La cárcel

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La luz del amanecer comenzaba a filtrarse por las hendiduras de la persiana cubriendo con su calor el lateral de la cama. Cansado, Rodrigo cerró de nuevo los ojos, en un intento desesperado por dormir mientras el reloj seguía con el avance de las agujas dispuesto a sonar en poco más de media hora. Incapaz, decidió levantarse.

La sonrisa bobalicona que recibió en el espejo del baño serviría a su compañero Manuel para acrecentar las bromas durante toda la mañana. Le resultaba complicado disimular las sensaciones que la noche anterior marcaron su cuerpo. Una llamada aceleró la salida de la ducha. Preocupado por la hora, descolgó.

—¿Qué pasa?

La voz de Alejandro respondió al otro lado.

—Acaban de avisar, Miguel Ortiz va camino del hospital.

—¿Está vivo?

—Cuando lo sacaron de la celda tenía pulso, no sé más. El jefe me dijo que pasase a recogerte y nos fuésemos para allá. ¿Estás en casa?

—Sí.

—En veinte minutos te recojo.

Rodrigo solo necesitó cinco para terminar de vestirse y revisar el arma. Mientras esperaba a su compañero, marcó varias veces el número de Alina, sin obtener respuesta. Aquel maldito aparato repetía incansable la misma retahíla: apagado o fuera de cobertura.

—¿Qué sabemos? —preguntó Rodrigo al entrar en el coche.

—No mucho. La redactora del turno de noche observó que Miguel se movía de forma extraña en la cama, como si tuviese convulsiones, y decidió contactar con Alina Calvar, la ayudante de dirección. Al no localizarla, llamaron al director. Él dio aviso a los servicios sanitarios que el programa tiene contratados y luego a nosotros. Sacaron al muchacho de las instalaciones inconsciente.

—¿Cerraron la celda?

—Sí, se ordenó que nadie entrase hasta la llegada del equipo de la científica.

—Bien —confirmó Rodrigo al tiempo que trataba de contactar con Alina. De nuevo el mismo mensaje.

—¿Qué sabemos de este chico? —continuó.

—Es el más normal, siempre me extrañó que participara en el concurso. Comedido y prudente, se nota que ha tenido una buena educación. Nada que ver con el resto.

—¿Sabemos algo de la familia?

—Poca cosa; es hijo único, por lo que contaba en el vídeo de presentación, hablaba de una madre protectora y un padre muy exigente. Vicenta investiga su entorno, parece que quien le representaba en las galas era un amigo.

—¿Este es uno de los tres participantes que David Salgado, bueno, que su empresa, coló?

—Sí.

—¿Alguna relación con Valeria?

—Manuel rastrea su pasado para detectar algún punto de encuentro entre los dos —respondió Alejandro al tiempo que ahogaba un bostezo.

—¿Estás bien? —preguntó Rodrigo.

—Sí, es que el turno de noche y los bebés por la mañana en casa empiezan a ser incompatibles.

—No me extraña. —Una sonrisa de ánimo acompañó las palabras de Rodrigo.

Las primeras luces de la mañana conferían un aspecto irreal a la visión del hospital. Rodrigo mantenía una compleja relación con aquel tipo de edificios. Demasiadas visitas, ilusionado por la aparición de una solución mágica a las dolencias de su madre, se enfrentaban a la realidad que le oprimía al abandonarlos. Aún sentía la fuerza con la que ella le apretaba la mano al salir, mientras sonreía y, como si de una visita insustancial se tratase, hablaba del estado del tiempo, el frío, la lluvia, la nieve…

El policía observó a la gente en el aséptico vestíbulo. Los pacientes accedían con prisa, deseosos de abandonar lo antes posible el lugar; sin embargo, al traspasar la puerta principal un freno invisible detenía su caminar mientras, nerviosos, trataban de orientarse. Guiados por un vigilante de seguridad que los esperaba, los dos policías ascendieron a la quinta planta en uno de los ascensores para el personal. Mientras iban por el pasillo, hacia la habitación de Miguel Ortiz, Rodrigo observó a un grupo de mujeres que se dirigían a su encuentro. Al rebasarlos, el policía comprobó cómo en medio del amasijo de brazos se apoyaba el cuerpo de una de ellas, que no dejaba de llorar de forma desconsolada, incapaz apenas de tenerse en pie.

—Está muy grave. —Las palabras de Antonio Llanos obligaron al policía a variar la dirección de su mirada—. Llegó vivo. Y cuando lo estaban reconociendo sufrió una parada. Nada más se sabe, por ahora.

—¿La mujer…? —trató de preguntar Rodrigo.

—¿La que se llevan? Su madre —interrumpió Antonio—. Y aquel —continuó señalando a un grupo de tres hombres a escasos metros de distancia— es el padre.

—Este contratiempo debe permanecer alejado de los medios —ordenó Vera en voz baja, uniéndose al grupo.

La falta de sensibilidad de aquella mujer lograba cabrearlo.

—¿Contratiempo? —preguntó Rodrigo clavando los ojos en ella.

—Quizá no he empleado el término correcto, me refiero a la necesidad de manejar la situación con cautela para mantener a la prensa lejos de aquí —apuntó ella.

El tono condescendiente no ayudó a mejorar la crudeza de sus prioridades.

—Si tiene usted alguna queja sobre nuestra forma de proceder, diríjala a quien competa. Si no es así, mejor nos deja trabajar —sugirió Alejandro, hastiado de su prepotencia.

—Deberían regresar a las instalaciones —dijo Rodrigo—, para facilitar el acceso de los compañeros a la celda en la que se alojaba la víctima.

—Yo me quedo —dijo Vera.

—Su presencia aquí no es necesaria —insistió Rodrigo.

Sin responder, la mujer se alejó del grupo para realizar una llamada. Regresó con una sonrisa de triunfo:

—Le aseguro que los intereses que represento sí consideran necesaria mi presencia.

Su mirada se clavó en el rostro del policía desafiando una autoridad que no reconocía. Antes de poder seguir hablando, el sonido del teléfono móvil que Rodrigo guardaba en el bolsillo de la chaqueta exigió su atención.

—Creo que ahora se lo van a explicar —afirmó la mujer.

—Arrieta —la voz del inspector resonó con fuerza—, no cree más problemas.

—Pero, jefe… —trató de protestar.

—Vera Palacios tiene autorización para estar en el hospital y hablar con el padre de la víctima o con cualquiera de los familiares. ¿Está claro?

Sin esperar respuesta, la conversación cesó. Rodrigo demoró la retirada del teléfono de la oreja; sentía el calor ascendiendo por el rostro, fruto de la rabia contenida.

—Mi compañero hablará con los médicos que asistieron a Miguel Ortiz al ingresar en urgencias. Usted —la mirada se dirigía a Antonio— regrese a la cárcel y colabore con los compañeros que acudan allí. Yo hablaré con la familia.

—Yo le acompañaré —apuntó Vera.

El policía centró la atención en su compañero, que agradecido por poder alejarse le dedicó una leve inclinación de cabeza sin prestar atención a la mujer; temía que un leve contacto visual desatase su lengua.

Escoltado por Vera, avanzó en dirección a los tres hombres señalados por Antonio como familiares de Miguel Ortiz.

—Buenos días, soy el subinspector Rodrigo Arrieta. Necesito hablar con el padre de Miguel Ortiz.

Su presencia provocó el retroceso de dos de los presentes, que en un respetuoso segundo plano permanecieron en silencio sin apartar la mirada del rostro del policía.

—¿Es usted el padre de Miguel? —El hombre al que se dirigieron las palabras de Rodrigo rondaría los sesenta años. Alto y bien vestido, mantenía la apostura de quien se sabe escuchado y respetado.

—Sí.

Rodrigo se sorprendió ante la actitud. Nadie pensaría contemplando aquel semblante frío y sereno que su hijo estuviese en esos momentos peleando por sobrevivir.

—Ella es Vera Palacios —explicó el policía—, representa al programa de televisión en el que Miguel participaba.

—Siento mucho todo lo que sucede. —En el papel de serpiente zalamera, la mujer utilizó todos sus encantos. Rodrigo la odió aún más por ello.

El hombre se mantuvo indiferente a las palabras de ambos; centró su atención en eliminar una imperceptible mota de un traje que se acoplaba perfecto a un cuidado cuerpo. Lucía complementos que mostraban una situación económica más que solvente; el anillo de boda de su dedo anular seguro que costaba más que el coche de Rodrigo.

—¿Sabe por qué su hijo quería ir al concurso?

—No.

—Tengo entendido que nadie de la familia acudía a las galas para representarle, ¿es cierto? —Rodrigo conocía la respuesta, pero necesitaba que el hombre hablase un poco más.

—No tenemos nada que ver con ese mundo.

—Por lo que usted me cuenta, supongo que jamás le hubiese ayudado a entrar en él.

El policía sopesó la posibilidad de que el padre de Miguel fuese quien contrató los servicios de David Salgado.

—No.

—Debe usted saber que Miguel es uno de los mejores concursantes y que el público le adora. —Vera intentaba hacer visible su presencia, aunque sin demasiado éxito.

—La familia no quería que participase —afirmó Rodrigo.

—Así es.

—Pero él lo hizo —continuó el policía.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó el hombre.

—No —respondió Rodrigo.

—Cuando los tenga, descubrirá que no siempre hacen lo que sus padres desean.

—Entiendo que para usted es un momento muy duro, pero necesito que colabore.

—Le estoy respondiendo a sus preguntas, ¿no es eso colaborar?… Me gustaría a mí hacerle una, ¿por qué está aquí la policía interesándose por mi hijo? —La musicalidad que acompañaba a las palabras confirmó las sospechas del policía, situando el país de origen de aquel hombre en algún lugar de América del Sur, no podría precisar en cuál.

Antes de que Rodrigo pudiese responder, la voz de Vera resonó en el pasillo, nerviosa quizás ante una posible indiscreción del policía:

—La cadena ha pedido la presencia de la policía para velar por la seguridad y la intimidad de todos los concursantes —mintió.

—¿Podría decirme si Miguel había recibido algún tipo de amenaza antes de su entrada en el concurso? —El tono de Rodrigo mostraba malestar por la actitud de la mujer.

—No.

—¿Sabe de alguien que quisiera hacerle daño a él o a algún miembro de su familia?

—¿Insinúa que lo que le pasa a Miguel ha sido provocado? —preguntó el hombre al tiempo que el sonido de su teléfono móvil resonaba en el pasillo.

—Aún no podemos saberlo.

Sin mirar la pantalla, alargó la mano hacia el tipo que flanqueaba su derecha para que lo atendiese. La relación entre los tres mostraba una obediencia y sumisión clara; más que familiares o amigos, daba la impresión de que eran dos perros guardianes adiestrados para atacar cuando se lo ordenasen.

—¿Alguna otra pregunta, subinspector?

Sí, Rodrigo tenía demasiadas, pero no consideró que fuese el lugar adecuado para realizarlas. Antes de continuar aquella conversación necesitaba conocer más datos sobre la familia de Miguel Ortiz.

—Nada más, por ahora —apuntó Rodrigo.

El hombre iba ya a alejarse cuando unas palabras, susurradas por el individuo encargado de contestar al teléfono, lo detuvieron.

—Mi esposa quiere que recojamos las pertenencias de Miguel. En cuanto se recupere volverá a casa, para él ha finalizado el concurso. ¿Dónde están?

—Siguen en las instalaciones —aclaró Rodrigo.

—¿Cuándo nos las harán llegar?

—Si usted quiere —propuso Vera en un nuevo intento de manipulación—, puedo acompañarle a los estudios y se las entregaré. Daremos aviso al hospital para que nos llamen si se produce alguna novedad en el estado de salud de su hijo.

Durante unos instantes, el hombre valoró esa opción.

—Está bien.

Vera sonrió. Necesitaba tiempo para ver cómo ganarse el silencio de aquella familia.

—Puede acompañarme, hay un coche de producción esperando fuera —sugirió la mujer.

—Gracias, mi chófer me llevará —respondió el hombre al tiempo que dirigía la mirada al individuo situado a su izquierda.

El padre de Miguel dio unas breves órdenes al segundo de sus acompañantes, que las recibió con asentimientos de cabeza.

—¿Usted nos acompaña, subinspector? —preguntó al iniciar la marcha hacia los ascensores.

—Mi trabajo aquí aún no ha terminado. Vayan delante, me reuniré más tarde con ustedes —afirmó el policía.

Sin respuesta, Rodrigo observó alejarse al padre de Miguel custodiado por Vera justo en el instante en el que la puerta del quirófano se abría solicitando la presencia de los familiares de Miguel Ortiz.

Antes de hablar, el rostro del médico manifestó una realidad que todos temían: el muchacho acababa de morir.

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