La cárcel
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—Hola, chicos, el jefe quiere vernos. —Las palabras de Vicenta apenas lograban atravesar el barullo de voces que llenaban la comisaría. Sin entender lo que pasaba, Alejandro y Rodrigo miraron hasta descubrir caras de compañeros de otros turnos.
—Se han pedido refuerzos —aclaró Manuel.
Sin más comentarios, los cuatro juntos se dirigieron al despacho del inspector.
—Siéntense —ordenó este al verlos—. Mis intentos por obtener información del entorno de Miguel Ortiz han tenido como respuesta una comunicación del Ministerio del Interior en la que se nos ordena, de forma tajante, abandonar todo tipo de investigación sobre el muchacho y su familia.
—¿Del Ministerio? —preguntó Rodrigo—. ¿Y qué interés tienen en este asunto?
—Señor, la clave del caso es esta familia, estoy seguro —afirmó Alejandro.
—¿Cómo vamos a trabajar si nos cierran el acceso a la información? —cuestionó Vicenta.
—Las órdenes son claras —zanjó el inspector—, en la investigación nos ceñiremos a los datos que ya tenemos.
—Que no son muchos —adujo Vicenta, comprobando la documentación en sus manos—. Luis Ortiz Muñoz y Manny Anzano Sánchez aparecen por primera vez en un registro oficial en abril de 1988. Cuatro meses después inscriben a un recién nacido, Miguel Ortiz Anzano, como su hijo. A partir de ahí sus vidas transcurren como las de cualquier otro ciudadano, están al día en pagos a Hacienda, seguros sociales y todas estas cosas. Pero nada más de su origen. ¿Vosotros pudisteis averiguar algo más en el hospital?
—Con la madre no hablamos —comentó Rodrigo—, pero con el padre sí y aún conserva parte del acento de su país de procedencia, aunque no pude descifrar de cuál.
—¿Después de tantos años en España no es curioso que no lo haya perdido? —comentó Manuel.
—Si se sigue relacionando sobre todo con gente de su comunidad, es normal que lo mantenga —Vicenta continuó—. ¿Tendríamos forma de conseguir ese dato?
—No —afirmó el inspector.
—Pero entonces —protestó Rodrigo—, podemos jugar a ser adivinos e intuir que algo del pasado de esta gente ha causado la muerte de su hijo, pero nada más.
—Si las altas instancias los protegen con tanto interés, es que algo ocultan —argumentó Alejandro—, bien porque colaboraron con ellos en alguna investigación o bien por petición de otro país, lo que amplía las opciones.
—Sé que esto puede resultar muy frustrante para ustedes, soy el que mejor conoce todos los esfuerzos que han realizado estas semanas y los sacrificios personales que se han impuesto —afirmó el inspector, mientras posaba los ojos en cada miembro del equipo—, pero hay cuestiones de política que no podemos ni debemos traspasar.
—¿Y ahora qué? —preguntó Vicenta tras unos segundos de tenso silencio.
—Pues ahora debemos continuar con nuestro trabajo y averiguar quién asesinó a Valeria y a Miguel —concluyó el inspector dando por finalizada la reunión.
Reunidos en torno a la mesa de Vicenta, los cuatro policías vaciaron su rabia ante las órdenes impuestas, hasta que el sonido del teléfono interrumpió la conversación.
Apenas unas breves frases sirvieron a Vicenta para despachar la llamada.
—Eran los de la científica, se confirma que en la botella de agua había paraquat, el mismo herbicida que mató a Valeria —comentó la mujer.
—¿Huellas? —preguntó Alejandro.
—No —respondió Vicenta—, el plástico estaba limpio.
—En el caso de Miguel Ortiz podemos asumir que el pasado de sus padres estuviera directa o indirectamente relacionado con su muerte —reflexionó Manuel—, pero la muchacha, ¿qué relación tiene con ellos?
—Hasta donde sabemos, ninguna —afirmó Alejandro.
—Pero no puede ser una coincidencia —Vicenta movía sin parar los papeles que se acumulaban en la mesa—, alguien quería muertos a estos dos muchachos y aprovechó su encierro para envenenarlos. Se nos escapa la conexión, tiene que estar en algún sitio.
El cansancio y la frustración no les permitían encontrar la forma de avanzar en las investigaciones.
—¿Y si fue un error? —apuntó Rodrigo de repente.
—¿Un error? No te entiendo —respondió Vicenta.
—Me refiero a la muerte de Valeria.
—Y si el objetivo era Miguel y asesinaron a la chica por equivocación —explicó Rodrigo.
Sus compañeros lo miraron durante unos instantes mientras asimilaban la propuesta.
—Repasemos lo que tenemos hasta ahora —propuso Vicenta, la idea de su compañero resultaba tan ilógica como el caso, lo que la convertía en una vía por la que podían intentar tirar—. Valeria muere después de la fiesta de cumpleaños, suponemos que el herbicida estaba en alguna de las bebidas que consumieron esa noche, porque la opción de que estuviese en el chocolate que le suministraba la limpiadora es imposible, en esa fecha no trabajó y los datos de que disponemos la han descartado como posible asesina.
—Los de la científica no encontraron nada en la habitación y la redactora que estaba de guardia esa noche no apagó en ningún momento las cámaras, lo que hace imposible que entrase o saliese alguien de la celda —continuó Alejandro.
—Bien, entonces ¿cómo el asesino se podía asegurar de que el veneno iba a ser consumido por su objetivo? Cuando comprobamos las cintas de esa noche, vimos que fue movidita y todos bebieron de todo —sugirió Manuel.
Mientras el resto del equipo debatía, Vicenta no dejaba de manipular imágenes en la pantalla del ordenador.
—Cierto, pero tengo que reconocer que al comprobar las grabaciones solo nos fijamos en Valeria, ella era nuestra única víctima. Al volver a repasar esas horas, me estoy dando cuenta de un pequeño detalle. —Mientras hablaba, la mujer giró la pantalla hacia sus compañeros.
—¿Notáis algo? —preguntó al tiempo que aceleraba el movimiento de la imagen para adelantar el tiempo.
Tras unos minutos observando las imágenes, Alejandro proclamó en voz alta lo que todos pensaban.
—Miguel no toma nada.
—Eso es, durante las dos primeras horas sus manos están vacías. Y cuando el ambiente comenzaba ya a estar muy animado —afirmó Vicenta—, se le ve acercarse a la barra y coger un cóctel que estaba colocado en la parte de atrás, pero…
—No lo bebe él —narra Alejandro sin apartar los ojos de la pantalla—. Valeria se acerca bailando, coquetea con él, se lo quita y se lo toma de un trago.
—Así es —continuó Vicenta.
—Un poco raro, ¿no? —apuntó Manuel.
—Lo mejor será hablar con alguien del programa, quizá todo tenga una explicación— propuso Alejandro.
Las palabras del policía provocaron que Manuel y Vicenta dirigieran las miradas hacia Rodrigo. Este aceptó el encargo.
El primer intento recayó en Alina. De nuevo recibió el mismo mensaje desesperante. Sin entender su silencio, y con un nudo de preocupación en el estómago, optó por llamar a la redactora que descubrió el cuerpo de Valeria.
—Hola, Claudia, ¿cómo estás? Soy el subinspector Arrieta —se presentó—. ¿Sabes dónde está Alina? Necesito hablar con ella.
—Lo siento, señor Arrieta, no sé nada de ella, llevo llamándola desde primera hora de la mañana y su móvil está apagado —respondió la mujer.
—¿Y no ha pasado por ahí?
—No ha venido a trabajar ni ha llamado, y eso en ella no es normal. Hace un rato estaba hablando con Antonio para acercarme a su casa, tengo miedo de que le haya pasado algo.
Las manos de Rodrigo apretaron con fuerza el teléfono. Arrastrado por los acontecimientos de la madrugada, sin tiempo para respirar, no había pensado en esa posibilidad. En cuanto finalizase la conversación enviaría un coche patrulla a su apartamento.
—No se preocupe —las palabras de tranquilidad iban dirigidas más a él que a Claudia—, yo me encargo de localizarla.
—¿Puedo ayudarle en algo más?
—Quizá sí —afirmó el hombre—, estaba repasando las imágenes de la primera fiesta en la cárcel, justo la noche anterior a la muerte de Valeria, y me he dado cuenta de que Miguel Ortiz no bebe alcohol. ¿Sabes si había algún motivo?
—Recuerdo que ese día el chico se levantó con un dolor de garganta que apenas podía tragar. Avisamos al médico y nos dijo que tenía una infección y para que mejorase le inyectó antibióticos. Le dijeron que nada de alcohol en unos días, porque lo que le había metido era muy fuerte y podía tener una reacción. Nos pidió que para no preocupar a su madre no se dijese nada de su enfermedad, y alguien propuso que se le preparase un cóctel sin alcohol y así parecería integrado con el resto.
—¿Recuerda de quién fue esa idea?
—Creo que de Alina, no estoy segura.
—Entiendo —respondió Rodrigo sin que su expresión se correspondiese con la verdad—. Por lo que he visto en las grabaciones, su bebida terminó en el estómago de Valeria.
—La verdad es que no lo sé, no me fijé. Esa noche la muchacha estaba desatada, a mitad de la fiesta se hubiese bebido cualquier cosa.
Rodrigo agradeció su ayuda y se despidió de la mujer solicitando que le avisase si lograba contactar con Alina.
—La pobre Valeria murió sin motivo —afirmó Alejandro al escuchar la información recibida de la redactora—. El veneno estaba destinado a Miguel.
—Eso parece —continuó Rodrigo.
—Introdujeron al muchacho en el concurso amañando los votos porque parece claro que alguien quería verlo muerto —resumió Manuel—, pero entonces ¿por qué metieron a los otros dos? ¿Qué relación tienen?
—Quizá ninguna —concluyó Alejandro—, las decisiones del público a través de las redes pueden variar en cuestión de horas, no todas las reacciones se pueden controlar. Quien manipulaba a David Salgado lo sabía y por eso jugaba con tres cartas; si llegado el último momento los planes no salían como quería, podía sacrificar a dos de los concursantes que no le interesaban, dejando sus plazas sin cubrir en beneficio de Miguel.
—Tiene que ser alguien que trabaja en las instalaciones —afirmó Vicenta—, y que esperaba el momento propicio para actuar. Y no disponía de mucho tiempo para cumplir sus planes, porque todo indicaba que lo expulsarían en la gala de esta semana.
—En esta ocasión, nuestro asesino se aseguró de no fallar cuando dejó la botella de agua en la celda —reflexionó Manuel—. Debemos hablar con el personal que estuviese anoche de guardia para saber quién tuvo acceso al cuarto de Miguel.
—Tengo el teléfono y la dirección de la redactora encargada del turno de cámaras de anoche, pero debe de estar durmiendo y no lo coge —dijo Vicenta—. Mandaré un coche a buscarla y la interrogaremos en comisaría.
—Pídeles también —interrumpió Rodrigo entregando un papel a su compañera—, que se pasen por esta dirección, es la casa de Alina Calvar. El programa lleva toda la mañana intentando localizarla y no lo consiguen.
—¿Esa no es la muchacha morena con la que has quedado alguna vez? —preguntó Manuel.
—Sí —afirmó Rodrigo, sin levantar la vista del vaso de café que mantenía entre las manos.
—Esperemos que no se encontrase ayer con el asesino —apuntó Manuel.
—Te quieres callar —le ordenó Vicenta, al comprobar como una mueca de inquietud se marcaba en la frente de Rodrigo—. No seas agonías.
Sin responder, el policía se apartó para intentar de nuevo localizar a Alina. Sin suerte, el maldito mensaje no variaba su letanía. Rodrigo regresó a la improvisada reunión justo cuando Vicenta colgaba el teléfono.
—La científica nos comunica que en la flor no hay nada que nos pueda servir.
—¿Qué flor? —preguntó Manuel.
—Entre las pertenencias de Miguel encontraron una flor —respondió Alejandro—, parecía una especie de regalo.
—Pues yo creo que era algo más que eso. —El rostro de Rodrigo se concentraba en intentar recordar—. ¿Te fijaste en la expresión del padre cuando le hablamos de ella?
—Tienes razón —confirmó Alejandro.
—Quizá fuese un mensaje —apuntó Vicenta.
—¿De qué especie era? —inquirió Manuel.
—Les pedí una foto a los de la científica y me la acaban de enviar —afirmó Vicenta, mientras manipulaba el teclado del ordenador en busca de una imagen.
Las palabras de la policía acompañaron el movimiento de sus manos al girar la pantalla. El rostro de Rodrigo recibió la imagen como si de una bofetada se tratase.
—Una orquídea —aclaró Manuel—. Una flor muy exótica, creo recordar que aparece en el emblema de varios países sudamericanos.
—Es una cattleya trianae —afirmó Rodrigo en un ronco susurro.
—No sabía que entendieses tanto de flores.
Las palabras de Vicenta obtuvieron una respuesta enigmática:
—Desconocía su existencia hasta anoche.