La cárcel
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Colombia
Mara jamás olvidaría la llegada a la plantación de maíz que Kaliche poseía cerca del río Meta. Sin dejar de mirar de un lado a otro, incapaz de creer en la existencia de lugares así, la mujer encaró la edificación principal que parecía sacada de una de esas revistas de famosos que a veces la cocinera le llevaba a su mamá y en la que actores norteamericanos mostraban sin pudor el lujo en el que vivían. El interior sorprendió aún más a la muchacha; cada mueble, cada adorno, cada lámpara parecía gritar lo rico y poderoso que era su dueño.
Cohibida por un ambiente que en nada se asemejaba a la austeridad de la casa de sus padres, Mara permaneció en medio del recibidor sin atreverse a tocar los objetos que la rodeaban por miedo a romper o ensuciar algo.
Con una sonrisa de superioridad, Kaliche colocó la mano sobre su cadera para indicarle que ascendiese por la escalera de mármol situada a la derecha. Tras el primer paso, la muchacha percibió cómo el sonido de sus sandalias desaparecía sobre las mullidas alfombras que marcaban el camino hacia las habitaciones. Le hubiese encantado descalzarse para apreciar el tacto mágico de aquella maravilla, pero no se atrevió.
Alcanzada la cima, los ojos de Mara se abrieron aún más al contemplar la amplitud del recibidor desde la barandilla que recorría el segundo piso. A un gesto de su marido abandonó la atalaya para franquear una de las múltiples puertas distribuidas por un pasillo al que costaba divisar el final.
La habitación tenía todas las paredes forradas con armarios. Orgulloso, Kaliche mostró a su esposa el vestidor que había mandado construir para ella. Las perchas de madera barnizada y los cajones decorados con motivos florales almacenaban más ropa de la que Mara hubiera soñado jamás. Vestidos, faldas, blusas, zapatos, bolsos, la mirada de la muchacha pasaba de un objeto al siguiente sin ni siquiera respirar.
—Quítate esos harapos que llevas y vístete para la cena, te espero abajo —exigió Kaliche.
—Pero no sé qué ponerme —balbuceó Mara sin dejar de comprobar con las manos la suavidad de aquellas telas.
Por respuesta recibió el silencio, él ya estaba en el dormitorio. Acostumbrada a una vida austera y recatada, Mara se decidió por una blusa blanca de cuello alto y una falda plisada que alcanzaba los tobillos. Sin maquillaje y con el pelo recogido en una cola baja, se presentó ante su marido.
El encuentro no pudo ser más decepcionante. Los ojos de Kaliche y todo su cuerpo mostraron desagrado ante el aspecto de la joven. Una cena en silencio y una cama vacía confirmaron a Mara lo desacertado de la elección.
A pesar de los esfuerzos de la muchacha para bucear en aquellos armarios sin fin a la búsqueda de las prendas que su esposo considerase adecuadas, no lograba acertar. Pasados varios días, en los que las ausencias de Kaliche de la casa cada vez se alargaban más, incluso por las noches, Mara comenzó a desesperarse.
—Tenemos invitados para cenar; si no puedes estar a la altura, prefiero que no salgas de tu habitación —con estas palabras rompía su marido el silencio de dos días.
Herida por el desprecio, Mara no pudo reprimir el llanto al sentirse sola por primera vez en su vida. El personal de servicio, obedeciendo órdenes del patrón, tan solo se dirigía a la muchacha para atender sus necesidades básicas de alimentación. Ni un gesto, ni una palabra de cariño les estaba permitido. Sin embargo, aquella mañana, Xisseta, la cocinera, no soportó contemplar los ojos hinchados y tristes de la muchacha.
—Un poco de lectura la distraerá, señorita —susurró la mujer mientras le alargaba una revista.
—No me apetece, gracias.
—Perdóneme que insista, pero yo creo que esto puede ser de su agrado.
Frustrada y furiosa, Mara reaccionó con rabia ante la insistencia de la mujer y lanzó un manotazo para mostrar su negativa. Sorprendida por el gesto, Xisseta soltó el presente de sus manos viejas y doloridas. Las hojas desparramadas por el suelo del salón mostraron a Mara mujeres hermosas, espectaculares, que lucían modelos de maquillaje y ropa en poses imposibles. Era una revista de moda. Sin tiempo para la disculpa, recogió cada uno de aquellos tesoros y abrazada a ellos corrió hacia la escalera. A mitad de ascensión regresó tras sus pasos para acercarse a Xisseta y darle un sonoro beso en la mejilla, un sello de cariño y complicidad que continuaría hasta el día de su huida.
Aquella noche, tras la llegada del último comensal, Mara escenificó su aparición en el salón principal de la casa. El traje negro ajustado realzaba su figura y la blancura de su piel, adornada en el cuello y muñecas por finas cadenas de perlas engarzadas en oro. La melena suelta caía con gracia sobre la espalda flotando en el aire con cada paso de unos pies menudos que se deslizaban con elegancia dentro de unos zapatos de tacón fino. Los ojos brillaban bajo las largas y rizadas pestañas maquilladas en tonos oscuros para resaltar su profundidad.
Ninguno de los presentes pudo alejar su mirada de aquellos labios rojos, sensuales y carnosos que sonreían sin pudor. Orgulloso, Kaliche se acercó y con caballerosidad le tendió la mano para mezclarse juntos con los invitados.
La cena resultó perfecta y la noche aún mejor. Por primera vez Mara no durmió sola, por primera vez compartió lecho y respiración con su esposo, por primera vez se sintió deseada. Al fin se había convertido en el adorno que Kaliche ansiaba.
Ocupada en complacer a su esposo, pasaron los meses sin que Mara añorase la vida al lado de su familia. En marzo, semanas antes de su decimosexto cumpleaños, una sensación desconocida generó el deseo de reencontrarse con los suyos. La petición de visitar a su madre provocó que aquella noche durmiese sola.
Poco tuvo que esperar para descubrir el mensaje que su cuerpo gritaba, estaba embarazada. Deseosa de compartirlo, Mara abandonó la casa principal para dirigirse al encuentro de su marido. Casi nunca salía y cuando lo hacía alguna de las muchachas de servicio la acompañaba por los alrededores, por supuesto sin adentrarse en las plantaciones o alejarse de la visión de la vivienda. Pero aquella vez quería acudir sola al encuentro con Kaliche, en su imaginación la escena tras la confesión del embarazo no precisaba testigos.
La finca se encontraba en pleno apogeo de trabajo, era la época de la recogida del maíz y decenas de hombres y mujeres se encargaban de la siega y el almacenamiento. Mara no se interesaba por las labores de la explotación ni por el origen del dinero que su marido gastaba sin control, ni siquiera se ocupaba de la intendencia de la casa, para ello ya tenía a Xisseta, una mujer fiel y trabajadora que desde los primeros días se encargaba de facilitarle la vida.
Aprovechando el descuido de una de las cuadrillas para beber agua, se introdujo en una vieja camioneta aparcada con las llaves puestas. Desde pequeña, Pedrito dejaba que lo acompañase al pueblo. Sentada en su regazo, manejaba el volante a las órdenes de su hermano. Cuando pudo alcanzar a los pedales, era ella la que conducía.
Sin saber el lugar al que dirigirse, decidió enfilar el camino de tierra por el que veía como cada mañana Kaliche se alejaba en compañía de Julio y Chako. Mara odiaba a aquellos hombres, sobre todo a Chako. No le gustaba la forma en la que la miraba. Sus ojos pequeños y oscuros le quemaban la piel, sentía que la desnudaban. Aquel tipo le daba asco y miedo, mucho miedo. Julio era diferente, menos atrevido, más educado con ella, pero la palidez mortecina de su rostro le provocaba escalofríos. En una ocasión en la que Kaliche invitó a cenar a los dos hombres, Mara rozó los dedos de Julio al pasarle la bandeja con la carne en salsa y el frío que se desprendía de ellos le hizo pensar que era la encarnación de la mismísima muerte. Aquella noche Xisseta tuvo que prepararle una de sus infusiones para los nervios, porque las pesadillas no dejaban de acosarla, cada vez que cerraba los ojos sentía de nuevo aquel gélido contacto y el aire dejaba de alcanzar sus pulmones. Jamás se atrevería a expresar sus sentimientos en voz alta, sabía que a su marido no le gustaría escucharla, y seguro que hacerlo implicaría que la castigase a dormir sola durante días.
Durante kilómetros el paisaje se mantuvo constante, extensos campos de maíz en los que trabajadores y máquinas se afanaban en la recogida de los frutos. Un horizonte monótono que no permitía a Mara descubrir el lugar en el que podría estar su marido. Tras veinte minutos, y a punto de regresar a la casa, la mujer contempló como la plantación que bordeaba el camino variaba. A ambos lados, arbustos de algo más de metro y medio de altura, con troncos gruesos y lechosos, se amontonaban para ofrecer una visión mucho más colorista, fruto del contraste entre el verdor de las hojas y la rojez de los frutos.
Antes de que pudiese repasar en su memoria las plantas similares que conocía de los campos de su familia, dos camionetas a gran velocidad rebasaron la suya llenando el aire de polvo. En una de ellas, Mara creyó entrever la figura de Julio. Sin dudarlo, decidió seguir la misma dirección.
Varios minutos de persecución y numerosos desvíos por caminos cada vez más estrechos, permitieron a la mujer alcanzar un pequeño claro a un lado de la carretera en el que pudo ver varios vehículos aparcados, entre ellos los dos que acababan de adelantarla, frente a una edificación que parecía un almacén.
Dispuesta a encontrar a su marido, detuvo la marcha. Apenas cesó el sonido del motor, dos hombres armados se situaron delante de la puerta de su vehículo, impidiendo que pudiese abrirla. Ante la afirmación de ser la dueña de aquellas tierras, uno de los desconocidos se alejó corriendo hacia la edificación, mientras el otro se mantenía en su puesto sin alejar los ojos de ella.
Kaliche, acompañado de cuatro hombres, franqueó la entrada del almacén. Con el rostro sombrío, se encaminó al encuentro de su mujer. Se limpiaba las manos con un trozo de tela que con cada movimiento se teñía de rosa oscuro.
—Sígueme. —El sonido de sus palabras acompañó al chirrido de la puerta al abrirse.
Sin mirar atrás, y sin esperar una respuesta, el hombre se giró para regresar al mismo lugar del que había surgido.
Mara caminó en silencio a su sombra, observando de reojo como un grupo de hombres, al que jamás había visto por la finca, se situaban a su espalda. Por primera vez se cuestionaba la decisión de haber desobedecido a su marido y alejarse de la casa. El aspecto de abandono y suciedad que transmitía el edificio desde el exterior nada tenía que ver con el interior del mismo, ni tampoco la luminosidad artificial creada por innumerables lámparas que colgaban del techo y caían sobre las mesas metálicas que se alineaban a lo largo de todo el local. El espacio se distribuía en tres filas; unas cincuenta personas se afanaban en pesar y empaquetar una sustancia blanca en pequeñas bolsas transparentes. La concentración en la tarea les impidió girarse para contemplar a los nuevos visitantes, sus ojos tan solo se movían de las básculas a los envoltorios. De los recuerdos de Mara surgieron las voces de Graciela y Aleyda, después de bailar con Kaliche el día de su cumpleaños, advirtiendo a sus padres sobre los negocios de aquel hombre. Mara se negó a creer entonces los rumores de la familia. Ahora ya no estaba tan segura, porque lo que se empaquetaba en aquellas bolsas desde luego que no era ningún tipo de cereal.
Mientras contemplaba el trabajo de aquellos hombres y mujeres, una de las puertas de la derecha se abrió y dejó ver un interior lleno de tubos, quemadores y extraños aparatos que a Mara le parecieron más propios de un hospital que de una plantación de maíz.
—Por aquí. —La voz de Kaliche guio sus pasos al fondo del cobertizo, a una puerta que custodiaban dos hombres en actitud militar.
La muchacha vio como los trabajadores, que parecían absortos en su trabajo, aguantaban la respiración cuando su marido pasaba cerca, en algunos casos incluso un pequeño temblor delataba el miedo que Kaliche les inspiraba.
—Entra —le ordenó.
La estancia apenas tenía luz, apenas un ventanuco pequeño en el techo permitía apreciar formas borrosas. El olor a excrementos y vómito obligó a Mara a taparse la nariz y la boca con el antebrazo, en un intento por frenar la arcada que ascendía por su estómago. Parpadeó y sus pupilas se adaptaron para comprobar el origen de aquella pestilencia.
En el centro, colgado de una soga que sujetaba sus muñecas y con los pies rozando el suelo de puntillas, se balanceaba el cuerpo de un hombre desnudo. Una sustancia marronosa brotaba de los cortes y marcas que recorrían su abdomen. Apoyados en la pared, Julio y Chako permanecían en silencio con los ojos fijos en la mujer de su jefe. La oscuridad no le permitiría afirmarlo, pero Mara creyó ver una sonrisa de burla en el rostro de Chako cuando la arcada que trataba de controlar escapó de su estómago obligándola a doblarse hacia adelante para no manchar sus caros zapatos.
—Te presento a Juanito. —Indiferente al malestar de su esposa, Kaliche se acercó al hombre, le tiró del pelo y le levantó la cabeza—. Este muchacho es hijo de una de mis mejores y más fieles empaquetadoras, hace un momento pasamos a su lado. En pago a los años de buen trabajo, decidí contratar a su hijo mayor como conductor de uno de mis transportes. Un honor que me pagó robándome. La verdad es que entiendo y valoro su intento de ganarse la vida y prosperar, algo que todos queremos, yo el primero; pero está claro que no puedo permitir que mis trabajadores se queden con mi mercancía sin que reciban un castigo. El muy idiota intentó salvarse mintiendo, no te imaginas lo bien que se le da a Chako hacer que los pecadores confiesen.
Incorporada de nuevo, Mara vio a su marido empujar el cuerpo moribundo del muchacho para alejar la punta de los dedos del suelo y aumentar así el dolor en los brazos.
—No pido mucho —continuó Kaliche—, solo respeto y obediencia. A cambio, quienes me rodean viven con lujo y comodidades.
Sin esperar una respuesta, se dirigió a Julio con la mano extendida para que sus dedos recibiesen el peso de un arma, que con calma apoyó en la sien de su esposa. Con la mirada fija en ella se mantuvo unos segundos, nadie se movía en el cuarto, nadie parecía siquiera respirar. Una mueca, que pretendía ocupar el lugar de una sonrisa, precedió al giro de su cuerpo y al disparo en la frente de Juanito.
Kaliche devolvió la pistola a sus hombres. Sujetó a su mujer por el brazo con fuerza y la sacó de allí.
—Fredo, llévala a casa —las palabras se dirigían a uno de los hombres que custodiaba la entrada—. Regresa pronto que tienes trabajo.
Con un simple gesto de cabeza, la orden fue aceptada.
Mara abandonó el almacén sin apartar la vista del suelo, incapaz de alzar el rostro hacia las mujeres que manipulaban el polvo blanco por miedo a encontrarse con el rostro de la madre de aquel infeliz. Qué fuerza podría sujetarla para no abalanzarse contra el asesino de su hijo. Quizás el miedo a perder al resto de su familia, pensaba la muchacha mientras con las manos se tocaba el vientre.
Cerca ya de la camioneta, los pies de Mara se negaron a elevarse, el miedo y la tensión de los últimos minutos anulaban la voluntad de la mente sobre el cuerpo. El tropiezo obligó a Fredo a sujetar a la muchacha para evitar que cayese sobre las piedras del suelo.
—Con cuidado, señora —susurró el hombre al tiempo que abría la puerta del copiloto y la ayudaba a sentarse. Una sonrisa de agradecimiento nació del rostro de Mara, no tanto por el apoyo de las manos del muchacho, sino por la calidez de la voz que logró hacerla regresar de aquel cuarto pestilente.
Animado por su gesto, Fredo le devolvió la sonrisa.
—Mi nombre es Alfredo, señora, aunque todo el mundo me llama Fredo —explicó mientras arrancaba el motor.
Durante el trayecto, Mara se dejó mecer por el sonido de las palabras de Fredo; necesitaba olvidar el polvo blanco, la sangre, el sonido del disparo, el olor a muerte; su vida y la del bebé que crecía en sus entrañas dependían de ello. Cuando la camioneta se detuvo delante de la casa principal, Mara abrió la puerta y desapareció corriendo, no sin antes dirigir una sonrisa al muchacho, que con los ojos fijos en ella apenas se atrevía a pestañear por no renunciar ni un segundo a la visión de aquel rostro.
Las tres noches siguientes preparó para su marido un recibimiento que le confirmase con tan solo una mirada la aceptación de las normas impuestas. Los platos de la cena, el maquillaje y la ropa, incluso el aroma de las velas decorando el salón fueron elegidos con esmero. El esfuerzo no sirvió de nada, Kaliche no se acercó a la casa. La cuarta noche, cuando los nervios y la preocupación de Mara por su futuro resultaban difíciles de controlar, Kaliche regresó. Como si lo sucedido en el almacén fuese un mal sueño, una pesadilla que jamás sucedió, se acercó a su esposa y con un beso lento y cálido comenzó la velada.
Conocer su próxima paternidad llenó de orgullo a Kaliche. Estaba seguro de que más de un bastardo suyo vivía por aquellos campos; pero la verdad es que ninguna de las muchachas con las que se acostaba se había atrevido a reclamarle nada, suponía que por miedo a su reacción. Además, con cualquiera de ellas dudaría de la verdad sobre el origen de sus barrigas; no de su esposa, ella era solo suya, ningún otro hombre la había tocado antes que él.
Desde aquel instante, Kaliche se preocupó por que todos los caprichos de Mara fuesen atendidos en el acto; contrató más personal para la casa, ordenó a Xisseta que jamás la dejase sola y la hizo responsable de su bienestar. Cada noche regresaba para cenar con Mara y colocar las manos sobre su tripa. Ese era el único contacto entre sus cuerpos, una simple caricia, Kaliche no se acercó al cuarto de Mara durante el embarazo para yacer con ella. Cuando la miraba, sus ojos no reflejaban deseo, solo preocupación por saber si la barriga crecía y se redondeaba con su hijo dentro.
Angustiada por la lejanía de su marido, la muchacha lloraba sin consuelo en brazos de Xisseta; se sentía sola, necesitaba a su familia, a su madre cerca, pero Kaliche se negó a llamarlos, y por supuesto a que Mara viajase a su antiguo hogar. Las últimas semanas de gestación coincidieron con la época de sequía y calor que impedía a Mara cualquier movimiento sin que todo el cuerpo comenzase a sudar. Agobiada y nerviosa ante la proximidad del parto, la muchacha buscaba descanso en la parte trasera de la casa, sentada en una mecedora a la sombra desde donde contemplaba el horizonte; ni el sonido de los animales domésticos ni de la maquinaria de labranza existían para ella.
Una de aquellas tardes de calima Mara observó la llegada de una de las furgonetas de la hacienda. El rostro del conductor le resultaba familiar, aunque no lograba reconocerlo. Tras unos segundos los recuerdos acudieron; era Fredo, el chófer que la había devuelto a casa tras la fatídica excursión a la plantación.
Al notar su mirada, Fredo se atrevió a sonreír, al tiempo que levantaba una mano en señal de saludo. Por respuesta, una leve inclinación de cabeza. Suficiente para que el muchacho, que llevaba días contemplando a Mara, se atreviese a detener la marcha y hablar con ella.
—Mi hermana también está embarazada y dice que le pesa más el calor que la propia tripa.
Sorprendida por el atrevimiento —sabía que Kaliche prohibía a los trabajadores de la finca mantener contacto con ella cuando él no estaba presente—, Mara no pudo evitar que su cuerpo reaccionase ante aquella voz tan dulce.
—¿Te gustan las flores? —preguntó ella señalando un ramo que descansaba en el asiento del copiloto al resguardo del sol.
—Son para mi hermana —respondió Fredo con sonrojo—. Le encantan.
—A mí también —confesó la mujer con un suspiro.
El regreso de la cuadrilla de trabajadores al terminar la hora de comer interrumpió la conversación. Azorado, Fredo arrancó el motor y se alejó con los ojos fijos en el retrovisor para contemplar a Mara durante todo el tiempo posible.
Los meses siguientes resultaron muy complicados para los negocios de Kaliche. Grupos de otros departamentos del país pugnaban por hacerse con el control del río Meta, provocando guerras entre familias rivales que sembraron los campos de cadáveres.
Mara, acostumbrada a no hacer preguntas, mantenía los oídos abiertos y la boca cerrada, y se convirtió en testigo invisible de los entresijos de la organización. Conocía los canales de distribución, los nombres de quienes se encargaban del traslado fuera del país, los lugares en los que enterraban los cuerpos que nadie volvería a encontrar. Desconocía el extraño impulso que la obligaba a escuchar aquellas macabras historias. Cada vez que sabía de alguna sentencia de muerte, con Chako como brazo ejecutor, el sueño se negaba a acogerla por la noche o lo hacía con pesadillas de terror, sangre y oscuridad.
La necesidad de mantener protegidas sus inversiones llevó a Kaliche a permanecer largas temporadas fuera de casa, lo que no parecía importar demasiado a su esposa, absorta en el cuidado de su hija. No se separaba ni un instante de ella, adoraba su olor, su tacto, su carita; no quería perderse ni uno solo de sus gestos, de sus movimientos. Desde el mismo instante del nacimiento, aquella pequeña vida se convirtió para ella en el ser más importante.
Cuando la niña contaba cinco meses, Mara intentó convencer a su marido para que sus padres viajaran hasta la casa a conocer a su nieta. La negativa no dejaba lugar a la réplica, sin embargo, envalentonada por su nueva condición de madre, trató de protestar.
—Tiene que ser muy duro criarse sin nadie a quien llamar mamá… —Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mara. Sin responder, subió al cuarto en el que dormía la pequeña y agarrada a su mano veló el plácido sueño de su hija. No volvió a mencionar a su familia.
Los días en que desaparecían Kaliche y sus hombres, Mara se sentía libre, incluso feliz.
Con ayuda de algunos de los trabajadores del maizal, acondicionó la parte trasera de la casa para construir un jardín en el que pasar las tardes con la pequeña. Un lugar lleno de luz y de aromas en los que recuperar la sencillez de su propia infancia. Del cuidado del césped y del seto plagado de orquídeas que bordeaba la parcela se encargaba Fredo. Cada tarde, al terminar su turno en la plantación se acercaba para regar y atender el lugar.
Aquel contacto provocó un peligroso acercamiento. Conocedora del carácter de su marido, sabía que si se enteraba de las conversaciones entre ellos se enfadaría y mucho, peligrando incluso la vida de Fredo; pero no podía evitar desear que llegase aquel momento del día, se sentía sola, muy sola, sin familia, sin amigos. Solo tenía a Xisseta, ocupada siempre con la intendencia de la casa. El resto de las muchachas del servicio tenían tanto miedo a Kaliche que ni siquiera la miraban a los ojos, hablar con ella era algo que no pasaba por sus mentes. Fredo la trataba con cariño, le contaba anécdotas del trabajo, de su hogar. Con aquellas historias lograba que olvidase la cárcel en la que vivía.
Además, a su pequeña le encantaba jugar con él. Al oír el ruido de la camioneta, la niña comenzaba a palmear y sonreír; con el paso tembloroso de quien aprende a caminar, se apuraba a esconderse en el rincón más extraño del jardín. Allí permanecía quieta y muy callada hasta que su amigo la encontraba y le regalaba una de las orquídeas moradas que bordeaban el parquecito. Cada nueva flor era compartida con su madre, que la recibía con una sonrisa, atesorándola entre las manos.
Habían pasado ya cuatro años desde el nacimiento de la pequeña, cuando una mañana durante el desayuno, la niña quiso jugar al escondite con su padre. Pero él, que despreciaba a su hija por no ser el chico que deseaba, la apartó con un bofetón, gritándole que le dejara en paz. La reacción de Kaliche asustó a la pequeña, que al perder el equilibrio se agarró con fuerza al mantel arrastrando parte de la vajilla. El estruendo y los gritos se oyeron en toda la casa.
—¿Qué sucede? —preguntó Mara jadeante, al tiempo que interponía su cuerpo entre el hombre y su hija, que dolorida por la bofetada que acaba de recibir se escondía detrás de una alacena.
—Esta mocosa necesita que alguien le enseñe a comportarse —respondió Kaliche mientras avanzaba hacia el refugio de la pequeña.
—No te atrevas a tocarla, solo es una niña —exigió Mara.
Furioso por el atrevimiento de su mujer, Kaliche la agarró con fuerza del brazo y la empujó sobre la mesa. Ajeno a sus súplicas, arrancó con rabia la blusa de hilo que llevaba y dejó su espalda al descubierto.
—Sal de ahí —ordenó a su hija.
Ante la inmovilidad de la pequeña, se sacó el cinturón y con toda su fuerza descargó un golpe cruel sobre la espalda de Mara.
—Sal de ahí —repitió con el mismo resultado.
Un nuevo latigazo cruzó la piel sangrante y enrojecida de la mujer sin que esta se atreviese a protestar.
—Sal de ahí. —La tortura continuaba.
Temblando y con el vestido manchado de orina, la niña abandonó el escondite para colocarse delante de su padre. Sin palabras, Kaliche soltó la mano derecha hasta impactar con el rostro lleno de lágrimas y mocos que le miraba aterrado. El sonido sordo del cuerpecito al caer ahogó los gritos de angustia de Mara.
—Fuera de mi vista las dos —ordenó el hombre—, idos arriba y no salgáis en todo el día, no quiero veros más.
A pesar del dolor y la sangre que brotaba de su espalda, la mujer se apresuró a cumplir las órdenes. Con la pequeña en brazos se refugió en el cuarto de su hija. Cerró la puerta con llave y permanecieron el resto del día acurrucadas a los pies de la cama, atentas a los movimientos en la casa. Cerca del anochecer, el sonido de varias camionetas arrancando coincidió con el suave golpeteo de unos nudillos en la puerta.
—Soy yo —susurró una voz al otro lado—, se ha ido.
Dolorida, Mara dejó pasar a Xisseta y pudo refugiarse en su abrazo. Con cuidado, la mujer curó sus heridas mientras los ojos de la pequeña no dejaban de contemplarla, como si quisiera grabar en su recuerdo cada una de aquellas marcas.