La cárcel

La cárcel


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Colombia, 1999

Mara Cortizas sintió la cercanía de la muerte. Encogida en el asiento trasero de la camioneta contempló la frente empapada de Fredo, que aferrado con fuerza al volante luchaba por alejarlos de su destino.

—¿Todo bien? —La mirada de Fredo se apartó un instante de la carretera para observar con preocupación la palidez en el rostro de Mara.

—Sí —mintió—, solo un poco cansada.

—Intenta dormir, después pararemos a comer algo.

Sin ánimo para responder, la muchacha esbozó una leve sonrisa y se arrebujó al calor del pequeño cuerpo que dormitaba a su lado. Dolorida por el balanceo incesante, entrecerró los ojos y se permitió soñar. Con ternura, Mara pasó la mano sobre el pelo negro de la pequeña, mientras el olor a flores y miel que desprendía la trenza despertaban imágenes de su infancia, donde el miedo no existía.

Mara nació cuando ya casi nadie la esperaba, lo que, unido a la salud frágil de sus primeros años de vida, la convirtió en el centro de todas las atenciones.

Pertenecía a una familia unida y tradicional, en la que el abuelo Pedro era el auténtico patriarca de la comunidad, respetado no solo por los suyos, sino también por las otras familias, que lo consideraban un hombre sabio y recurrían a él en busca de consejo, consuelo o justicia.

Las estaciones y las cosechas se sucedieron y la salud de Mara mejoró hasta convertirse en una niña fuerte que disfrutaba del juego y la diversión. A pesar de ello, la vida de la pequeña continuó rodeada de mimos y caprichos, que ella aprovechaba para eludir algunas de las tareas que le adjudicaban. Eso sí, sabía a quién hacerle carantoñas y en cuanto veía aparecer a su abuelo, la pequeña corría hacia él con un vaso de agua fresca, y entre abrazos le repetía lo mucho que le quería.

Los años transcurrieron con rapidez, las hermanas se casaron y se marcharon a vivir a otro pueblo, donde formaron su propio hogar. Don Pedro, triste por no tener a todos los suyos cerca, decidió aprovechar el décimo quinto cumpleaños de la menor de sus nietas para organizar un reencuentro de toda la familia. El anciano eligió la casa de sus nietas mayores para celebrar allí la fiesta.

El día del cumpleaños de Mara la actividad en la casa de sus hermanas era incesante. Mesas llenas de humeante comida y enormes jarras de aguardiente con limón, hielo picado y mango esperaban a los invitados.

La invitada, acompañada de sus padres y de su abuelo, se hizo esperar. Al descender del coche, la muchacha se sintió cohibida ante las miradas y los aplausos, que a modo de felicitación recibía de gente a la que ni siquiera conocía, aunque, acostumbrada a las atenciones, no tardó en sentirse cómoda de nuevo.

Finalizada la comida, decidieron abrir la fiesta a los vecinos y compartir brindis y baile en honor de la joven Mara.

El bullicio de la música y las risas atrajo la atención de Kaliche, un rico empresario, que furioso se movía por las calles sin dejar de mirar al horizonte. La tensión en su mandíbula crecía con cada minuto que pasaba. Quería irse de una maldita vez de aquel barrio polvoriento, pero necesitaba las camionetas con urgencia. Sin medios para transportar la mercancía no cumpliría los plazos y eso pondría en peligro el trato.

Intrigado, Kaliche envió a uno de sus hombres para descubrir los motivos de tal algarabía.

—Unos campesinos que celebran los quince años de su hija —respondió Chako con desprecio—, y están invitando a un trago a quien se acerque por allí.

Los ojos fríos y profundos de Kaliche recorrieron con apatía el lugar despreciando a los labriegos de ropas baratas y vidas tristes.

Hasta que una muchacha, de cuerpo menudo y sin demasiadas formas, apareció de entre un grupo de mujeres y comenzó a bailar agarrada a un anciano, mientras el resto de los invitados observaban y aplaudían.

El pelo negro y liso recogido en una trenza adornada con pequeñas flores caía sobre la espalda tapando un tímido escote. El rostro infantil, sin maquillaje, mostraba una sencillez que en nada se parecía a las mujeres sensuales y provocativas con las que Kaliche había compartido lecho.

Incapaz de apartar la mirada del balanceo de aquellas caderas sin forma, encaminó los pasos hacia ella y con un suave golpe en el hombro del anciano obtuvo el permiso para ocupar su lugar, atrapando entre sus brazos firmes una silueta temblorosa.

Mara, acostumbrada a tratar tan solo con los hombres de su familia, bajó la mirada mientras el calor de su nueva pareja de baile traspasaba la fina tela de su vestido para marcarse en su cintura. La música acompañó apenas unos minutos, suficiente para que ella sintiese cómo el estómago se encogía ante el contacto con el desconocido y desease no apartarse jamás de aquel olor intenso y amargo que rodeaba sus sentidos. Olvidando la educación recibida de sus padres, alzó la vista para contemplar sin pudor el rostro anguloso del hombre, al tiempo que le dedicaba la mejor y más cautivadora de sus sonrisas.

En aquel instante Kaliche descubrió el motivo de su atracción. Aquella muchacha era como él, capaz de manejar a su antojo a quienes la rodeasen para obtener lo que deseaba. La diferencia estaba en que ella lograba sus metas con la suavidad de una mirada y él con la dureza de las manos.

Un gesto de Julio anunció la llegada de las esperadas camionetas y le obligó a separarse de Mara. Mientras se alejaba, con calma susurró:

—Te casarás conmigo.

Por respuesta, un sonrojo y una sonrisa de afirmación.

Tres semanas más tarde, Kaliche apareció en la puerta del rancho de los Cortizas dispuesto a llevarse a Mara. Junto a él, Julio y Chako custodiaban a un sacerdote con el cuerpo tan encogido por el miedo que parecía flotar dentro de la sotana. De nada sirvieron las protestas de sus padres, la muchacha deseaba volver a sentir el calor de aquellas manos y no lograrían convencerla de su error al aceptar la propuesta de matrimonio de un hombre al que no conocía.

Don Pedro, furioso por la intromisión en sus tierras, decidió defender a la familia, y aunque contrario al uso de las armas, en esa ocasión no dudó en apuntar su escopeta contra el pecho del joven, quien acostumbrado a pelear por su vida y por su negocio sonrió ante el gesto del anciano.

—El abuelo tiene razón —dijo mientras apartaba el arma con el dorso de la mano—, estas no son maneras de comportarse. Si me permiten unos segundos, don Pedro y yo tenemos que hablar, es imperdonable que no le pidiese permiso para casarme con su nieta.

Alejados del resto de la familia, Kaliche hizo un gesto para que Chako se acercase a entregarle una pequeña bolsita. Con calma tiró de los cordones que la mantenían cerrada y la abrió para que don Pedro viese el contenido.

—¿Las reconoces? —preguntó Kaliche con el rostro serio. El anciano asintió, incapaz de pronunciar una palabra. Aquellas trenzas de pelo negro y sedoso pertenecían a las hermanas de Mara.

—Están a salvo, y así continuarán si dejas ya de joder con tus tonterías. Ahora nos acercaremos a la casa como dos buenos amigos, me darás tu bendición y brindarás en mi boda. Si desobedeces, no volverás a verlas, mis hombres se las llevarán y las venderán en un burdel de la frontera.

Acabada la ceremonia, Kaliche y sus hombres salieron de la casa de los Cortizas acompañados de Mara.

Con promesas de regresar pronto a visitarlos, la muchacha se despidió de su familia sin saber que se alejaba de ellos para siempre.

Aquella misma noche, el destino premió las buenas acciones de don Pedro a lo largo de los años al borrar de su mente la capacidad de recordar. De esa forma le arrancó el dolor de abandonar a su pequeña nieta en los brazos de aquella bestia.

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