La cárcel
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Me pones enferma. ¿Quién te crees que eres para mirarme así? ¿No te gusta mi pelo, ni mi ropa? Pues te jodes. Amargada. Eso es, gírate, sigue disfrutando de tu vino de setenta euros la botella. Según tu código, ya es hora de tomar un aperitivo, eso es lo que dices al servicio. Serás imbécil, no ves cómo cuchichean a tus espaldas.
Tan correcta, tan educada, tan formal y tan borracha. Sí, querida madre, eres una borracha. Tan enganchada a tu fina copa de cristal como los vagabundos a sus botellas baratas, vagabundos a los que ni siquiera miras en la calle.
¿Sabes por qué no soportaba tenerte cerca cuando era pequeña? Porque tu aliento apestaba. No aguantaba ni tu hedor, ni tu cara de víctima. ¿Estropeé tu cuerpo perfecto, tu delicada figura? Más lo jode esa mierda que tomas a todas horas. Además, no te engañes, papá no solo me prefería a mí, también a cualquiera de las muchachas de servicio, o de sus secretarias, y tú lo sabías. Pero jamás te atreviste a enfrentarte a él, no querías perder tu posición, tu dinero, esta casa, los coches, las fiestas, la ropa.
Elegiste pagarlo conmigo.
¿Recuerdas las marcas en la madera bajo mi cama? Una por cada noche que no me dejaste dormir con la luz encendida, sabiendo que me aterraba la oscuridad. Te maldecía mientras lloraba muerta de miedo.
Hay que reconocer que eres una hija de puta muy buena. Tus confusiones con mis regalos de cumpleaños engañaban a todo el mundo; menos a papá, él nunca te creyó, pero prefería no hablar contigo y a escondidas me compraba lo que yo quería.
El imbécil del taxista se ha girado para abroncarme por cerrar demasiado fuerte la puerta de su mierda de coche. Cabrón, espero que la respuesta de mi dedo le sirva para dejarme en paz el resto del viaje.
Qué cerdo, no deja de babear al mirarme las tetas.
Recogemos a mi chico, sin hablar me acerco para que me coma la boca. Mientras su mano se mete bajo mi falda separo un poco las piernas para que el mirón tenga un mejor ángulo de lo que se está perdiendo. Pienso en su bragueta a punto de estallar y yo también me excito.
El espectáculo se acaba, tenemos una cita y no debemos hacer esperar a nuestros anfitriones.
El taxista cambia el gesto al oír la dirección a la que debe llevarnos. Todo el mundo conoce ese barrio, allí solo van colgaos y camellos. Nos observa para calarnos, creo que tiene claro en qué grupo colocarnos y prefiere no meterse en líos. Ya no vuelve a mirarme por el espejo.
Si pudiese cegaría los cristales, no soporto ver tanta basura humana por la calle. Aún recuerdo el escozor en la cara y las palabras de mi padre, el gran Jesús Herrador, el gran productor, cuando descubrió mi secreto. Si no cambiaba terminaría como una de aquellas perdidas que se arrastran por las calles abriendo las piernas por una dosis.
Compararme con ellas, qué poco me conoce.
Dos lágrimas y la promesa de acudir a la terapia de un loquero amigo suyo me bastaron para que me dejase en paz. Cierto que desde ese día tengo que soportar a ese cretino con aires de intelectual; pero al final es como todos, busca lo mismo y se conforma con poco.
A la primera sesión me acompañó mi padre, mi pobre madre no podía, aturdida tras conocer que su hija consumía cocaína. Zorra, aturdida estaría por los lingotazos que se pega.
Al principio pensé que había sido ella la que le fue con el cuento a mi padre; no, imposible, es incapaz de enterarse de nada, aunque me metiese una raya delante de su jeta de borracha.
Durante esa primera sesión tuve que arrepentirme —lo fingí—, asumir mi debilidad y cargar con las culpas al ambiente en el que me movía. Mientras hablaba no dejé de fijarme en los ojos de mi loquero y en las partes de mi cuerpo que observaba babeante. Enseguida me di cuenta de lo fácil que sería manipularle. La idea de mi querido papaíto de someterme a controles cada semana, para saber si había consumido, complicaron un poco las cosas y tuve que ceder más de lo que pensaba; pero bueno, casi prefiero que sea así, me jode menos que me baje las bragas, por lo menos en eso tan solo tarda unos minutos. Si tengo que escucharle durante hora y media a la semana divagando sobre mi infancia creo que podría matarle. Por supuesto, mis análisis salen limpios cada semana. No es un mal trato para ambos, el gordo sudoroso ese folla más a menudo de lo que lo ha hecho en su vida y se lleva el dinero de mi terapia; y mientras, mi padre me deja en paz.
La cabrona de mi madre consiguió que me quitase las tarjetas de crédito, todo un peligro para alguien con mi problema. Malnacida, mejor se las quitaba a ella y así dejaba de gastar en esa ropa interior carísima que se compra no sé para qué, porque su marido ni la mira, y es tan poca cosa que resultaría casi un milagro que cualquier otro tipo se la quisiera llevar a la cama. Una vez la seguí hasta la tienda y la vi pasear medio desnuda en los probadores intentando que alguno de los dependientes se fijase en ella, patética.
Los amigos de Santos, mi chico, ya están aquí. Son gente importante, creo que vienen de Asia. Si hay trato, podremos conseguir mucho dinero moviendo su producto. Yo probé su shabú hace un par de días, una pasada, mucho mejor que la coca; estoy segura de que funcionará bien en la calle.
Hay mucha gente en la habitación, algunas caras me suenan, camellos conocidos de la zona norte. El rubio que está sentado bajo la ventana fue mi primer proveedor, le vendía también a David Salgado. Si mi padre supiese que él fue quien me dio mi primera raya cuando tenía trece años…; me gustaría ver su cara al descubrir cómo ese despojo al que tanto protege drogó a su niña para desvirgarla, aunque el muy inútil no fue capaz, demasiada mierda en el cuerpo para que se le levantase.
Será mejor que me aparte a un rincón, a Santos no le gusta que me deje ver demasiado en las reuniones de negocios. Empieza a ser hora de buscarme a alguien mejor, con más poder; creo que este puede ser el sitio indicado para encontrarlo.