La cárcel

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Colombia

Semanas antes del noveno cumpleaños de la pequeña, Kaliche ordenó a su esposa que preparase una gran fiesta para celebrarlo. Extrañada, hacía años que ni siquiera miraba a la niña; Mara aguzó sus sentidos para descubrir, a través de las conversaciones con sus hombres, los motivos de aquel cambio.

No tardó en saber lo que buscaba: su marido quería abandonar el país, la colaboración entre los servicios de la policía gubernamental y los agentes de Estados Unidos hacía peligrar no solo los negocios sino la propia vida de Kaliche. A cambio de su seguridad, el muy rastrero había pactado con ellos para entregarles a dos de las familias con las que compartía territorio y distribuidores. Necesitaba un lugar libre de sospechas, que no levantase recelo, para reunirse con las autoridades locales, intermediarios con los agentes extranjeros. Para todo ello, nada mejor que una celebración infantil, quién podría sospechar.

Mara descubrió que el plan de su marido no la incluía a ella ni a la pequeña. En los pasaportes entregados a cambio de la información no aparecían sus nombres y sí el de su amante. Lejos de enfadarse, la mujer lo celebró como una liberación; con aquel hombre fuera de sus vidas, al fin podría regresar a casa de sus padres y criar a su pequeña lejos del miedo.

El día previo a la fiesta, Mara se movía por la finca emocionada por la cercanía de su independencia; trataba de que todo resultase perfecto para que los planes de su marido llegasen a cumplirse. Por suerte, un viaje inesperado a la capital mantuvo a Kaliche alejado de la plantación, lo que le permitía estar por la casa sin ojos tras ella. Con ayuda de las muchachas de servicio y de los trabajadores de la finca colocó guirnaldas de colores adornando el jardín y una enorme piñata repleta de dulces en el centro. Encima de los tableros, que harían de mesas, ramos de orquídeas esperaban la llegada de los invitados. Su felicidad contagió al personal doméstico, nunca se había oído entre aquellas paredes tanta algarabía y por unos instantes todos olvidaron a quién pertenecía el lugar.

Subida en una de las sillas de la cocina, Mara trataba de alcanzar los manteles de hilo bordado guardados en los estantes superiores. Fredo entró en la despensa en busca del menaje para colocar en las mesas de fuera.

—Por favor, ayúdame con esto, que pesa —rogó la joven mientras descendía con cuidado.

La petición fue atendida de inmediato. Con una sonrisa, el hombre colocó las manos bajo las de ella a la espera de que soltase la carga. El contacto con su piel y la sensación de libertad que se respiraba en la casa hicieron que por un instante se dejase llevar por sueños reprimidos durante demasiado tiempo. Con pasión, acercó su boca y la besó.

La suavidad con la que los labios del muchacho pedían permiso para besarla, para acariciarla, sorprendió a la mujer, que, acostumbrada a las maneras de amante posesivo de su marido, tardó unos segundos en reaccionar y apartar el cuerpo de Fredo.

Antes de que las palabras de protesta surgieran de sus labios, una sombra en la ventana de la cocina llamó su atención. Paralizada por el miedo descubrió la silueta de Chako, que se alejaba de la casa y desaparecía en su coche. Pálida y con la respiración entrecortada, Mara corrió en busca de Xisseta, seguida por Fredo.

—Tienes que huir. Si te encuentra, te matará. —Las palabras de Xisseta tras escuchar lo que había sucedido confirmaron sus sospechas: aquel malnacido de Chako iba en busca de Kaliche.

—Pero puedo explicárselo, no ha sido nada —trataba de justificar la muchacha.

—Niña, después de tanto tiempo aún no sabes la clase de hombre con el que te casaste. —Mientras hablaba, Xisseta abrazaba con fuerza a Mara, sabía que era la última vez que podría—. Sube al cuarto y recoge un poco de ropa para ti y la niña. No tendrá compasión, ni contigo ni con ella.

—Mis padres, mi familia… —de repente la mente de Mara comenzó a recordar.

—Yo me encargo, enviaré a uno de los jornaleros de confianza y les diré lo que ha sucedido; lo mejor será que desaparezcan durante un tiempo —afirmó la mujer.

—¿Qué voy a hacer?, ¿adónde puedo ir? —sollozaba la muchacha.

—No lo sé, pequeña, pero tenéis que esconderos. Os buscará, y si os encuentra nadie podrá ayudaros. Lo mejor sería que abandonaseis el país. —Las sugerencias de Xisseta demostraban lo bien que conocía a su jefe.

—¿Salir del país? —Sus palabras temblaban tanto como su cuerpo. Mara jamás había estado sola, primero sus padres y luego Kaliche organizaron su vida sin que tuviese que preo­cuparse de nada, ¿cómo se las arreglaría ahora para sobrevivir sin ayuda?

—Creo que podría conseguir los papeles para dejar Colombia. —Los ojos de Fredo miraban al suelo mientras hablaba, consciente del peligro en el que Mara y su hija se encontraban por su culpa.

—¡Habla! —ordenó la mujer, deseaba pegarle, gritarle, pero primero escucharía.

—Conozco a un policía que trabaja en el departamento de Cauca, en Popayán, es hijo de un primo de mi madre y me debe un favor. Hace un par de años le salvé la vida, tu marido preparaba una operación y él era uno de los objetivos que iban a eliminar; sé que si se lo pido nos conseguirá la documentación para salir del país.

—¿Y mientras? —preguntó Xisseta

—Mis abuelos tienen una casa en Cajibio, muy cerca de Popayán; podemos escondernos allí, en esta época del año está vacía.

Abandonar la protección de su hogar, alejarse de su país, de su mundo, recorrer más de ochocientos kilómetros en una huida sin posibilidades, por un beso de un hombre al que ni siquiera amaba. Mara sintió flaquear todo su cuerpo.

—No hay tiempo para eso —Xisseta zarandeaba los hombros de la muchacha con fuerza mientras hablaba—. En la casa no hay dinero; llévate las joyas, te harán falta para empezar una nueva vida. Prepararé algo de comida para el viaje.

En pocos minutos la camioneta de Fredo iniciaba la marcha con Mara y su pequeña situadas en la parte trasera escondidas bajo unas mantas; intentaría ocultar su partida a los ojos de los empleados de la casa todo el tiempo posible.

—¿Falta mucho? —preguntó la niña. Su cuerpo se removía sin encontrar una mejor postura tras más de seis horas de viaje sin descansar—. Quiero mi regalo.

—Lo sé, cariño —las manos de Mara le acariciaban el pelo mientras mentía—, ya te dije que era una sorpresa y que teníamos que ir a buscarla. No seas impaciente, llegaremos pronto y tendrás tu regalo de cumpleaños. A Mara no le gustaba engañar a su hija, pero era consciente de que, si deseaba sobrevivir, la existencia de ambas se convertiría en una gran mentira.

Amanecía cuando llegaron a la casa. Más de nueve horas de viaje por carreteras secundarias, sin apenas detenerse para comer o descansar, dejaron sus cuerpos doloridos y agotados.

Con la pequeña dormida en brazos, Fredo franqueó la puerta seguido por Mara. Una estancia amplia, aunque algo deslucida por la falta de uso y limpieza. Tras acomodar a la pequeña en un sofá de la habitación contigua, Mara recorrió la vivienda. Una cocina antigua, un baño pequeño y sucio, un salón y tres cuartos formaban su nuevo hogar. El olor a humedad y las manchas de moho en las paredes mostraban el abandono. Incapaz de soportar el desagrado ante lo que contemplaba, arrugó la nariz y frunció el ceño.

—Mi amigo Manu me dijo que en un par de días, como mucho tres, los pasaportes estarían listos. No tendremos que quedarnos más tiempo—. Fredo trataba de borrar con sus palabras la expresión de malestar del rostro de Mara.

Por toda respuesta, un gesto afirmativo. En su mente se amontonaban demasiadas preguntas, dudas y miedos para detenerse a conversar. Sabía que su marido estaría buscándolas, prefería no pensar en la furia de su rostro. Se le contraían las entrañas con tan solo imaginar la rabia que sentiría al saberse engañado.

A pesar del asco que le provocaba el olor a cerrado de la vivienda, Mara prefirió no abrir ninguna ventana, y con trapos taparon las rendijas de las persianas y las puertas para que la luz de dos candiles de gas que Fredo encontró en la despensa no se percibiera desde el exterior. Era preferible que los vecinos no supiesen que estaban allí.

Cuando la pequeña despertó, Fredo necesitó mucha imaginación, y su madre, autoridad, para que no saliese a la calle. Se negaba a quedarse allí, no le gustaba la oscuridad, ni el olor, quería irse a casa, a su fiesta. Por suerte, el hombre logró convencerla de que todo se trataba de un juego, el juego del escondite que tanto le gustaba. Ellos tenían que quedarse allí quietos para que nadie descubriese el lugar secreto; si lo hacían bien, lograrían un gran regalo al final. Por suerte, la niña se dejó engatusar por la palabrería de su amigo y aceptó participar en esta nueva diversión.

En la oscuridad de las habitaciones, las horas parecían detenerse. Sin nada que hacer, Mara no dejaba de pensar, temía por su familia, por Xisseta, por las muchachas de la casa. Si Kaliche no las encontraba, descargaría su furia contra ellos. A pesar de los años transcurridos y del deseo de olvidar, Mara recordaba la muerte del pobre Juanito. Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar el cuerpo colgado de aquella viga. Era tan solo un muchacho. Si por robar un poco de aquella mierda con la que su marido se enriquecía merecía la tortura a la que aquellas bestias lo sometieron, qué harían con ella cuando la encontrasen. Mara tembló de miedo, asumía la muerte, llevaba años conviviendo con ella, cenando con fantasmas a los que horas antes Kaliche había sentenciado a muerte, y a los que agasajaba antes de que Chako y Julio cumpliesen sus deseos. La conocía y estaba acostumbrada a tenerla como compañera cercana, pero temía el dolor, el sufrimiento. Decidida a no convertirse en un juguete a manos de su marido, Mara escondió una de las armas de Fredo bajo el fregadero de la cocina; llegado el momento, ella decidiría su final.

El segundo día transcurrió sin noticias de Manu y con la comida preparada por Xisseta a punto de terminarse. Angustiados por las horas de encierro, Mara y Fredo se movían por la casa tratando de aliviar la tensión acumulada, mientras la pequeña dormitaba en el sofá.

El sonido de un vehículo deteniéndose en la parte trasera de la casa alertó sus sentidos.

—¿Quién es? —susurró la mujer mientras su compañero se acercaba a una de las ventanas.

—No reconozco el coche —respondió el hombre—. Y no puedo ver el interior, está demasiado lejos.

Con mimo, Mara despertó a su hija y la condujo a uno de los destartalados dormitorios. Disimulado, tras la puerta se ocultaba un pequeño armario empotrado, que la pequeña había descubierto en sus excursiones por la casa. Pintado del mismo color que el resto de la estancia, resultaba casi imposible de ver.

—Quiero que te escondas ahí dentro y que no salgas, oigas lo que oigas, acuérdate de que queremos ganar el premio y tú eres la mejor jugando al escondite —la mujer trataba de sonreír mientras mentía a la niña—, no lo olvides nunca, mamá te quiere mucho.

Sin esperar, besó a la pequeña y cerró la puerta del armario.

Cuando regresó al lado de Fredo, el rostro del hombre reflejaba los nombres de los ocupantes del coche. Sin pronunciar ni una sola palabra, sin un gesto, sin una despedida, Mara fue a la cocina, sacó el arma escondida y, con la imagen de su niña en la mente, esperó.

Los sonidos del exterior aumentaban.

Tras varios intentos, la carcomida madera de la puerta de entrada cedió y tres hombres accedieron a la casa. Desencajado por la rabia, Kaliche dirigió sus pasos a Fredo, que incapaz de reaccionar permanecía al lado de la ventana.

—¿Dónde están? —gritó al tiempo que golpeaba el rostro del muchacho.

Desde el suelo, Fredo señaló la habitación contigua.

—Maldita zorra. —La forma en la que mordía cada sílaba mostraba la rabia de Kaliche al encararse con Mara.

—Vete, déjanos en paz —ordenó la mujer apuntándole al pecho con la pistola.

—Estás muerta —gritó el hombre.

—¿No te ibas del país sin nosotras? Pues lárgate de una vez.

Las palabras de la mujer sorprendieron a Kaliche, lo cual logró su objetivo: detener el avance.

—Vaya, al final va a resultar que eres menos estúpida de lo que pensaba —dijo el hombre—. Claro que me iba sin ti y sin tu bastarda, me llevo lo que me importa, a una hembra de verdad capaz de engendrar un hijo mío.

Mientras Kaliche confesaba sus planes, una pequeña sombra se situó a su espalda. Aterrada ante la posibilidad de que alguien la descubriese; Mara hizo un gesto a su hija para que regresase al escondite.

—Se acercan tres coches, parecen policías —dijo Chako desde la entrada, con el arma preparada en la mano.

Durante un instante la mujer acarició la posibilidad de salvar su vida y la de la pequeña.

—Pero antes, voy a cortarle el cuello a esa niñita que tanto quieres, ante tus ojos, para que jamás olvides quién manda —gritó Kaliche.

—Tenemos que irnos antes de que se organicen y rodeen la casa —apuró Julio.

—Sal de donde estés —aulló Kaliche. Durante unos segundos, tan solo la respiración acelerada de Mara rompió el silencio—. Sal de una vez —exigió de nuevo el hombre—, ya sabes lo que pasará si no lo haces.

En esta ocasión, el chirrido de una puerta al abrirse hizo palidecer el rostro de la mujer. Su hija acudía a rescatarla. Aunque disparase a Kaliche y lograse alcanzarle, sabía que sus hombres terminarían el trabajo.

—¡¡Tranquila, mamá está bien; el juego continúa, escóndete y no salgas!! —Sin pronunciar una palabra más, sin un gesto, sin una despedida, Mara introdujo el arma en su boca y apretó el gatillo, eliminando la única baza que Kaliche tenía para encontrar a su niña.

El sonido del disparo movilizó a los hombres que se encontraban en el exterior.

Durante unos segundos el deseo de venganza nubló la mente de Kaliche, que desencajado por la rabia propinó una fuerte patada al cuerpo de Mara, sin percatarse de la cercanía de la pequeña.

Al final, el instinto de supervivencia afloró con fuerza.

—Nos llevamos a este —gritó a Julio, empujando el cuerpo de Fredo hacia él.

—Quiero que esta maldita casa arda —ordenó Kaliche al tiempo que arrojaba unos billetes a los pies de sus confidentes, dos vecinos del barrio que habían visto cómo Mara y su hija entraban en la vivienda días antes.

Temerosos, corrieron a cumplir las órdenes.

El fuego acababa de comenzar su tarea cuando la policía arribó a la puerta. Manu jamás podría olvidar la imagen que descubrió al entrar en la cocina, ni tampoco el rostro frío y sin alma de aquella pequeña a la que tuvieron que separar por la fuerza del cuerpo ensangrentado de su madre

El primo de Fredo resultó ser un buen hombre. A pesar de conocer mejor que nadie el riesgo que suponía ocultar a la hija de Kaliche, la mantuvo a su lado.

Gracias a los comentarios imprudentes de un compañero, descubrió que se estaba preparando un operativo para la detención por blanqueo de dinero procedente del narcotráfico de Pablo Calvar, un español empleado en una multinacional que utilizaba su trabajo para entrar y salir con impunidad del país. Sin dudar, Manu contactó con él, su propuesta fue sencilla; si se llevaba a la pequeña a España y la criaba como su hija, él le ayudaría para que sus inversiones en Colombia no fuesen detectadas por el Gobierno. Si se negaba, pasaría los próximos años en una cárcel del país. También se encargaría de que nadie descubriese la empresa que poseían en el país a través de la cual recibía los pagos de las mafias por sus servicios. De esa cuenta, exigía que la niña recibiera una asignación mensual de un porcentaje del dinero que en ella existiese al cumplir los dieciocho. Si algo le sucedía a la pequeña antes de cumplir esa edad, él se encargaría de que las autoridades del país supiesen de la existencia de ese dinero y les fuese incautado. De esta manera, Manu se aseguraba de que no la abandonarían, al menos hasta esa edad. Por supuesto, Pablo Calvar aceptó.

Durante dos semanas, la pequeña fue testigo mudo de los contactos y favores que el policía debió pedir, suplicar y exigir para obtener una nueva identidad que le permitiese alejarse de Colombia. Nadie se molestó en apartarla de las conversaciones ni en sacarla de la habitación cuando hablaban de su padre, de sus negocios, de la forma en la que había vendido y delatado a todos sus contactos para obtener una nueva identidad y viajar con su amante embarazada a España. Nadie evitó que conociese el final de la familia de su madre, asesinados a tiros en su propia casa, nadie se molestó en ocultarle cómo el cuerpo de Fredo había aparecido descuartizado en una carretera cercana a los maizales, para que todos los trabajadores pudiesen ser testigos del castigo sufrido.

Nadie libró su mente del dolor que rodeaba su vida.

El día de su viaje a España, Manu acudió al aeropuerto para despedirse de la pequeña. Durante el tiempo que pasaron juntos se había encariñado de ella, el silencio que envolvía la tristeza de su rostro le encogía el corazón. Deseaba abrazarla, decirle que el pasado se olvida, que su vida sería feliz en otro país…, pero no se atrevía, ni él mismo se creía tantas mentiras, sobre todo al contemplar el desprecio que el rostro de la que iba a ser su nueva madre expresaba al mirarla.

—Te he traído un regalo —dijo el hombre a modo de despedida—. Cuídate mucho.

Sin pronunciar una palabra, la niña alargó la mano para recibir una pequeña libreta y una caja con colores.

Ajena a la conversación que los adultos mantenían, la pequeña se sentó en el suelo y extrajo de la caja el color morado. Con mucho cuidado comenzó a dibujar la flor favorita de su mamá, y debajo de ella, con trazo firme y sereno, colocó las letras que conformaban el nuevo nombre de su padre. Algún día, Luis Ortiz pagaría con dolor la muerte de los suyos.

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