La cárcel
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Con los documentos que le permitían salir del país en el bolsillo de la mochila, Rodrigo Arrieta realizó una última inspección al apartamento antes de encaminarse al salón, para añadir el último detalle a su viaje. Como si de un ritual se tratase, extrajo de la abarrotada estantería un ejemplar de hojas amarillentas, cuyas tapas recorrió con la yema de los dedos. Los ahorros de dos años le permitirían descubrir por fin los paisajes que unía en sus recuerdos a la persona que más había querido, y a la que después de treinta años aún echaba de menos.
La sonrisa de su rostro se transformó en un rictus de disgusto al comprobar la procedencia del número de teléfono que aparecía en la pantalla del móvil.
—Me marcho en diez minutos, Alejandro, ya puede ser importante.
—Buenos días, Arrieta. No soy Suárez, soy el inspector Martínez.
—Buenas, inspector. —Al escuchar la voz de su superior, el cuerpo de Rodrigo se tensó.
—Me han dicho sus compañeros que empieza usted las vacaciones hoy.
—Así es, señor —comenzaba a ponerse nervioso.
—Necesito pedirle un favor, nos ha surgido un caso y su presencia en la comisaría es necesaria, ¿podría aplazarlas?
—Señor, mi vuelo sale dentro de unas horas. —Rodrigo se controló para no gritar a su jefe—. A estas alturas no puedo cancelar el viaje.
—No se preocupe por los gastos, se le abonarán íntegros. Y por supuesto, en cuanto termine la investigación podrá usted disfrutar de los días de descanso que le corresponden —respondió el inspector.
—¿No puede ocuparse el resto del equipo? —Rodrigo sabía, antes de hacer esa pregunta, que resultaba absurda; si se pudiesen encargar ellos, qué sentido tendría aquella llamada. Pero necesitaba intentarlo.
—La esposa de Suárez ingresó anoche en el hospital, al parecer hay alguna complicación y van a provocarle el parto a lo largo del día, y Del Río aún no puede hacer trabajo de calle —explicó su jefe.
—¿Qué pasa con el subinspector Fernández?
—Desde jefatura nos han pedido discreción y rapidez para resolver este caso, no creo que su compañero pueda ocuparse solo y cumplir con ambas premisas.
La respuesta dejaba claro lo que todos pensaban de Manuel: buen compañero, metódico y concienzudo al buscar información, pero aficionado en exceso a comentar los casos fuera del entorno de trabajo, un comportamiento que en el pasado ocasionó más de un problema a sus superiores con la prensa.
Mientras escuchaba a su jefe, los ojos de Rodrigo se contraían en un gesto de rabia que le marcaba unas leves arrugas ya propias de sus cuarenta y tres años. Sabía que podía negarse y pensó hacerlo, pero tras esos quince días de vacaciones debería regresar a la comisaría y no dudaba que su actitud acarrearía consecuencias.
—Cuente conmigo, jefe —aceptó al tiempo que apretaba los músculos de la barbilla.
—En una hora nos reunimos en mi despacho. Quiero que Suárez, Del Río y Fernández estén presentes para informarles también de la situación.
«Así me gusta —pensó el policía tras colgar—, y encima con prisas».
Varias llamadas de teléfono y un par de falsas explicaciones más tarde —el grupo y los guías con los que viajaba no conocían su profesión y prefería que siguiesen pensando que trabajaba como auxiliar para la administración local—, abandonó el apartamento y se alejó de sus sueños para dirigirse a la comisaría.
Cuando Rodrigo entró en el despacho, todo el equipo se encontraba reunido en torno a la mesa del jefe. Alejandro, incapaz de permanecer sentado, aprovechó la llegada de su compañero para cederle la silla mientras mordisqueaba con ansiedad el tapón de un bolígrafo. Puro hueso y piel, el cuerpo del muchacho parecía moverse sin control por la sala, mientras revisaba el móvil a la espera de una señal que le comunicase el momento en que debería acudir al lado de su esposa.
Rodrigo se acercó a Vicenta, que recostada en una de las sillas buscaba una buena postura para su maltrecha rodilla, sin parecer encontrarla. La necesidad de implantarle una prótesis a pocos años de la jubilación parecían relegarla a trabajo de oficina. Buena compañera y eficiente, cumplía sin protestas lo que le pedían, ejerciendo de madre protectora con todos, sin que nadie se molestase por sus atenciones. Desde su acomodo, la mujer elevó una sonrisa hasta el casi metro ochenta de su compañero para mostrar su apoyo y la desaprobación que sentía por obligarle a aplazar su viaje.
—Gracias a todos, sé que para algunos estar aquí supone un gran esfuerzo personal, pero el caso lo requiere. —Obtenida la atención, el inspector Martínez les informó de los detalles. Según avanzaba en las explicaciones, el rostro de los presentes variaba su expresión hasta la seriedad que la situación requería.
—Pero, según la cadena, esa chica está en el hospital enferma, no muerta. —Ante la mirada de sus compañeros, Alejandro sintió la necesidad de explicarse—: Mi mujer lleva más de un mes en reposo absoluto y se ha enganchado al programa, yo solo lo veo para hacerle compañía.
—La información que la cadena decida filtrar a los medios es algo que a nosotros ni nos afecta ni nos interesa —aclaró el inspector.
—¿Sabemos la causa de la muerte? —preguntó Vicenta.
—Aún no han enviado el informe completo —confirmó Martínez.
—¿Algún sospechoso? —preguntó Rodrigo.
—Demasiados —admitió su jefe—. Los trabajadores de la productora y de la cadena, que tienen acceso directo a las instalaciones, y además cualquiera de los miles de fanáticos seguidores del concurso y que, mucho me temo, se pudieron colar en el recinto. La productora no reconoce fallos en la seguridad, pero sí afirman que en otros realities de estas características han tenido visitas inesperadas.
—¿Por dónde empezamos? —dijo Del Río.
—Sugiero que Fernández y usted se centren en buscar información sobre los concursantes. Recuperen de la red los vídeos de presentación de cada uno de los finalistas. Elaboren un informe que nos permita ir relacionando caras con situaciones personales. Arrieta, vaya al hospital y hable con el forense, quizá las causas de la muerte nos ayuden a eliminar sospechosos; después diríjase a las instalaciones en las que se graba el concurso, preséntese y eche un vistazo a la seguridad, para descartar o no la posible entrada de desconocidos. He solicitado a la productora una relación de los miembros del equipo. Cuando el subinspector Suárez pueda, le ayudará a investigar todos los nombres de esa lista. —Con la última frase, todas las cabezas se giraron hacia Alejandro, que con el temblor de los dedos al teclear en la pantalla de su móvil anunciaba la cercanía de su paternidad. Una sonrisa de comprensión apareció en la cara de todo el equipo.
—Vamos, Alejandro, te acerco al hospital —anunció Rodrigo, levantándose de la silla. La falta de respuesta le obligó a zarandear con suavidad el brazo de su compañero.
—Una última cosa. Me han pedido —por el tono de voz del inspector, esa petición podría traducirse en una orden— que nada de lo investigado llegue a la prensa, hay demasiados intereses que podrían verse afectados por una noticia así. Cualquier novedad me será comunicada de inmediato y nadie, repito, nadie más que los aquí presentes debe saber que la muchacha ha muerto. ¿Está claro?
La pregunta era para todos los asistentes a la reunión, aunque los ojos del inspector se dirigían a Fernández. Con un gesto de asentimiento abandonaron el despacho y regresaron a sus mesas.
—Siento lo de tus vacaciones —comentó Vicenta.
—Gracias, compañera.
—Pero me alegra que estés aquí, porque creo que nos ha tocado un buen marrón —continuó la mujer.
—¿Tú sigues el concurso? —preguntó Rodrigo—, yo es que no sé de qué va el tema, no soporto ese tipo de programas. Me acuerdo de que cuando emitieron la primera edición de Gran Hermano estaba en mi año de prácticas y compartía piso con otros tres policías, dos de ellos verdaderos fans del tema. Yo era escuchar la música de cabecera y salir de la sala en la que teníamos la tele. No lo podía evitar, me hacía sentir vergüenza ajena.
—A mí me gusta ver las pruebas que les hacen, y sigo también lo de las expulsiones. Los auténticos forofos son Alejandro y su mujer, creo que incluso son adictos al canal 24 horas —bromeó Del Río.
—Ya estamos —protestó Alejandro—, eso lo dicen los que solo ven programas culturales.
Un nuevo pitido de su móvil interrumpió la charla.
—Chicos, me tengo que ir, están preparando a Sara para entrar en quirófano. Si quieres, de camino te voy informando —continuó.
Gracias a la información obtenida de su compañero, Rodrigo se dirigió al encuentro del forense con una idea clara sobre la dinámica del concurso. Durante los veinte minutos del trayecto, ni las manos ni la lengua del muchacho se detuvieron un instante. Nervioso y angustiado por un futuro muy cercano, Alejandro se recreó en explicaciones sobre los participantes y las rutinas que marcaban su existencia dentro de la cárcel.
Con una sonrisa de ánimo, Rodrigo se despidió en la entrada del hospital; allí sus caminos se separaban para ir cada uno de ellos a los dos momentos que delimitar nuestras vidas: el nacimiento y la muerte.
—No comprendo la necesidad de recoger el informe en persona. Como le dije a su jefe, pensaba enviárselo esta tarde. —El recibimiento por parte del doctor Sotos sorprendió a Rodrigo.
—Disculpe las molestias, al igual que usted, cumplo órdenes de mi superior. —Su actitud delataba una fuerte presión por parte de la dirección del hospital. El subinspector optó por tratar de empatizar con él.
—Lo sé —respondió el hombre, más relajado, mientras se retiraba las gafas del rostro y se frotaba el tabique de la nariz con un gesto de dolor—, llevo más de veinticuatro horas de guardia y encima tengo que soportar que se cuestione mi trabajo.
—Pero bueno, no creo que le interesen mis problemas laborales —continuó—, ¿qué quiere saber?
—Según mis datos, la chica, Valeria, enfermó durante la noche y en el trayecto en ambulancia falleció, ¿es correcto?
—Esa es la versión oficial —afirmó el médico.
—¿Usted duda de ella?
—Así es, estoy seguro de que ese cuerpo llevaba por lo menos dos horas muerto cuando lo trajeron.
—¿Pudo examinarlo en ese momento?
—No. Cuando llegó la ambulancia, el celador de turno acudió a recoger la camilla para acompañar a la paciente a la sala de hemodinámica, en la que se monitoriza al enfermo y se valoran sus constantes vitales. Pero en esta ocasión el personal que realizaba el traslado, ante el fallecimiento, llevó el cuerpo a la nevera y allí permaneció tres días hasta que se dio orden para su análisis. Yo tan solo pude verlo unos instantes, cuando pasaron por la sala de autopsias en dirección a las cámaras.
—Supongo que no es el protocolo habitual —afirmó Rodrigo.
—No.
—¿Comentó sus dudas con alguien?
—Lo intenté, pero los sanitarios de la ambulancia afirmaban que la muchacha aún vivía cuando la sacaron del lugar ese donde graban el programa, la dirección del hospital no quiso escucharme.
—¿Y, a pesar de tan solo haber contemplado el cadáver unos instantes, afirma que la muchacha pudo no morir en el traslado?
—Mire, tengo sesenta y dos años, llevo vistos más muertos de los que puedo recordar, y estoy seguro de que lo que vi no era un cuerpo que acababa de fallecer —respondió el médico fijando con dureza los ojos en Rodrigo.
—¿Quién solicitó la autopsia? —El policía prefirió no insistir.
—Intenté que su madre diese consentimiento para una autopsia clínica, y se negó. No me pareció normal que, siendo una chica joven, sin problemas médicos aparentes y que muere de forma repentina, su familia no deseara saber los motivos. Así que solicité permiso al juez.
—¿Basándose en qué datos? ¿El cuerpo presentaba algún signo de violencia?
—Ni golpes, ni sangre. Nada indicaba muerte violenta, salvo una pequeña quemadura en la comisura de los labios y en la lengua, que me hizo sospechar que la causa del fallecimiento podría ser veneno, pero necesitaba analizar los tejidos para confirmarlo.
—¿Murió envenenada?
—Así es, con paraquat, un herbicida muy tóxico. Inhalado ocasiona una insuficiencia respiratoria aguda que requiere tratamiento farmacológico; pero si se ingiere, en pocas horas provoca una acidosis metabólica muy difícil de corregir y que, si no se trata con rapidez, conduce al paciente al coma y a la muerte.
—¿Alguien más conoce esta información?
—Todo está en este informe —respondió el hombre mientras acercaba una carpeta a su interlocutor—, del que solo hay dos copias, una para ustedes y otra para el juez. Por mi parte solo informaré a quien legalmente corresponda. —Al igual que a los miembros de la comisaría, al doctor Soto también se le exigía silencio.
En apenas cuarenta minutos, Rodrigo enfiló la recta que conducía a la entrada de la cárcel. Por su trabajo conocía la mayoría de las penitenciarías del país, y cualquier parecido con aquella pantomima, más que casualidad, sería un milagro. El entorno le transportó al lado de Paul Newman, en la inolvidable escena de La leyenda del indomable, al tratar de ganar la apuesta comiéndose los cincuenta huevos duros. Si la idea pasaba por que la audiencia se identificase con ese tipo de lugares, desde luego se les debía felicitar.
Tres intentos fueron necesarios para lograr la ayuda de uno de los trabajadores y localizar al director dentro del edificio que albergaba al equipo técnico.
—Si no está en la puerta del fondo, que es su despacho —gritó el hombre ataviado con un mono oscuro—, pruebe en el control de realización, en las cabinas de montaje o el de grabación.
Sin tiempo para preguntarle por el lugar en el que se encontraban esas tres salas, desapareció dejando en mitad del pasillo a Rodrigo.
Por suerte, la primera opción resultó la acertada.
—Siento no poder atenderle en estos momentos, pero me necesitan en la sala de reuniones para decidir los contenidos de la escaleta de esta tarde. —Antonio jugueteaba con el mechero entre los dedos mientras respondía a la presentación del policía.
—No se preocupe, tan solo será un instante —aseguró Rodrigo—, necesito algunos datos generales del concurso.
—Creo que debería estar presente mi ayudante, Alina es la persona que mejor conoce tanto a los trabajadores como los detalles internos del programa —respondió Antonio al tiempo que descolgaba el teléfono para localizar a la mujer. Necesitaba su presencia.
En apenas unos minutos, la puerta del despacho se abrió de nuevo.
—Alina, este es el subinspector Rodrigo Arrieta, viene por el tema de Valeria.
Un movimiento de cabeza a modo de saludo frenó el gesto caballeroso de Rodrigo al levantarse. En una posición ridícula, el policía optó por regresar a la silla y con el rosto tenso por la incómoda situación continuó con las preguntas.
—Como le comentaba a su jefe, necesito conocer los criterios utilizados por la productora y por la cadena para elegir un candidato u otro para el programa. —Furioso por el leve temblor de su voz, Rodrigo desvió la mirada de la mujer y se concentró en la libreta en blanco que sujetaba entre las manos.
—Cuando me incorporé al equipo, el primer proceso ya se había realizado. Junto al vídeo de presentación se debía cubrir una ficha con datos personales. La primera criba se hizo atendiendo a criterios de edad, no menos de veintiuno ni más de cuarenta, y a temas médicos, se excluían enfermedades que pudiesen dificultar la realización de pruebas físicas; la cadena pretendía que estas fuesen lo más espectaculares posible. Con los restantes, las redactoras tenían orden de seleccionar aquellos que diesen una mejor imagen en pantalla, hay gente a la que la cámara rechaza, esos se eliminaban sin más. El grupo final fue de sesenta y cinco personas, las cuales fueron sometidas a una batería de pruebas psicológicas porque la cadena buscaba unos perfiles muy concretos. De ellos se seleccionó a quince chicas y quince chicos, que pasaron a la fase de votación del público.
—Un sistema poco imparcial, quienes mejor se movían en las redes sociales contaban con más posibilidades de entrar —apuntó Rodrigo.
Los hombros de Alina se encogieron mientras su rostro evitaba la mirada del policía.
Incómodo por la actitud esquiva de la mujer, Rodrigo decidió seguir el interrogatorio con el director del programa.
—¿Podría contarme qué sucedió la noche que Valeria enfermó?
—La redactora que estaba de guardia fue la primera en darse cuenta de que algo pasaba y me llamó por teléfono. Cuando fuimos a su celda, no pudimos despertarla y nos dimos cuenta de que tenía el pulso muy débil, entonces llamamos al equipo médico. —Antonio sentía cómo la piel del rostro aumentaba de temperatura con cada palabra; mentir no se le daba demasiado bien.
—Me gustaría hablar con la redactora.
—No será posible, hoy ya terminó su turno y no estará localizable hasta mañana al mediodía. —Alina cubrió la falta de imaginación de su jefe. Antes de que Claudia hablase con aquel policía debían coordinar las respuestas para mostrar una historia creíble.
—Pues entonces mañana me reuniré con… —Una pausa a la espera de la confirmación de un nombre.
—Claudia —añadió Alina.
—Bien, lo dicho, mañana regresaré para hablar con Claudia, y si es posible me gustaría que me preparasen un listado con los datos de los miembros del equipo y de las personas que tienen acceso a las instalaciones. También me interesa contactar con el responsable de seguridad. —Rodrigo consideró que sería mejor finalizar la conversación en aquel punto; la actitud de sus interlocutores no resultaba muy receptiva, forzar la situación no le permitiría obtener la información que necesitaba.
—Prepararé la documentación que solicita —afirmó Alina, al tiempo que se levantaba de la silla—. Si me acompaña a la salida, le presentaré al encargado de la vigilancia del recinto.
Guiado por el jefe de seguridad, Rodrigo recorrió el perímetro de la valla para comprobar su estado. La única opción para acceder a la prisión pasaba por cortar parte de la alambrada, porque traspasar la entrada principal sin ser visto resultaba casi imposible. La búsqueda finalizó sin descubrir una sola muesca en el metal.
Tras agradecer al vigilante su tiempo, Rodrigo se despidió de él con la petición de acceso a los libros de registro, que cada día se formalizaban con la llegada del personal, para comprobar los nombres con el listado que Alina le aportase al día siguiente y el que su jefe obtuviese de la productora; un desacuerdo entre ambos indicaría una pista para comenzar la investigación.
Durante el trayecto en coche hasta la comisaría, Rodrigo fue consciente de la gravedad del caso y de las repercusiones mediáticas que acarrearía la noticia del asesinato de aquella muchacha.
Demasiados intereses económicos, tanto por parte de la productora como de la cadena y de los anunciantes, que podrían interferir en la investigación.
La idea de una posible manipulación tensó su espalda, estaba dispuesto a mantener silencio sobre el caso, como lo hacía con cada uno de los que investigaba, pero desde luego se negaría a aceptar presiones por parte de ninguno de los implicados. En todo aquel proceso la víctima era Valeria, y tan solo en ella debía pensar mientras realizaba su trabajo; lo que sucediese después, quien saliese perjudicado o perdiese dinero, ya no era asunto suyo.