno de esos hombres cuya codicia es insaciable, y aun en aquel momento, a punto de meterse en una aventura que no sabía si había de favorecerle o arruinarle, ya estaba en pie a la una de la madrugada dispuesto a esquilmar a sus pobres vecinos. Solía dedicarse al tráfico de herencias en litigio; su método consistía en comprar los derechos del demandante que tuviese menos probabilidades de ganar y una vez hecho esto, valiéndose de la influencia que los lores tenían con el rey, se procuraba injustas sentencias a su favor; o, si eso era andarse con demasiados rodeos, se apoderaba del dominio en litigio por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliver para burlar la ley y conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de los lugares adquiridos por él de tal modo; recientemente había caído en sus garras y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios y de la opinión pública. Precisamente para imponer respeto y contener ese descontento acababa de llevar allí sus tropas.

—Una vez me haya yo cobrado lo que pueda, seré generoso contigo y te perdonaré el resto.

—¡Ay de mí, señor! Eso no puede ser… porque no sé escribir —contestó Condall.

—¡Qué pena! —dijo el caballero—. Porque entonces la cosa no tiene remedio. Yo que hubiera querido perdonarte, aun teniendo que violentar mi conciencia… Selden —añadió llamando a éste—: Coge a este viejo bandido con cuidado, llévale junto al olmo más próximo y cuélgale con cariño del pescuezo en sitio que yo pueda verle al pasar a caballo. Ve con Dios, pues, mi buen master Condall, apreciado master Tyndall; a todo galope vas hacia el Paraíso… Que Dios te acompañe.

—No, mi muy querido señor —replicó Condall dibujando una forzada y obsequiosa sonrisa—. Si tanto es vuestro empeño, haré cuanto pueda por complaceros y, aunque torpemente, ejecutaré vuestro mandato.

—Amigo —ordenó sir Daniel—, ahora tendrás que firmar por cuarenta. ¡Vamos, pronto! Eres demasiado marrullero para no tener más que setenta chelines. Selden, cuida de que firme en debida forma y ante los testigos necesarios.

Y sir Daniel, que era el más jocoso caballero de cuantos en Inglaterra pudieran hallarse, sorbió un trago de tibia cerveza y, recostándose cómodamente en su asiento, sonrió satisfecho.

Entretanto, el muchacho que estaba tendido en el suelo comenzó a agitarse, y pronto se halló sentado contemplando a los que le rodeaban con asustada expresión.

—¡Ven acá! —exclamó sir Daniel, y en tanto que el muchacho se levantaba y se le acercaba pausadamente, se recostó de nuevo en su asiento, riendo a carcajadas—. ¡Por la santa cruz! ¡Vaya un muchacho valiente!

Al mozalbete se le encendió el rostro de ira, y sus ojos negros relampaguearon con destellos de odio. Al verle de pie, resultaba más difícil precisar su edad. La expresión de su semblante le hacía parecer mayor; pero su rostro era fino y delicado como el de un niño, y, en cuanto al cuerpo, era desusadamente esbelto y delgado y su porte algo desmañado.

—Me habéis llamado, sir Daniel —murmuró—. ¿Fue únicamente para reíros de mi lastimoso estado?

—No, muchacho, no; pero deja que me ría —contestó el caballero—. Deja que me ría, te lo ruego. Si pudieras verte a ti mismo, te aseguro que serías el primero en reírte.

—¡Bien! —exclamó el mozalbete, sonrojándose de nuevo—. De esto ya responderéis cuando respondáis de lo otro. ¡Reíros mientras podáis!

—Mira, primo —repuso sir Daniel con cierta ansiedad—, no creas que me burlo de ti; es una simple broma entre parientes y buenos amigos. Voy a proporcionarte un casamiento que te valdrá mil libras, ¿eh?, y a mimarte con exceso. Cierto es que te apresé con dureza y brusquedad, como las circunstancias lo exigían; pero de aquí en adelante te mantendré de muy buena gana y te serviré con el mayor gusto. Vas a ser la señora Shelton… Lady Shelton, ¡a fe mía!, pues el muchacho promete. Vamos, vamos, no te espantes de una risa franca; cura la melancolía. El que ríe no es un mal hombre, primo mío; los pícaros no ríen. ¡A ver, posadero! Traedme comida para master John, mi primo. Y ahora, cariño mío, siéntate y come.

—No —replicó master John—. No probaré ni un bocado de pan. Puesto que me obligáis a cometer este pecado, ayunaré por la salvación de mi alma. Y vos, buen posadero, dadme un vaso de agua clara y os quedaré muy agradecido.

—¡Bueno, ya te sacaremos bula! —exclamó el caballero—. ¡Y no faltarán buenos confesores que te absuelvan! Tranquilízate, pues, y come.

Pero el muchacho era terco: se bebió el vaso de agua y, envolviéndose de nuevo en su capa, se sentó en un rincón a meditar.

Una o dos horas después hubo gran conmoción en el pueblo, y se oyó el alboroto de las voces de los centinelas dando el alto, acompañado del ruido de armas y caballos. A poco, un escuadrón de soldados llegó hasta la puerta de la posada, y Richard Shelton, salpicado d barro, apareció en el umbral.

—Dios os guarde, sir Daniel —dijo.

—¡Cómo! ¡Dick Shelton! —exclamó el caballero, y, al oír el nombre de Dick, el otro muchacho le miró con curiosidad—. ¿Qué hace Bennet Hatch?

—Dignaos, caballero, enteraros del contenido de este pliego de sir Oliver, en el que se da cuenta detallada de todo lo sucedido —contestó Richard, presentándole la carta del clérigo—. Además, convendría que partieseis a toda prisa para Risingham, pues en el camino encontramos a un mensajero, portador de unos pliegos, que galopaba desesperadamente, y, según nos dijo, mi señor de Risingham se encuentra en situación apurada y necesita con urgencia vuestra presencia.

—¿Qué decís? ¿Qué está en situación apurada? —preguntó el caballero—. Entonces apresurémonos a sentarnos, mi buen Richard. Del modo que van hoy las cosas en este pobre reino de Inglaterra, el que más despacio cabalga es el que más seguro llega. Dicen que el retraso engendra el peligro; pero yo más bien creo que ese prurito de hacer algo es lo que pierde a los hombres; tomad nota de ello, Dick. Pero veamos primero qué clase de ganado habéis traído. ¡Selden, trae una antorcha a la puerta!

Y sir Daniel salió a la calle, donde, a la rojiza luz de la antorcha, pasó revista a las nuevas tropas que le llegaban. Como vecino y como amo era muy impopular; pero como jefe en la guerra, queríanle todos cuantos seguían su bandera. Su audacia, su reconocido valor, la solicitud con que cuidaba de que estuvieran bien atendidos sus soldados y hasta sus rudos sarcasmos eran muy del gusto de aquellos audaces aventureros que vestían cota de malla.

—¡Por la santa cruz! —exclamó—. Pero ¿qué míseros perros son éstos? Unos más encorvados que arcos, otros más flacos que lanzas. ¡Amigos míos: iréis a la vanguardia en el campo de batalla! No perderé gran cosa con vosotros. Mirad aquel viejo villano montado en el caballo moteado. ¡Un borrego montado en un cerdo tendría un aire mucho más marcial! ¡Hola, Clipsby! ¿Estás ahí, buena pieza? Eres uno de los que yo perdería de buena gana. Irás delante de todos, con una diana pintada en tu cota, para que los arqueros puedan apuntarte mejor. Tú me enseñarás el camino, pícaro.

—Os enseñaré cuantos caminos queráis, sir Daniel, excepto el que os lleve a cambiar de partido —replicó audazmente Clipsby.

Soltó sir Daniel una estrepitosa carcajada.

—¡Bien contestado, muchacho! —exclamó alborozado—. Lengua viperina tienes. Y te perdono la frase por lo graciosa. ¡Selden, cuida de que den de comer a los hombres y a los caballos!

El caballero volvió a entrar en la posada.

—Ahora, amigo Dick —dijo—, empieza a despachar eso: ahí tienes buena cerveza y buen tocino. Come, mientras yo leo la carta.

Abrió el pliego y a medida que leía fruncía más el entrecejo. Terminada la lectura, se sentó unos momentos, pensativo. Luego clavó una mirada penetrante sobre su pupilo.

—Dime, Dick —dijo al fin—: ¿Viste tú esos versitos?

Contestó Dick afirmativamente.

—En ellos se cita el nombre de tu padre —continuó el caballero— y algún loco acusa a nuestro pobre párroco de haberle asesinado.

—Él lo niega enérgicamente —repuso Dick.

—¿Qué lo ha negado? —exclamó el caballero vivamente—. No le hagas caso. Tiene la lengua muy suelta, charla más que una cotorra. Día llegará, Dick, en que, con más tiempo y calma, te ponga yo al tanto de este asunto. Se sospechó, por entonces, que el autor de todo fue un tal Duckworth; pero andaban los tiempos muy revueltos y no podía esperarse que se hiciese justicia.

—¿Ocurrió la muerte en Moat House? —aventuró a preguntar Dick, sintiendo que el corazón le latía deprisa.

—Ocurrió entre Moat House y Holywood —contestó sir Daniel con toda calma, pero lanzándole una mirada de reojo, preñada de recelo, añadió—: Y ahora date prisa en terminar de comer, pues habrás de regresar a Tunstall para llevar algunas líneas de mi parte.

Una expresión de tristeza apareció en el rostro de Dick.

—¡Por favor, sir Daniel! —exclamó—. ¡Mandad a uno de los villanos! Os suplico que me dejéis tomar parte en la batalla. Yo os prometo que he de asestar buenos golpes.

—No lo dudo —replicó sir Daniel, disponiéndose a escribir—. Pero aquí, Dick, no esperes ganar ninguna gloria. Yo no me moveré de Kettley hasta tener noticias del curso de la guerra, y entonces me uniré al vencedor. Y no te alarmes, ni me taches de cobarde; no es sino prudente discreción; pues tan agitado está este pobre reino por las constantes rebeliones, y tanto cambia de manos el nombre y la custodia del rey, que nadie puede asegurar lo que ocurrirá mañana. Todo son trifulcas y concursos de ingenio, y, entretanto, la Razón espera sentada a un lado, hasta que acabe la lucha.

Dicho esto, volvió la espalda a Dick sir Daniel, y al otro extremo de la larga mesa comenzó a escribir su carta, algo torcido el gesto, pues este asunto de la flecha negra se le había atragantado.

Entretanto, el joven Shelton daba buena cuenta de su desayuno cuando sintió que alguien le tocaba el brazo al tiempo que, en voz muy baja, le susurraba al oído:

—No os mováis ni deis señal alguna, os lo suplico —dijo la voz—; pero indicadme, por el amor de Dios, el camino más corto para llegar a Holywood. Buen muchacho, ayudadme a salir del grave peligro en que me hallo y del que depende la salvación de mi alma.

—Tomad por el atajo del molino —contestó en el mismo tono Dick—. Os conducirá hasta el embarcadero de Till, y allí preguntad de nuevo.

Y sin volver la cabeza, prosiguió devorando su comida. Mas con el rabillo del ojo lanzó una rápida mirada al mozalbete, llamado master John, que, arrastrándose furtivamente, salía de la estancia.

Vaya —pensó Dick—. ¡Si es tan joven como yo! Y me ha llamado «buen muchacho». De haberlo sabido, habría dejado que ahorcaran a ese pícaro antes que decirle lo que me preguntaba. Bueno, si logra atravesar los pantanos, puedo alcanzarle para darle un buen tirón de orejas.

Media hora después entregaba sir Daniel la carta a Dick, ordenándole que, a toda carrera, partiera para Moat House. Y pasada otra media hora más de su partida, llegaba precipitadamente otro mensajero enviado por el señor de Risingham.

Sir Daniel —dijo el mensajero—. ¡Grande es la gloria que os estáis perdiendo! Esta mañana, al apuntar el alba, volvimos a la lucha y derrotamos a la vanguardia y deshicimos toda su ala derecha. Sólo el centro de la batalla se mantuvo firme. Si hubiéramos contado con vuestros hombres, habríamos dado con todos en el fondo del río. ¿Queréis ser el último en la lucha? No estaría ello al nivel de vuestra fama.

—No —exclamó el caballero—. Precisamente ahora iba a salir. ¡Toca llamada, Selden! Señor, estoy con vos al instante. Aún no hace dos horas que llegó la mayor parte de mis fuerzas. La espuela es un buen pienso, pero puede matar al caballo. ¡Aprisa, muchachos!

El toque de llamada resonaba alegremente en aquella hora matinal, y de todas partes acudían los hombres de sir Daniel hacia la calle principal, formando delante de la posada. Habían dormido sin dejar sus armas, ensillados los caballos, y a los diez minutos cien hombres y arqueros, perfectamente equipados y bien disciplinados, se hallaban formados y dispuestos. La mayor parte vestía el uniforme morado y azul de sir Daniel, lo que daba mayor vistosidad a la formación. Cabalgaban en primera línea los mejor armados; en el lugar menos visible, a la cola de la columna, iba el misérrimo refuerzo de la noche anterior.

Contemplando con orgullo las largas filas, dijo sir Daniel:

—Ésos son los muchachos que habrán de sacaros del aprieto.

—Buenos han de ser, a juzgar por su aspecto —respondió el mensajero—. Por eso es mayor mi pesadumbre de que no hayáis partido más pronto.

—¡Qué le vamos a hacer! —murmuró el caballero—. Así, señor mensajero, el fin de una lucha coincidirá con el comienzo de una fiesta —y así diciendo montó en su silla—. Pero… ¡cómo! ¿Qué es esto? —gritó—. ¡John! ¡Joanna! ¡Por la sagrada cruz!… ¿Dónde se ha metido? ¡Posadero!… ¿Dónde está la muchacha?

—¿La muchacha, sir Daniel? No, no he visto por aquí a ninguna muchacha.

—¡Bueno, pues el muchacho, viejo chocho! —rugió el caballero—. ¿Dónde tenéis los ojos que no vistes que era una moza? Aquélla de la capa morada…, la que tomó un vaso de agua por todo desayuno, ¡so bribón!… ¿dónde está?

—Pero… ¡por todos los santos! —balbució el posadero—. ¡Master John le llamabais vos, señor! Y claro… nada malo pensé. Le…, es decir, la vi en la cuadra hace más de una hora… ensillando vuestro caballo tordo…

—¡Por la santa cruz! —rugió sir Daniel—. ¡Quinientas libras y más me hubiera valido la moza!

—Noble señor —advirtió el mensajero con amargura—, mientras vos clamáis al cielo por quinientas libras, en otra parte se está perdiendo o ganando el reino de Inglaterra.

—Decís bien, mensajero —repuso sir Daniel—. ¡Selden, escoge seis ballesteros que salgan en su persecución! Y, cueste lo que cueste, que a mi regreso la encuentre en Moat House. Y ahora, señor mensajero, ¡en marcha!

La tropa partió a buen trote y Selden y sus seis ballesteros se quedaron atrás en la calle de Kettley, ante los asombrados ojos de los lugareños.

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