La cárcel

La cárcel


28

Página 32 de 40

28

—Buenos días.

—Ahora mucho mejores.

Desenchufado el cargador, Rodrigo trató de continuar con la tarea de abrocharse la camisa apoyando el aparato contra el hombro derecho.

—¿Ya estás de camino?

—Todavía no, hoy se me han pegado las sábanas porque ayer estuve hasta muy tarde hablando con una chica pesada que no me dejaba dormir. —El tono de burla arrancó una carcajada al otro lado de la línea.

—Así que pesada… Te llamo en los únicos minutos que tendré libres en todo el día y lo que oigo es una crítica. Muy bonito, sí, señor.

—Está bien, está bien, cambio la frase: la chica no era pesada, solo tenía incontinencia verbal… —Las carcajadas ocultaron el resto de sus palabras.

Rodrigo y Alina se comunicaban a diario desde hacía dos semanas. Llamadas de teléfono se entremezclaban con breves encuentros que ambos propiciaban y que Rodrigo esperaba con ansia, tan solo escuchar su voz lograba acelerarle el pulso. Sin embargo; dudaba de que ella sintiese lo mismo, o al menos no parecía mostrar mayor deseo que el de compañía y charla. En más de un encuentro sus manos buscaron un contacto, deseaba tocar aquella piel sedosa que veía tan cerca y sentía tan alejada. Pero siempre se contenía, temía el rechazo. Y más que eso, la ausencia. Si se equivocaba, la perdería.

—Veo que hoy te has levantado graciosillo —respondió la mujer.

—Y eso que todavía no he desayunado. Iba ahora, ¿te apetece acompañarme?

—Ojalá pudiese. Hoy va a ser un día complicado, no creo que logre escaparme en todo el día.

—¿Ha pasado algo? —preguntó el policía.

—Acumulación de hormonas, mucho tiempo libre, demasiados días encerrados. Al final pasa lo que pasa, la convivencia es imposible. Esta madrugada, Andrés se ha dedicado a destrozar la celda.

—¿Y eso?

—Quiere que les permitamos celebrar el cumpleaños de Raquel, su novia.

—Vamos, que quieren alcohol y un poco de relajo en las normas.

—Pues sí, pero Antonio se niega, después de lo que pasó con Valeria prefiere tenerlos más controlados.

—¿Qué tal se ha tomado la negativa?

—Mal, muy mal, los demás han apoyado la idea, sobre todo Fran.

—¿Por qué?

—El muchacho lleva toda esta semana intentando engatusar a Mar, sabe que en una fiesta sería más fácil conseguir algo.

—En lugar de un concurso parece una agencia de contactos —bromeó Rodrigo.

—Lo que quiere es llegar a la final, haría cualquier cosa para lograrlo. Ahora sus compañeros lo han nominado, junto a Miguel Ortiz. Es listo, sabe que una pareja recién formada suele ser respetada a la hora de votar para la expulsión de uno de los recién enamorados. Si puede acercarse a Mar, el público echará a Miguel, seguro.

Las palabras de Alina se entremezclaban con voces desconocidas en las que se reclamaba su presencia en la sala de producción.

—Tengo que dejarte, siento anular nuestra cita para comer.

—Vaya —la voz de Rodrigo no ocultaba su decepción.

—Si quieres —Alina vaciló antes de continuar—, podemos intentar vernos para cenar.

—Eso sería genial. ¿Dónde te apetece que reserve?

—Ese es el problema, no tengo ni idea de la hora a la que terminaré.

—¿Qué te parece si quedamos en mi casa y cocino para ti? —propuso Rodrigo.

—Pero ¿tú sabes cocinar?, ¿o es que me vas a invitar a un bocadillo? —bromeó Alina.

—La duda ofende. Debajo de mi casa hacen los mejores platos precocinados del mundo y yo manejo el microondas como nadie.

Sin dejar de reír, la mujer se despidió prometiendo llamar antes de salir hacia la casa del policía.

Una hora más tarde, Rodrigo llegaba a la comisaría. El inspector Martínez había citado al equipo a primera hora en su despacho. La mañana comenzaría con malas caras.

—Han pasado ya tres semanas desde que asesinaron a Valeria Román. ¿Y qué es lo que tenemos? Nada. —El rostro del inspector mostraba su enfado.

—Es un caso muy complejo —se justificó Manuel—, es muy difícil obtener información fiable de tantos implicados.

—Por favor, señor Fernández, dígame algo que no sepa —respondió el inspector.

—Señor —Rodrigo acudió al rescate de su compañero—, hemos ido descartando sospechosos a medida que las pruebas eran confirmadas.

—¿Alguna novedad en las llamadas telefónicas a David Salgado? —El inspector Martínez ignoró las palabras de Rodrigo.

—Imposible obtener ningún dato, la tarjeta de prepago fue comprada con documentación falsa y las compañías de teléfono no prestan demasiada atención a los datos que reciben. Se confirman los días y las horas de los contactos, como él dijo, pero nada más. —Alejandro mantenía los ojos fijos en los papeles que sostenía, sin atreverse a mirar en dirección a la mesa de su jefe.

—¿Y de la amante de Antonio Llanos?

—Susana Baum, trenta y un años, vive en Bremen, cerca de la casa de sus padres. La policía de allí nos lo ha confirmado. He investigado posibles desplazamientos a España en las semanas anteriores a la muerte de Valeria, pero por ahora no aparece en ningún listado de tren ni de avión —respondió Vicenta.

—Podría haber venido en coche —sugirió el inspector.

—No. Participa en un programa infantil de la televisión local que se emite a diario. Pedí que me confirmasen si se había ausentado algún día y me aseguran que no. Creo que podemos descartar su posible implicación en el caso.

—Faltan ocho días para que ese maldito programa finalice y no tenemos nada —sentenció el inspector al tiempo que cerraba los nudillos sobre el cristal de la mesa.

—¿Y qué pasa con la hija de Jesús Herrador? Esa chica no está muy equilibrada, quizá montó todo esto para hundir la carrera de su padre —propuso Manuel—. O chantajearle, sabemos que necesitaba dinero.

—No creo que pudiese acercarse a las instalaciones sin que lo supiésemos —contestó Rodrigo—. Muchos de los que trabajan allí la conocen y no podría pasar desapercibida.

—¿Seguimos manteniendo la vigilancia de los últimos expulsados? —preguntó el inspector.

—Sí, Gelu Iglesias y Noa Garrido tienen seguimiento constante —respondió Alejandro.

—Es una pérdida de efectivos, esos dos están todo el día en la televisión; da igual el programa que pongas, aparecen en él —afirmó Manuel.

—Mañana es la penúltima expulsión —comentó Vicenta—, y la semana siguiente, la final.

—¿Qué pasará si no descubrimos antes al asesino de Valeria? —la pregunta de Rodrigo se dirigía a un jefe que desde hacía unos instantes parecía ausente.

—Señor Arrieta, eso no es asunto suyo, ni de ninguno de sus compañeros; limítense a cumplir con el trabajo. —Las palabras del inspector finalizaban una reunión estéril.

En torno a la máquina de café, los cuatro policías comentaban lo sucedido en el despacho.

—Joder, nunca lo había visto así —dijo Manuel, mientras revolvía el cortado.

—Ni yo —apoyó Vicenta—. En casi nueve años que lleva aquí, ni un solo día lo vi comportarse de esa forma.

—Qué ganas tengo de que acabe este maldito caso. —Los deseos de Alejandro eran compartidos por todos.

El día transcurrió en un ambiente denso y pesado. Cada policía dedicó las horas de su turno a sumergirse en vidas ajenas y sin aparente interés, en un desesperado intento por encontrar una relación con Valeria, por fugaz que fuese. Fechas, estudios, trabajos, ciudades de residencia, datos que se entremezclaban en la mente de Rodrigo. La búsqueda requería una observación neutral que permitiese distinguir lo relevante de la mera suposición.

En la mayoría de las investigaciones de asesinato en las que había participado, el motivo del crimen solía ser el detonante para la captura del culpable. Dinero y celos se encontraban en los primeros puestos de esa macabra lista de causas que pueden llevar a un ser humano a robarle la vida a otro. Antes de responder al «quién», había un «por qué». En la muerte de Valeria, esta premisa no se cumplía. Su estética, su actitud ante las cámaras, los llevó a pensar en un crimen por amor o desamor, pero esa hipótesis había perdido toda su fuerza. Desentrañaron su pasado para descubrir cómo la fachada de silicona y maquillaje escondía la inseguridad de una niña que tan solo pretendía agradar, que temía la cercanía de sus semejantes y alejaba a amigas y novios, quizá por miedo al rechazo, o a la crítica, actitudes presentes en toda su corta vida.

El gesto del brazo derecho para apagar la vibración del móvil le provocó una punzada en el costado. Demasiadas horas inclinado sobre aquella mesa.

—¿Sí? —El número que aparecía en la pantalla no figuraba en la agenda.

—Qué serio estás.

—Hola, ¡eres tú!

—Sí, tengo el móvil cargando en el despacho de Antonio y aproveché que ha quedado libre un segundo la línea de producción. ¿Todo bien? —preguntó Alina.

—Bueno, un día para olvidar.

—Lo siento.

—Nada importante, el ambiente está un poco cargado en la comisaría, pero ya pasará.

—¿Por la muerte de Valeria? —preguntó la mujer.

—Sí.

—¿Qué pasaría si no encontráis al culpable?

Sorprendido, el policía tardó en responder.

—Pues no lo sé, en cualquier otro caso no sucedería nada, quedan muchos asesinatos sin resolver, pero en este no tengo ni idea de las consecuencias; hay demasiada gente importante implicada, quizá pedirían alguna cabeza.

—No te entiendo.

—Digo que igual intentan achacar el fracaso de la investigación a la negligencia de alguien.

—A ti o a uno de tus compañeros, quieres decir.

—Sí, supongo que al inspector no se van a atrever a tocarlo. —El silencio se mudó al otro lado de la línea—. Pero no te preocupes, lo encontraremos.

—Te llamaba porque en un par de horas creo que podré salir. —La mujer cambiaba el rumbo de la conversación—. ¿Te sigue apeteciendo que cenemos juntos?

—Claro. —Rodrigo no imaginaba a nadie capaz de rechazar la posibilidad de pasar tiempo junto a una mujer como Alina.

—Genial, preferí avisarte con tiempo por si tenías que leer las instrucciones del microondas.

—Te arrepentirás de tus palabras cuando pruebes mi maestría culinaria —bromeó el policía.

La risa contagiosa de Alina provocó que la necesidad de verla de nuevo resultase hasta dolorosa.

—Por hoy está bien, chicos. —Las palabras de Vicenta acompañaron el final de la conversación con Alina—. Mañana será otro día.

De buena gana obedecieron la sugerencia de su compañera y juntos abandonaron la oficina.

En la puerta de la comisaría, Manuel propuso ir a tomar una cerveza para acabar el día. Rodrigo se excusó alegando cansancio.

—No me digas que la idea de irte a casita, tú solo, hace que sonrías así —sugirió Manuel.

—¿Tienes algo que contarnos? —Los ojos de Vicenta parecían querer leer a través de su cerebro.

—Dejadlo en paz, cotillas sin moral —terció Alejandro—, vete donde quieras. —Un guiño de agradecimiento sirvió para despedirse del grupo—. Pero mañana nos cuentas…

Las palabras de Alejandro fueron coreadas por las risas de sus compañeros.

Sin dar tiempo a que comenzase un interrogatorio sobre su vida sentimental, Rodrigo se alejó en dirección al coche. En su mente solo aparecía la imagen de Alina y el sonido de su risa, nada más importaba aquella noche.

Ir a la siguiente página

Report Page