La diligencia

La diligencia

Ernest Haycox • TiempoDeLectura19min
Este es el cuento que sirvió de base para la película del mismo título dirigida por John Ford y considerada por la crítica una obra maestra del séptimo arte.

Era uno de aquellos años en que las señales de humo de los apaches ascendían al cielo desde las cumbres de las rocosas montañas del territorio, y muchos ranchos habían quedado convertidos en un montón de ennegrecidas cenizas, y la salida de una diligencia de Tonto era el comienzo de una aventura cuyo final no podía predecirse…

La diligencia y sus seis caballos aguardaban delante de la tienda de Weilner, en el lado norte de la plaza de Tonto. Happy Stuart estaba sentado en el pescante, con las riendas entre sus dedos y un pie en el freno. John Strang era el acompañante armado del vehículo, y una escolta de diez soldados de caballería aguardaba también detrás de la diligencia, los hombres medio dormidos en sus sillas.

A las cuatro y media de la mañana el aire de aquellas alturas era muy frío, a pesar de que el sol empezaba a enrojecer el cielo por Oriente. Una pequeña multitud se había reunido en la plaza para despedir a los pasajeros que subían a la diligencia. Una muchacha que iba a casarse con un oficial de infantería, un viajante de licores de St. Louis, un inglés alto y huesudo que llevaba un enorme rifle deportivo, un jugador profesional, un ganadero de anchos hombros que se dirigía a Nuevo Méjico, y un joven rubio al cual Happy Stuart y John Strang dedicaron un especial interés.

El joven rubio iba a subir a la diligencia pero se apartó a un lado, sosteniendo la puerta, al ver que una muchacha, conocida a través del territorio por el nombre de Henriette, se acercaba apresuradamente. Era una muchacha menuda, con un toque de palidez en sus mejillas, y sus ojos negros se alzaron ante la inesperada cortesía del joven rubio, reflejando una evidente sorpresa. Luego recogió su falda y subió a la diligencia.

Los hombres reunidos en la plaza estaban sonriendo, pero el rubio se volvió, con un movimiento semejante al rápido corte de un cuchillo, y su atención cubrió a aquel grupo hasta que la sonrisa se desvaneció de todos los rostros. Era un joven alto, de caderas estrechas, y definitivamente marcado por los revólveres que colgaban muy bajos de sus costados. Pero, no eran únicamente los revólveres; algo en su rostro, tenso y tranquilo a un tiempo, revelaba también su profesión. El joven subió a la diligencia y cerró la portezuela de golpe.

Happy Stuart soltó el freno y aulló.

—¡Hiiii!

Los reunidos en la plaza gritaron sus últimos adioses y los seis caballos emprendieron el trote y la diligencia se alejó del pueblo envuelta en una nube de polvo, seguida por los soldados de caballería, iniciando un viaje que ninguna otra diligencia se había atrevido a afrontar durante los últimos cuarenta y cinco días. Mucho más abajo, en la extensión del desierto, se encontraban los puestos de relevo que esperaban alcanzar y sobrepasar. Para ello tenían que cruzar una región que las rápidas incursiones de los hombres de Gerónimo habían dejado vacía.

El inglés, el jugador profesional y el joven rubio estaban sentados juntos en el asiento delantero, dando la espalda al conductor. El viajante y el ganadero ocupaban el incómodo asiento central; las dos mujeres compartían el asiento posterior. El ganadero, sentado enfrente de Henriette, casi la tocaba con sus rodillas. Tenía un brazo apoyado en la ventanilla de la portezuela para sostenerse mejor. Una enorme pepita de oro oscilaba suavemente, colgando de la cadena del reloj que cruzaba su ancho pecho, y un mechón de pelo negro asomaba por debajo del ala de su sombrero. Sus ojos estudiaron a Henriette, leyendo en la muchacha algo que provocó su deliberada sonrisa. Henriette inclinó su mirada hacia las enguantadas puntas de sus dedos, con el rostro inexpresivo.

Eran unos extraños obligados a una íntima convivencia, que sólo tenían en común el punto de destino. Sin embargo, la sonrisa del ganadero y la osadía de su mirada fueron algo tan audible como una frase pronunciada en voz alta, observadas por todo el mundo excepto por el inglés, que permanecía muy erguido en su asiento, con su pétrea indiferencia. La prometida del oficial de infantería miró de soslayo a Henriette y apartó inmediatamente los ojos de ella, visiblemente ruborizada. El jugador profesional notó aquel intercambio de miradas y dedicó una enojada atención al ganadero. Los ojos del viajante de licores se entrecerraron ligeramente y alguna idea cínica provocó un leve cambio en sus labios. Se quitó el sombrero para mostrar una cabeza calva que empezaba ya a sudar; el humo de su cigarro se espesaba en el interior del vehículo y la ceniza caía sobre su chaqueta.

Él joven rubio había observado cómo inclinaba Henriette la mirada ante la insolente sonrisa del ganadero; se echó el sombrero sobre el rostro y contempló a la muchacha… no con atrevimiento, sino como si estuviera intrigado. En un momento determinado, la mirada de la muchacha se posó en él. Pero el joven había estado en guardia contra aquella posibilidad y disimuló perfectamente su interés.

La prometida del oficial tosió suavemente detrás de su mano, y el jugador profesional tocó el viajante de licores en el hombro.

—Tire eso —le dijo.

El viajante pareció desconcertado. Murmuró:

—Disculpe.

Tiró el cigarro a través de la ventanilla.

Todo esto, mientras la diligencia descendía por las interminables curvas del camino montañoso, brincando sobre sus muelles. De cuando en cuando resonaba el aullido de Happy Stuart:

—¡Hi, Nellie!

El viajante de licores se acodó en la ventanilla y cerró los ojos.

A tres horas de Tonto, el camino, tras una última y pronunciada curva, les dejó en el llano desierto. La diligencia se detuvo y los hombres se apearon para estirar un poco las piernas. El jugador profesional se dirigió amablemente a la prometida del oficial.

—Tal vez encuentre usted más cómodo mi asiento —le dijo.

La muchacha respondió:

—Gracias.

Cambió de asiento con él.

El sargento de caballería se acercó a la diligencia y se despidió de Happy Stuart.

—Vamos a emprender el regreso. Les deseo mucha suerte.

Los hombres subieron de nuevo al vehículo y el jugador profesional ocupó su puesto al lado de Henriette. El joven rubio encogió sus largas piernas para dejar más espacio a la prometida del oficial, y contempló el rostro de Henriette con una suave y tranquila atención. El sol daba ahora de lleno sobre la diligencia y el polvo empezaba a escocer como si fuera humo. Sin escolta, avanzaron a través de un terreno llano, en el cual crecían únicamente algunos cactus. A lo lejos, detrás de una azulada colina, se adivinaba una línea de montañas.

El ganadero se atusó las guías de su bigote y sonrió a Henriette. La prometida del oficial se volvió hacia el joven rubio.

—¿Cuánto falta para la parada del mediodía? —inquirió.

El joven rubio respondió cortésmente:

—Veinte millas.

El jugador profesional contempló a la prometida del oficial y la expresión de su rostro se suavizó, como si el sonido de la voz de la muchacha le recordara cosas olvidadas hacía mucho tiempo.

Las millas fueron quedando atrás y la nube de polvo fue haciéndose más espesa. Henriette se recostó contra el ángulo de la diligencia, con los ojos clavados en las puntas de sus guantes. Su actitud parecía desinteresada, enigmática; parecía encontrarse situada por encima de toda emoción, más allá de la risa. Era joven, pero poseía un conocimiento que colocaba al ganadero, al jugador profesional, al viajante de licores y a la prometida del oficial en sus lugares exactos; y sabía por qué el jugador profesional le había ofrecido su asiento a la otra muchacha. La prometida del oficial pertenecía a un mundo, y ella pertenecía a otro, como sabían perfectamente todos los que viajaban en la diligencia. Pero a Henriette no la afectaba aquella distinción, ya que se había acostumbrado a ella hacía mucho tiempo. Únicamente el joven rubio penetraba a través de su indiferencia. Se llamaba Malpais Bill y Henriette pudo ver la rudeza en las comisuras de sus ojos y en el largo pliegue de sus labios; era una marca que nunca desaparecería. Sin embargo, algo fluía de él hacia ella, distinto a la voraz curiosidad de los otros hombres; algo discretamente galante, inesperadamente amable.

En el pescante, Happy Stuart señaló los vagos contornos de una casa, a dos millas de distancia.

—Los indios no han quemado eso… todavía —murmuró.

El sol estaba directamente encima de sus cabezas, ardiendo implacablemente. Johnny Strang removió el rifle en su regazo.

—¿Por qué viaja Malpais Bill con nosotros? —inquirió.

—Yo no se lo preguntaría —replicó Happy Stuart, y aulló—: ¡Arre! ¡Hi, Nellie! ¡Vamos, gandules! ¡Hi!

En aquel momento, las ruedas delanteras se hundieron en un bache y algo estalló como un pistoletazo; la diligencia se ladeó peligrosamente y terminó dando un aparatoso vuelco.

Johnny Strang se apeó de un salto. Happy Stuart se agarró fuertemente al pasamano, sin soltar las riendas, mientras los pasajeros se arrastraban a través de la portezuela superior. Todos los hombres, a excepción del viajante de licores, arrimaron el hombro a la diligencia hasta que consiguieron levantarla. El viajante de licores permaneció en pie bajo los ardientes rayos del sol, con una extraña expresión en el rostro y sacudiendo la cabeza, mientras los demás volvían a subir. Happy Stuart dijo:

—De acuerdo, amigo, suba a bordo.

El viajante trepó lentamente al vehículo y éste reemprendió la marcha. Poco después llegaron a un viejo edificio de adobes, rodeado de corrales y con una bandera ondeando en un palo. Del interior del edificio salieron unos hombres y se quedaron de pie en la sombra del porche. Happy Stuart detuvo la diligencia delante de la casa. Dirigiéndose a un hombre muy flaco, dijo:

—Hola, Mack. ¿Por dónde andan esos malditos indios?

Los pasajeros estaban desfilando hacia el comedor. El hombre flaco murmuró:

—Los verás antes de mañana noche.

Los mozos de cuadra empezaron a cambiar los caballos.

El pequeño comedor estaba muy fresco después del agobiante calor de la diligencia. Muy fresco y silencioso. Una gorda mejicana apareció con los platos de comida. Happy Stuart dijo:

—Diez minutos.

Se pasó el dorso de la mano por la boca y empezó a comer. El flaco Mack dijo:

—Anoche incendiaron el rancho de Catlin. Ayer pasó por aquí un escuadrón de caballería. Pero volvió a marcharse. Esta noche llegaréis al Gap sin novedad, pero más allá ya no puedo responder. ¿Alguna dificultad?

—Alguna —respondió brevemente Happy, y se puso en pie.

Había terminado el descanso. Los pasajeros siguieron al conductor; el viajante de licores cerraba la marcha y parecía respirar con cierta dificultad. La diligencia se puso de nuevo en camino. Detrás de ella resonó la cavernosa voz de Mack:

—Si ves una nube de polvo procedente del Este, Happy, utiliza el látigo.

El calor se había condensado en el interior de la diligencia y el escaso aire levantado por la marcha de los caballos era sofocante para los pulmones; el suelo del desierto proyectaba su blanco brillo interminablemente hasta perderse en la brumosa calina. Las rodillas del ganadero rozaron suavemente a Henriette mientras la contemplaba fijamente, con un mondadientes de celuloide entre los labios. La voz de Happy Stuart azuzaba incesantemente a los caballos, obligándoles a mantener la velocidad de su marcha. Los ojos del viajante de licores estaban muy abiertos, lo mismo que su boca, y su rostro había perdido el color. El jugador profesional lo observó sin que pareciera preocuparle lo más mínimo; el ganadero, por su parte, notó el peso del hombro del viajante y le empujó sin contemplaciones para que se apartara. El inglés continuaba muy erguido en su asiento, mirando inexpresivamente el inhóspito paisaje que desfilaba ante la ventanilla. La prometida del oficial se volvió hacia Malpais Bill.

—¿Cuál es la próxima parada? —inquirió.

—Gap Creek.

—¿Encontraremos soldados allí?

Malpais Bill dijo:

—Espero que tendremos una escolta desde las colinas hasta Landsburg.

A las cuatro de aquella tarde cálida como un horno el viajante de licores hizo un leve gesto con una mano y cayó hacia adelante, sobre el regazo del jugador profesional.

El ganadero se encogió de hombros y sacó una mano a través de la ventanilla, llamando a Happy Stuart:

—Pare un momento.

Cuando la diligencia se detuvo, todo el mundo se apeó y el joven rubio ayudó al jugador profesional a tender al viajante de licores en el espacio de sombra creado por la diligencia. Ni Happy Stuart ni John Strang se molestaron en apearse. El viajante de licores movió los labios ligeramente pero nadie dijo nada y nadie sabía lo que hacer… hasta que Henriette se adelantó.

Henriette se arrodilló en el suelo, levantando la cabeza y los hombros del viajante de licores y apoyándolos contra su seno. El viajante abrió los ojos y en ellos había algo que todos pudieron ver, una expresión de alivio y de gratitud.

Henriette murmuró:

—Se encuentra usted mejor, ¿verdad?

Su sonrisa era suave y agradable, y daba a sus labios un aire maternal.

Henriette poseía el conocimiento de los temores que los hombres ocultan detrás de sus modales, de los profundos apetitos que les consumen, de la soledad que les empuja hacia las mujeres de su clase.

Repitió:

—Se encuentra usted mucho mejor, ¿no es cierto?

Contempló cómo se relajaba el rostro del viajante de licores, como si ahuyentara la sombra de lo que sabía.

El rostro de la prometida del oficial revelaba su desconcierto ante aquella situación. El jugador profesional y el ganadero contemplaban al viajante de comercio con absoluta indiferencia. El joven rubio, por su parte, contemplaba a Henriette a través de sus párpados medio cerrados, con evidente interés. Sostenía un cigarrillo entre los dedos: se había olvidado de él.

Happy Stuart dijo:

—No podemos continuar parados aquí.

El jugador profesional se inclinó para coger al viajante de comercio por debajo de los brazos. Henriette se incorporó y dijo:

—Yo cuidaré de él.

Subió a la diligencia.

El joven rubio y el jugador profesional pasaron al viajante de comercio a través de la portezuela y le tendieron en el asiento posterior, con la cabeza apoyada en el regazo de Henriette. Luego subieron los demás y el vehículo reemprendió la marcha. El viajante susurró:

—Gracias…, gracias.

El joven rubio suspiró audiblemente.

La diligencia continuó avanzando, sus grandes ruedas traqueteando en las desigualdades del camino, mientras un sol cada vez más bajo enviaba sus rayos a través de las ventanillas. Los perfiles de las montañas se dibujaban más próximos, más definidos en la azulada calina. Los ojos del ganadero eran pequeños y brillantes y contemplaban a Henriette con un interés personal, pero el jugador profesional se inclinó hacia la muchacha y le dijo:

—Si está usted cansada…

—No —dijo Henriette—. No. Está muerto.

La prometida del oficial ahogó un pequeño grito. El jugador profesional se inclinó un poco más hacia el viajante de comercio, y luego todos miraron a Henriette; incluso el inglés la miró un instante, con una leve curiosidad en los ojos. La muchacha sonreía abstraídamente, con los labios entreabiertos. Sostenía la cabeza del viajante de licores con las dos manos, y continuó sosteniéndola hasta que, al anochecer, la diligencia se detuvo delante de la Gap Station.

El ganadero abrió la portezuela y se apeó, gruñendo cuando sus envaradas piernas tocaron el suelo. El jugador profesional sostuvo al viajante a fin de que Henriette pudiera apearse. A continuación bajaron los demás, con los huesos doloridos a causa del traqueteo. Happy Stuart bajó del pescante con el rostro cubierto por una máscara de polvo y los ojos enrojecidos. Dijo:

—¿Quién se ha muerto? —y se acercó a mirar al interior de la diligencia—. Bueno, para él se han terminado las preocupaciones —murmuró.

Un hombre bajito con un vientre enorme salió a su encuentro y dijo:

—No estaba seguro de que te atrevieras a intentarlo tan pronto, Happy,

—¿Dónde están los soldados para mañana?

—Al otro lado de las montañas. Todo el mundo ha sido expulsado de estos alrededores. Los han enviado a Landsburg. Los hombres dormirán en el establo. Para las señoras ya encontraremos algo mejor. —Miró a la prometida del oficial y catalogó a Henriette inmediatamente. Luego, sus ojos se posaron en Malpais Bill y al reconocerle el tono de su voz cambió, haciéndose más prudente—: Hola, Bill. ¿Qué te trae por aquí?

El cigarrillo de Malpais Bill brilló en la creciente oscuridad y Henriette captó la breve imagen de su rostro, sereno y vigilante. Malpais Bill dijo, en tono suave:

—El simple placer del viaje.

Echaron a andar hacia la casa, cuyas esquinas parecían extenderse indefinidamente en una serie de cobertizos contiguos. Las ventanas aparecían iluminadas y unos hombres paseaban de un lado para otro, charlando ociosamente. Cuando la prometida del oficial entró en la casa, un soldado con el uniforme roto y manchado se acercó a ella.

El soldado dijo:

—¿Miss Robertson? El teniente Hauser tenía que encontrarse con usted aquí. Está en Lordsburg. Le hirieron anoche, en el curso de un encuentro con los apaches.

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