La flecha negra

La flecha negra


Libro segundo. Moat House. » 5. Cómo cambió Dick de partido

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5. Cómo cambió Dick de partido

DICK APAGÓ apagó su lámpara para no llamar la atención, tomó escaleras arriba y traspasó el corredor. En la cámara oscura halló la cuerda atada a las patas de una pesadísima y muy antigua cama, que no habían cuidado aún de retirar. Cogiendo el rollo y llevándolo a la ventana, comenzó a bajar la cuerda, lenta y cautelosamente, en medio de la oscuridad de la noche. Joanna estaba a su lado; pero a medida que se extendía la soga y Dick continuaba arriándola, comenzó a sentir que el ánimo le flaqueaba, dudando ya de poder cumplir su resolución.

—Dick —murmuró—: ¿Tan hondo está? No puedo siquiera intentar bajar. Me caería, buen Dick.

Precisamente habló en el momento más delicado de la operación. Dick se sobresaltó, resbaló de sus manos el resto de la cuerda yendo a caer su extremo sobre el foso con estrépito. Instantáneamente desde las almenas superiores gritó la voz de un centinela: «¿Quién va?».

—¡Qué desgracia! —exclamó Dick—. ¡Ahora sí que estamos arreglados! Baja tú… Coge la cuerda.

—No puedo —dijo ella retrocediendo.

—Pues si tú no puedes, menos podré yo —repuso Shelton—. ¿Cómo voy a pasar a nado el foso sin ti? ¿Me abandonas entonces?

—Dick —murmuró ella—. No puedo. Las fuerzas me faltan.

—¡Pues estamos perdidos! —gritó él, dando sobre el suelo una furiosa patada. Mas al oír pasos, corrió a la puerta e intentó cerrarla.

Antes de que pudiese correr el cerrojo, unos brazos vigorosos la empujaban contra él desde el otro lado. Luchó un instante, mas, viéndose perdido, retrocedió hacia la ventana.

La muchacha había caído medio desplomada contra la pared en el marco de la ventana; estaba casi sin sentido, por lo que, al cogerla para levantarla, se le quedó en los brazos abandonada, sin fuerzas.

En el mismo instante los hombres que habían forzado la puerta se lanzaron sobre él. De un puñetazo dejó tendido al primero y retrocedieron los otros en desorden, y, aprovechando la oportunidad, montó sobre el antepecho de la ventana y, agarrándose a la cuerda con ambas manos, se deslizó por ella.

Era una cuerda de nudos, lo que facilitaba el descenso; pero tan grande era la precipitación de Dick y tan poca su experiencia en semejante gimnasia, que iba y venía sin cesar en el aire como ajusticiado en la horca, ya golpeándose la cabeza, ya magullándose las manos contra las piedras del muro. El aire zumbaba en sus oídos; las estrellas que se reflejaban en el foso las veía girar en torbellino como hojas secas arrastradas por la tempestad. De pronto no pudo agarrarse ya a la cuerda y cayó de cabeza en el agua helada.

Al volver a la superficie, su mano tropezó con la cuerda, que, libre ya de su peso, se balanceaba de un lado a otro. En lo alto brillaba un rojo resplandor; alzando la vista pudo ver, a la luz de las antorchas y de faroles llenos de carbones encendidos, que las almenas aparecían guarnecidas de rostros asomándose. Vio cómo los ojos de aquel hombre escudriñaban buscándole de aquí para allá; pero estaba a demasiada profundidad, y, por tanto, avizoraban en vano.

Se percató entonces de que la cuerda era mucho más larga de lo necesario, y así, agarrado a _ella, comenzó a bracear lo mejor que pudo en dirección al borde opuesto del foso, conservando la cabeza fuera del agua. Así recorrió hasta mucho más de la mitad del camino; pero cuando ya la orilla se hallaba casi al alcance de su mano, la cuerda, por su propio peso, empezó a tirar de él hacia atrás. Sacando fuerzas de flaqueza, la soltó y dio un salto para asirse a las colgantes ramas de sauce que aquella misma tarde sirvieron al mensajero de sir Daniel para echar pie a tierra. Se hundió, salió a flote y volvió a hundirse, hasta que, al fin, aferró la mano en una rama mayor; con la velocidad del pensamiento se arrastró hasta la parte más frondosa del árbol; se quedó allí abrazado, chorreando y jadeando, dudando de que realmente hubiera logrado escaparse.

Pero todo esto era imposible hacerlo sin fuertes chapoteos, que sirvieron para indicar su posición a los hombres que vigilaban desde las almenas. Una lluvia de flechas y dardos cayó en torno suyo en medio de la oscuridad como violento pedrisco; de pronto arrojaron al suelo una antorcha, que brilló en el aire en su rápida trayectoria, quedó un instante pegada al borde del foso, donde ardió con viva llama, alumbrando en torno suyo como una luminaria… y, al fin, por fortuna para Dick, resbaló, cayo pesadamente en el foso y se apagó al instante.

Pero había cumplido su objetivo. Los tiradores tuvieron tiempo de ver el sauce y a Dick escondido entre sus ramas; a pesar de que el muchacho saltó al instante y se alejó corriendo de la orilla, no pudo escapar a sus tiros. Una flecha le alcanzó en un hombro y otra voló rozando su cabeza.

Pareció prestarle alas el dolor de las heridas, y, no bien se halló sobre terreno llano, huyó desesperadamente a carrera tendida, sin preocuparse de la dirección de su huida.

En sus primeros pasos le siguieron los disparos, pero pronto cesaron éstos, y cuando al fin se detuvo y miró hacia atrás, se hallaba ya a buen trecho de Moat House, aunque pudiera distinguir todavía la luz de las antorchas, moviéndose de un lado a otro en las almenas.

Se recostó contra un árbol, chorreando agua y sangre, magullado, herido y solo. De todos modos, por esta vez, había salvado la vida, y aunque Joanna quedara en poder de sir Daniel, no se consideraba responsable de un accidente que no estuvo en sus manos evitar, ni auguraba fatales consecuencias para la muchacha. Sir Daniel era cruel, pero no era probable que lo fuese con una damisela que contaba con otros protectores capaces de pedirle cuentas. Más probable sería que se apresurase a casarla con algún amigo suyo.

Bien —pensó Dick—; de aquí a entonces ya encontraré medio de someter a ese traidor, pues ¡por la misa!, que ahora sí que estoy libre de toda gratitud u obligación; y una vez declarada la guerra, lo mismo puede el azar favorecer a unos que a otros.

Mientras así pensaba, su situación era bien penosa.

Prosiguió durante un trecho su camino, luchando por abrirse paso a través del bosque; pero, en parte por el dolor de sus heridas, en parte por la oscuridad de la noche y la extrema inquietud y confusión de sus ideas, pronto se sintió tan incapaz de guiarse como de continuar adelante entre la espesa maleza, hasta que no tuvo más remedio que sentarse, apoyando el cuerpo contra el tronco de un árbol.

Al despertar de su especie de letargo, mezcla de sueño y desfallecimiento, ya la grisácea claridad de la mañana había sucedido a la noche. Una ligera y helada brisa agitaba los árboles, y mientras permanecía sentado, fija su mirada hacia delante, y adormilado todavía, advirtió que un oscuro bulto se mecía entre las ramas, a unos cien metros de distancia. La creciente claridad del día y el ir recobrando sus sentidos le permitieron, al fin, reconocer aquel objeto. Era un hombre que colgaba de la rama de un alto roble. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, y a cada ráfaga que soplaba con fuerza daba su cuerpo vueltas y más vueltas, y brazos y piernas se agitaban en el aire como un grotesco juguete.

Se puso en pie con gran dificultad Dick, y, tambaleándose y apoyándose en los troncos de los árboles, logró acercarse a tan horrendo espectáculo.

La rama estaba quizá a unos siete metros del suelo, y tan alto habían subido sus verdugos al infeliz ahorcado que sus botas se balanceaban muy por encima de donde Dick pudiera alcanzarlas; además, le habían bajado la capucha hasta cubrirle la cara, de modo que era imposible reconocerle.

Miró el joven a derecha e izquierda y al fin observó que el otro extremo de la cuerda había sido atado al tronco de un espino blanco que, cubierto de flor, crecía bajo la elevada bóveda del roble. Con su daga, única arma que le quedaba, Dick cortó la cuerda e inmediatamente, con sordo ruido, cayó el cadáver pesadamente al suelo.

Levantó Dick la capucha: era Throgmorton, el mensajero de sir Daniel. No había llegado muy lejos en su misión. Un papel que, al parecer, pasó inadvertido para los hombres de la Flecha Negra, asomaba en su pecho a través del jubón; tirando de él, Dick pudo ver que era la carta de sir Daniel a lord Wensleydale.

¡Vaya! —pensó—. Si las cosas cambian de nuevo aquí, tengo suficiente para avergonzar a sir Daniel… y hasta quién sabe si para hacerle decapitar.

Guardando el papel en su pecho, rezó una oración al muerto y reanudó la marcha a través del bosque.

Su fatiga y su debilidad aumentaban por momentos; le zumbaban los oídos, vacilaba en su paso y, a intervalos, se sentía desfallecer; a tal punto había llegado por la pérdida de sangre. Indudablemente, se desvió varias veces del verdadero camino que debía seguir; mas al fin salió a la carretera real, no muy lejos de la aldea de Tunstall.

Una voz áspera le dio el alto.

—¿Alto? —repitió Dick—. ¡Por la misa, si casi me caigo!

Acompañando la acción a la palabra, cayó cuan largo era sobre el camino.

Dos hombres salieron de la espesura, vistiendo verde jubón y armados de grandes arcos, aljabas y espadas cortas.

—¡Mira, Lawless! —exclamó el más joven de los dos—. ¡Si es el joven Shelton!

—Sabroso bocado ha de parecerle que le llevamos a John Amend-all —repuso el otro—. Aunque a fe mía que ha estado en la guerra. Aquí tiene un desgarrón en la cabellera que le habrá costado su buena onza de sangre.

—Y aquí —añadió Greensheve—, en el hombro, tiene un agujero que le habrá escocido de lo lindo. ¿Quién te parece a ti que le habrá hecho esto? Si es uno de los nuestros puede encomendarse a Dios, pues Ellis le dará muy corta confesión y muy larga cuerda.

—Arriba con el cachorro —dijo Lawless—. Échamelo a la espalda.

Cuando Dick estuvo colocado sobre sus hombros y se hubo apretado los brazos del muchacho en torno al cuello, afianzándolo bien, el exfraile franciscano añadió:

—Guarda tú el puesto, hermano Greensheve. Ya me lo llevaré yo solo.

Volvió Greensheve a su escondite al borde del camino, y Lawless se fue colina abajo, silbando tranquilamente, llevando sobre sus hombros, muy bien colocado, a Dick, desmayado todavía.

Al salir del extremo del bosque, se alzó el sol en el horizonte y apareció ante su vista la aldea de Tunstall esparcida y como trepando por la colina opuesta. Todo parecía en calma, pero una sólida avanzada de unos diez arqueros vigilaba atentamente el puente a cada lado del camino, y tan pronto como divisaron a Lawless con su carga a cuestas, comenzaron a agitarse y preparar sus arcos como buenos centinelas.

—¿Quién va? —gritó el que los mandaba.

—Will Lawless, ¡por la Cruz!… ¡Si me conoces tan bien como a los dedos de tus manos! —contestó el forajido desdeñosamente.

—Di el santo y seña, Lawless —replicó el otro.

—¡Ésa sí que es buena! ¡Vaya, que el cielo te ilumine, pedazo de alcornoque! —repuso Lawless—. ¿No fui yo mismo quién te lo dio a ti? Pero estáis todos locos, jugando a los soldados… Si estoy en el bosque, debo proceder como en el bosque, y mi santo y seña es éste: «¡Una higa para estos soldados de pacotilla!».

—Lawless: estás dando mal ejemplo; danos la consigna, loco bufón —insistió el que mandaba la guardia.

—¿Y si se me hubiera olvidado? —preguntó el otro.

—Si se te hubiera olvidado… lo que sé que no es cierto… ¡por la misa, que te metería una flecha en tu cuerpo gordinflón! —repuso el primero.

—Bien; si tan mal genio tienes —dijo Lawless—, te daré la consigna: «Duckworth y Shelton», y como ilustración del mismo, aquí tienes a Shelton en mis hombros, y a Duckworth se lo llevo.

—Pasa, Lawless —dijo el centinela.

—¿Dónde está John? —preguntó el exfraile.

—Está en audiencia… y cobra rentas como si para ello hubiera nacido —exclamó otro de los que allí estaban.

Así era, en efecto. Cuando Lawless se internó en el pueblo hasta llegar a la pobre posada del mismo, encontró a Ellis Duckworth rodeado de los arrendatarios de sir Daniel, a los cuales, por el derecho de conquista que le daba su buena partida de arqueros, les iba cobrando muy tranquilamente sus arrendamientos, dándoles a cambio los correspondientes recibos. A juzgar por los rostros de los vasallos, era evidente cuán poco les agradaba el procedimiento, porque alegaban, con mucha razón, que tendrían que pagarles dos veces.

Tan pronto como supo lo que Lawless había traído despidió Ellis a los arrendatarios, y con grandes muestras de interés y cuidado por su salud, condujo a Dick a una habitación interior de la posada. Atendieron a las heridas del muchacho y con remedios caseros le hicieron recobrar el conocimiento.

—Querido muchacho —dijo Ellis, estrechándole la mano—: Estás en poder de un amigo que quiso mucho a tu padre y que, por su causa, te quiere a ti también. Descansa tranquilamente, pues bien lo necesita tu estado. Luego me contarás tu historia y entre los dos hallaremos remedio a tus males.

Horas más tarde, y una vez Dick hubo despertado de un confortable y ligero sueño, tras el que se sintió todavía muy débil, pero más despejada la cabeza y más descansado el cuerpo, le rogó, por la memoria de su padre, que le refiriera detalladamente las circunstancias de su fuga de Moat House. Algo había en el robusto y varonil aspecto de Duckworth, en la honradez que aparecía pintada en su moreno rostro, en la clara y penetrante viveza de sus ojos, que movió a Dick a obedecerle, y el muchacho refirióle, de cabo a rabo, la historia de sus aventuras durante los dos últimos días.

—Bien —dijo Ellis cuando hubo terminado—: Mira todo lo que los bondadosos santos han hecho por ti, Dick Shelton; no sólo te han salvado la vida entre tantos mortales peligros, sino que te han traído a mis manos, que no desean otra cosa que auxiliar al hijo de tu buen padre. Pórtate lealmente conmigo… ya veo que eres leal… y entre tú y yo barreremos del mundo de los vivos a ese falso y traidor.

—¿Vais a asaltar el castillo? —preguntó Dick.

—Ni que estuviera loco podría pensar en semejante cosa —respondió Ellis—. Es demasiado poderoso; sus hombres le rodean, aquéllos que anoche se me escaparon y que tan oportunamente aparecieron, ésos le han salvado. No, Dick, al contrario; tú y yo y mis bravos arqueros hemos de evacuar a toda prisa estos bosques y dejar libre el terreno a sir Daniel.

—Temo por la suerte de Jack —dijo el muchacho.

—¿Por la suerte de Jack? —repitió Duckworth—. ¡Ah, sí, por la muchacha! No, Dick; yo te prometo que si llega a hablarse de casarla con otro, intervendremos inmediatamente; hasta entonces o hasta que llegue el momento desapareceremos todos como las sombras al asomar el día. Sir Daniel mirará al este y al oeste sin hallar un solo enemigo; pensará que lo pasado fue una pesadilla de la cual despierta ahora en su lecho. Pero cuatro ojos, los nuestros, Dick, le seguirán de cerca y nuestras cuatro manos… ¡quieran todos los santos ayudarnos!… harán morder el polvo a ese traidor.

Dos días después, tan poderosa llegó a ser la guarnición de la fortaleza de sir Daniel, que éste se aventuró a hacer una salida y a la cabeza de unos cuarenta hombres a caballo avanzó hasta la aldea de Tunstall. No se disparó ni una flecha ni un hombre se vio en la espesura; ya no estaba custodiado el puente, sino que ofrecía paso franco a todo viandante; y al cruzarlo, sir Daniel vio a los aldeanos contemplándole tímidamente a las puertas de las casas.

De pronto, uno de ellos, sacando fuerzas de flaqueza, se adelantó y con los más rendidos saludos presentó al caballero una carta.

A medida que leía su contenido a éste se le oscurecía el rostro. Decía:

Al más falso y cruel de los señores, sir Daniel Brackley, caballero, digo:

Desde un principio comprendí que erais desleal y duro de corazón. Vuestras manos están manchadas con la sangre de mi padre. No la toquéis; no conseguiréis lavarla. Os participo que algún día pereceréis por mi causa, y os diré, además, que si intentáis casar con algún otro a la damisela Joanna Sedley, con la cual he jurado solemnemente casarme yo, el castigo que recibiréis será rapidísimo. El primer paso que deis para ello será también el primero que os conduzca hacia la tumba.

RICHARD SHELTON

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