La cárcel

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El sonido del timbre dirigió sus pasos hacia la puerta de entrada. Antes de abrir, Rodrigo lanzó un último vistazo al resultado de su esfuerzo. El aspecto del salón le agradó. No quería incomodar a Alina al sugerir una cena en su casa, por ello había elegido y cuidado con esmero cada detalle del acogedor y espacioso salón. El menaje que adornaba la mesa rústica de madera mostraba un aspecto elegante pero desenfadado. Sobre ella, unas brochetas de tomates, gambas y champiñones esperaban a los comensales, junto a una tabla de ibéricos que servirían para iniciar la cena. En el horno, manteniendo el calor, humeaba una lubina a la sal de aspecto más que apetitoso, y en la nevera dos pequeñas copas enfriaban el postre favorito de Alina: mousse de chocolate.

Sobre una de las baldas reposaban los dos candelabros con los que su madre señalaba los días especiales. Valoró la posibilidad de colocarlos en la mesa con pequeñas velas de colores cálidos; la desechó, demasiada intimidad para una cita que tampoco sabía si lo era.

—Como desconocía qué bebida podía acompañar a tus platos recalentados, me decidí por el vino blanco —bromeó la mujer al tiempo que alargaba una botella.

—Gracias. Creo que te vas a arrepentir de tus bromitas —respondió Roberto, mientras contemplaba el regalo—. Bien, un muscat, perfecto para la cena.

—Mi padre era, supongo que lo seguirá siendo —apuntó la mujer—, aficionado a la cata. Le gustaba alardear de sus conocimientos cuando se servía una copa. Yo solo entiendo si me gustan o no, este lo probé y es como para repetir.

Mientras hablaba, Alina paseaba por la sala deteniendo la mirada en las estanterías llenas de libros. Acostumbrado a verla con ropa informal y cómoda, los ojos de Rodrigo no podían apartarse de las curvas que marcaba el vestido. Envidioso de la fina tela, deseó ocupar su lugar y acariciar la sedosa piel que escondía. El pelo recogido en un moño bajo mostraba un cuello largo y esbelto que incitaba a besarlo.

—No sabía que fueras rico.

—¿Rico? —Rodrigo dejó de contemplar la esbeltez de unas piernas torneadas para centrarse en la conversación.

—Tu salón es más grande que toda mi casa; imagino que aún tendrás más habitaciones.

—La cocina, el baño, mi habitación, un despacho y un cuarto de invitados —al terminar la enumeración, Rodrigo se sintió ridículo.

—Confirmado, eres rico. —Una carcajada acompañó el final de la frase.

—Rico no, lo que soy es hijo único y nieto único —explicó Rodrigo—. Mis abuelos maternos compraron este piso y en él ha vivido toda la familia. Yo soy el último ocupante.

Un matiz de tristeza tiñó el silencio tras sus palabras.

—¿Hace mucho que murieron?

—A mi abuela no la conocí, de mi abuelo apenas tengo recuerdos, creo que yo tendría unos tres años cuando murió. A mi padre lo perdí hace ya nueve años.

—¿Y tu madre? —preguntó Alina, al tiempo que se acercaba a la estantería situada tras la mesa principal.

—Mi madre empezó a morir al poco de cumplir yo los siete años. Aguantó, por mí, otros ocho.

—¿Es ella? —Las manos de Alina sostenían una foto en colores sepias, en la que se apreciaba la figura de una mujer abrazando a un niño. Ambos sonreían a la cámara.

—Sí, pocas semanas después de esa foto le detectaron fibrosis pulmonar. —La voz de Rodrigo mostraba un profundo dolor a pesar del tiempo.

La mano de Alina acarició su brazo en un intento por borrar la tristeza.

—¿Todo lo que hay en la mesa lo has preparado tú?, qué engañada me tenías.

—Y eso no es todo. —Rodrigo agradeció el detalle de Alina con una sonrisa—. Acompáñeme a la cocina, señorita.

La cena transcurrió entre risas y halagos al buen hacer culinario del anfitrión. Antes del café, Rodrigo comenzó a recoger los platos para aligerar la mesa. La propuesta de ayuda por parte de Alina fue rechazada, como invitada de la noche se merecía que le solucionasen los problemas de intendencia, al menos por una vez, bromeó el policía.

—La temática de los libros dice mucho de sus dueños, pero en tu caso es difícil sacar conclusiones, la mezcla de géneros y autores es increíble —comentó Alina mientras pasaba las manos por las encuadernaciones.

—No todos son míos, una parte es de mi abuelo y otra de mi madre, ambos grandes lectores —respondió el hombre al tiempo que depositaba en la mesa dos tazas humeantes.

—¿Los de viajes de quién son?

—De mi madre. Los últimos años dependía de las mascarillas de oxígeno para sus crisis y apenas podía salir; los libros la ayudaban a evadirse.

—¿Los has leído todos?

—No, qué va, me faltan muchos.

—¿Y tienes alguno favorito?

—Sí. —La tristeza regresó al rostro de Rodrigo—. Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne. A mi madre le encantaba que se lo leyera, decía que parecía más real en mi voz. Con otros, cuando ella cerraba los ojos, los dejaba en un rincón y aprovechaba para escaparme a jugar; pero este me atrapaba y, aunque sabía que ella dormía, no dejaba de pasar páginas hasta que se me secaba la garganta.

—No lo he leído —confesó Alina girando el ejemplar para ver la contraportada.

Durante unos segundos, Rodrigo observó las manos de Alina acariciar el libro.

—Si quieres llévatelo, te encantará —sugirió Rodrigo.

—Ojalá tuviese tiempo —respondió la mujer devolviendo el ejemplar a su ubicación.

El tono melancólico de Alina sorprendió a Rodrigo.

—No hay prisa, puedes empezarlo cuando termine el caos del concurso, que no va a durar para siempre —bromeó el hombre—, además, así descubrirás el lugar al que quiero ir algún día.

—¿Aparece en él? —preguntó Alina.

—Sí, Islandia. Sueño recorrer los paisajes que inspiraron a Julio Verne, sobre todo el volcán a través del que imaginó que se podía entrar al centro de la Tierra. —La expresión de Rodrigo semejaba la de un niño pequeño ante un gran parque de atracciones.

—¿Islandia? Eso me suena a frío, nieve.

—Pues sí. —El policía sonrió ante la expresión de desagrado de Alina—. Veo que no es tu ideal de vacaciones.

—Lo más alejado —rio ella—, adoro el calor.

—Creo que no coincidiríamos a la hora de organizar nuestras escapadas —Rodrigo insinuó la posibilidad para comprobar la reacción de la mujer.

—Yo te llevaría a una tierra llena de sol, de vida, de olores, de sabores, en el que los sentidos llegan a marearte. —El rostro de Alina parecía volar.

—Si existe un lugar así, me voy contigo. —Rodrigo sabía que, si ella se lo pedía, iría al mismo infierno.

—Existe, yo me crie allí —dijo con añoranza.

—Pensaba que habías nacido en Madrid.

—Mis padres adoptivos me trajeron a España cuando tenía nueve años.

—No sabía que… —Rodrigo dudó de si terminar la frase.

—Que era adoptada —Alina le ayudó—; no te preocupes, todo eso queda muy lejos ya.

—¿Y dónde está ese paraje maravilloso del que hablas?

—En Cabuyaro, un pequeño municipio situado en Meta, el departamento más extenso de Colombia. —La mirada de Alina se perdió en el pasado mientras hablaba.

—No tienes acento.

—En el colegio se encargaban de borrármelo, decían que no era elegante. —Sus palabras mostraban tristeza.

—¿Recuerdas algo de esa época?

—Imágenes, nada más, y olores, sobre todo olores. Si cierro los ojos aún puedo sentir el aroma de la vegetación que rodeaba la casa. Me pasaba horas escondida entre la maleza jugando con mi mamá.

—Cuando dices tu mamá, ¿es tu madre biológica?

—Mi única mamá. —El dolor acompañaba cada palabra.

Rodrigo quería consolarla, acoger entre sus brazos su precioso cuerpo y borrar la tristeza con besos. No se movió. Incapaz de reaccionar, permaneció de pie en mitad de la estancia sin atreverse a tocarla. Temía que tanta perfección resultase un sueño y desapareciese con el contacto.

Sin prisa, Alina recorrió la distancia que los separaba humedeciendo sus labios con la punta de la lengua. Rodrigo se impregnó del olor afrutado que desprendía el ansiado cuerpo y saboreó cada centímetro de los cálidos y sensuales labios que le ofrecía, al tiempo que sujetaba con firmeza su nuca. El movimiento acompasado de sus bocas avivó el deseo por descubrir los secretos que ocultaban. Con ansia, se exploraron las lenguas hasta beber del mismo aroma, mientras los cuerpos se apretaban, se sentían y buscaban en una danza lenta y armoniosa que cobraba intensidad. A través de la fina tela, Rodrigo apreció la firmeza de unos pechos que, ansiosos por ser acariciados, pugnaban para abandonar su cautiverio. Dispuesto a ayudarlos, deslizó las manos por la espalda de Alina describiendo pequeños círculos que atraían, aún más, su cuerpo hacia él. Al rozar el final del vestido, los dedos se detuvieron, pidiendo permiso para continuar. Como si pudiese adivinar sus miedos, la mujer sujetó la palma de la mano con la suya y guio el camino, para luego alejarse buscando otra piel que acariciar.

Con los brazos elevados por encima de la cabeza, Alina sintió el roce sobre una piel sensible y dispuesta para el disfrute, mientras Rodrigo la despojaba de la ropa. Como un adolescente primerizo, Rodrigo erró los pasos de baile sincronizados para llevar a su pareja hasta el dormitorio, tropezando con cada objeto que encontraba, ansioso por descubrir cada resquicio de su cuerpo. Las carcajadas de Alina acallaron sus balbuceantes disculpas al tiempo que lo empujaba sobre la cama.

Subida sobre él, unió el movimiento de sus caderas al deseo que despertaban mientras le acariciaba la parte baja del vientre. Incapaz de mantenerse por más tiempo fuera de ella, Rodrigo giró sus cuerpos pugnando por acercarse más. Alina recibió, arqueando la espalda, su sexo palpitante y endurecido. Rodrigo sentía que las piernas de la mujer, apretadas con desesperación contra su espalda, aceleraban el ritmo de cada embestida. Esa excitación provocó en él un mayor deseo de satisfacerla.

Sin detener las acometidas, Rodrigo buscó con los dedos de la mano derecha la entrepierna de Alina. Sus gemidos llenaron la habitación mientras el ritmo de sus caderas anunciaba la llegada del placer. Envuelto en sus sonidos, Rodrigo la acompañó soñando con no abandonar jamás su interior. Jadeantes, se separaron apenas un palmo, dejando que el calor de sus cuerpos siguiese en contacto. Con el dedo corazón, Rodrigo acarició la silueta de Alina deteniendo el paso en cada curva.

—Eres perfecta —susurró llegando a sus caderas.

—Gracias por tu mentira —sus ojos sonreían—, pero me has hecho sentir que lo era.

La visión de una pequeña sombra, cercana al ombligo, intrigó al hombre. Para saciar su curiosidad, Alina se giró.

—Es un tatuaje —explicó pasando la mano por encima del dibujo.

—¿Una rosa?

—Veo que no entiendes mucho de flores —bromeó la mujer—, una cattleya trianae. —Ante la cara de asombro de Rodrigo, Alina continuó—. Una orquídea.

—¿Y esa letra que tiene en medio, parece una M? —Los dedos del hombre recorrían la piel tatuada mientras hablaba.

—Sí, así es.

—Me gusta mucho el sitio que elegiste. —Los labios de Rodrigo comenzaron a besar la zona al tiempo que hablaba.

—Me tengo que ir.

—Quédate a dormir —suplicó Rodrigo.

—No puedo, mañana madrugo y tu casa queda mucho más lejos que la mía de la cárcel. Creo que no dormiríamos demasiado. —Aferrado a su cintura, en un infantil gesto para que no se fuese, el policía continuó.

—Seguro que dormiremos algo y llegarás. Te llevaré.

Liberada del abrazo, Alina se levantó para recuperar la ropa esparcida por el suelo. La mujer posó de nuevo los labios en los de Rodrigo, un beso de despedida, intenso y cálido que contrastaba con la tristeza de sus ojos.

—¿Todo bien? —preguntó el hombre preocupado por la seriedad de su rostro.

—Sí, demasiado bien. —Las palabras se quedaron en la sala mientras la puerta se cerraba tras Alina.

Rodrigo se quedó contemplando la madera que cerraba su casa, incapaz de creer lo vivido. Por suerte, el aroma de Alina aún permanecía en la calidez de las sábanas, para que no confundiera los recuerdos con un sueño.

Arropada por las mortecinas luces de las farolas, la mujer abandonó el portal con el rostro surcado por un reguero de lágrimas cuyo caudal aumentaba con cada paso que la alejaba de un futuro que jamás disfrutaría.

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