La cárcel

La cárcel


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Refugiada en la parte trasera del coche de producción, Vera extrajo el teléfono móvil del bolso. Con la mirada centrada en la pantalla, la mujer cerró la mampara que la separaba del chófer. Aquel hombre llevaba más de quince años a su servicio y confiaba en él, pero sabía, porque lo había visto en demasiadas ocasiones, que todo el mundo tiene un precio y no podía arriesgarse a que su secreto se hiciese público. ¿Quién sería tan tonto de matar a la gallina de los huevos de oro?

Inquieta, Vera pasaba los dedos por el pantalón del traje siguiendo unas líneas imaginarias mientras maldecía cada uno de los tonos de llamada. De la respuesta que obtuviese dependería el futuro del concurso, y también de su carrera. No dudaba que Jesús sería capaz de venderla si las cosas se torcían, acusándola de manipular el cuerpo y de mentir sobre la muerte de aquella desgraciada.

—¡Maldita sea! —murmuró la mujer al escuchar el mensaje pregrabado del contestador.

Durante los siguientes segundos, Vera se limitó a observar el movimiento del tráfico a través de la ventanilla. La serenidad del rostro ocultaba la furia que se acumulaba en su interior.

¿Cómo se atrevía a no contestar?

Le debía todo lo que era. Su poder, el dinero, la posición social que ocupaba. Gracias a ella, a su silencio, a las mentiras ocultas durante años.

Recuperado el control y el ritmo de la respiración, Vera marcó de nuevo el número de teléfono.

Los tonos se sucedían.

—Ahora no.

Sorprendida por una respuesta que ya no creía posible, el cuerpo de Vera se tensó antes de contestar.

—Hola, cariño, yo también te echo de menos.

La ironía que destilaban las palabras de la mujer irritaron aún más a su interlocutor.

—He dicho que ahora no.

—¿Desde cuándo marcas tú los tiempos? —La mujer recuperaba el control, sabía cómo manejarle, llevaba años haciéndolo—. Te felicito por el nuevo cargo. Os vi en la foto de portada a tu esposa y a ti. Parecía muy contenta sonriendo a tu lado. Tienes que pasarle mi número, creo que podría darle algunos consejos para mejorar su imagen. Ese pelo, esa blusa, no le favorecían nada.

—¿Qué coño quieres?

—Veo que no te he pillado en un buen momento. Seré breve. Necesito un favor…

—No —interrumpió el hombre.

—¿Qué has dicho?

—No volveré a ayudarte.

—Creo que te olvidas de algo. Con una simple llamada de teléfono tu mundo perfecto se irá a la mierda. ¿Qué crees que opinaría tu mujer si supiese nuestro secreto? ¿Y tus votantes?

—Estoy harto de tus chantajes. He pagado, y muy caro, un maldito polvo.

—Vamos, cariño, no te pongas así, además no fue uno solo y te recuerdo que tuvo consecuencias. A lo mejor a tus hijos no les hace mucha gracia saber que tienen una hermana mayor.

—Sería fácil dejar de tenerla.

Un calambre recorrió la espalda de Vera al escuchar eso. No fueron las palabras las que provocaron el temblor de la mano con la que sujetaba el teléfono, fue la tranquilidad con la que el hombre las pronunció.

—¿Qué quieres decir? —Incapaz de ocultar su miedo, las palabras silbaron entrecortadas a través de los labios.

—Te noto tensa. Me alegro, así prestarás atención. Llevas años amenazándome, utilizándome, y esto se acabó. He aprendido tu juego y creo que puedo hacerlo mucho mejor que tú, porque tengo más poder. Escúchame bien, esta será la última vez que hablemos, nunca, jamás, en toda tu vida volverás a llamarme ni a contactar conmigo. Si vuelvo a saber de ti, si te atreves a dirigirte a mi familia, o si osas enviar algún documento comprometido a la prensa, no volverás a ver a tu hija. Me encargaré de que desaparezca, puedo hacerlo y te aseguro que quiero hacerlo. Si eres lista, aceptarás el trato.

El miedo se aferró a la garganta de Vera como una garra invisible impidiéndole responder.

—Vaya, por fin he conseguido que cierres tu puta boca. —Una carcajada acompañó las palabras del hombre—. Vamos, mujer, habla, ¿para qué me has llamado?

Vera deseaba colgar el teléfono. Sentía como las palabras le quemaban la piel. Su hija, su pequeña, lo único bueno que existía en su vida.

Había jugado fuerte durante demasiados años. Tocaba retirarse para no perder.

Al menos, obtendría un último favor.

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