La cárcel

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Pasaban diez minutos de las doce de la mañana cuando el inspector Martínez ordenó a Manuel que acudiese a su despacho.

—Creía que mis órdenes habían sido claras respecto a la confidencialidad del caso.

—No comprendo qué quiere decir, jefe —mintió Manuel.

—Ayer le vieron tomando una copa con Enar Rivera; si no me equivoco, esa señora se gana la vida escribiendo para una revista de cotilleos.

—Cuando salí de la comisaría se me acercó y me invitó a una caña. No creo que tenga nada de malo, ya no estaba de servicio —intentó justificarse.

—¿Esa mujer es su prima, su amiga, su novia? ¿Se ha parado a pensar el motivo por el que quería tomar algo con usted? —Las manos del inspector, extendidas sobre el cristal de la mesa, se cerraron con fuerza mientras hablaba.

—Nos habíamos saludado alguna vez, nada más. —Con un físico que nadie miraría dos veces, rozando los cincuenta, cuántas oportunidades tenía de pasar tiempo con una chica como aquella. Conocía las intenciones de Enar, no era tonto, aunque pudiese parecerlo, pero le apetecía disfrutar de su compañía. Lástima que a la segunda cerveza se hubiese tenido que ir del bar, una más y no controlaría la lengua.

—¿Qué quería saber?

—Le llegó el rumor de que la policía había estado en las instalaciones de la cárcel y quería saber si sucedía algo que justificase la visita de un subinspector por allí. —Con la mirada baja, Manuel aceptó el tono de su jefe.

—¿Qué le dijo?

—Nada, ni siquiera le confirmé lo que ya sabía.

—¿Está seguro?

—Seguro, confíe en mí.

—No me queda más remedio que hacerlo, Fernández, no olvide que en este asunto hay mucha gente implicada, gente que tiene poder para retirarle su placa si, por culpa de una indiscreción, se revela la muerte de esa muchacha.

Consciente de su equivocación, Manuel asintió en silencio sin levantar la cabeza.

—Avise al resto de sus compañeros para comenzar la reunión.

Alejandro y Rodrigo miraron, sin comprender, el rostro enrojecido con el que Manuel se asomó a la puerta del despacho para indicarles que entrasen. Recogidos los documentos que necesitaba para la reunión, el subinspector Fernández lanzó una mirada a Vicenta, que enfrascada en una conversación telefónica le hizo un gesto para que se adelantase.

—¿Y Del Río? —preguntó el inspector.

—Siento el retraso —se justificó Vicenta cerrando la puerta—, una llamada de la científica.

—¿Alguna novedad? —inquirió su jefe.

—Creo que puede ser interesante, señor. Al registrar la celda de la chica, los técnicos no encontraron restos ni de herbicida ni de ningún líquido. Pero al salir, un miembro del equipo tropezó con la pata trasera de la cama y le resultó extraño el sonido del metal. Al desmontarla vieron que dentro estaba forrada con papeles de chocolatinas —dijo Vicenta.

—Escondía envoltorios de chocolate en el hierro hueco —apuntilló Rodrigo sin comprender la importancia.

—La alimentación en la cárcel está muy controlada, es uno de los retos más difíciles. Poca cantidad y de aspecto nada apetecible. En su vídeo de presentación, Valeria dijo no poder vivir sin chocolate y sin sexo —aclaró Alejandro.

—Alguien de dentro tenía que suministrarle el chocolate —apuntó Manuel con un guiño a Rodrigo que no obtuvo respuesta.

—En el informe de la autopsia se hacía referencia al contenido del estómago —comentó Rodrigo, al tiempo que rebuscaba entre la documentación del caso.

—Aparece un listado de alimentos que se corresponde con algunos de los servidos ese día en la fiesta. Y sí, hay restos de chocolate. Y mucho alcohol —resumió Vicenta.

—Si nuestro sospechoso quería matar a Valeria, no creo que pusiese el veneno en los platos que se sirvieron esa noche —afirmó Alejandro—. ¿Cómo podía saber que llegaría a consumirlos ella y no cualquier otro concursante?

—En cambio, si alguien le regalaba unos bombones y les inyectaba el paraquat, se aseguraba de que tan solo ella los tomaría —dijo Vicenta.

—Es una buena teoría; pero para probarla, ya que no contamos con ningún resto físico de esas chocolatinas que la científica pueda analizar, debemos centrarnos en encontrar a la persona que se las hacía llegar. —El resto del equipo asintió ante las palabras de Alejandro.

—En las grabaciones tienen que aparecer las personas que accedían a la celda, ¿las han comprobado?

—Aún no nos han enviado el material que solicitamos para su visionado —explicó Vicenta.

El inspector Martínez interrumpió la reunión para hacer una llamada telefónica, de la que obtuvo los resultados deseados.

—La productora nos pasará hoy mismo las horas de grabación de la celda. —Sin más explicaciones, continuó con la reunión—. ¿Conocemos el nombre de los concursantes que recibieron ayuda para entrar?

—Sí, la verdad es que hicieron un buen trabajo creando los perfiles falsos para los votantes. Nos hubiese llevado mucho tiempo comprobarlos, por suerte el socio de David Salgado nos lo ahorró —respondió Alejandro—. Los tres enchufados son Mar Sáenz, Miguel Ortiz y Sandra Tovar. Los dos primeros todavía permanecen en las instalaciones.

—¿Alguna relación con la víctima? —preguntó Rodrigo.

—No hemos encontrado nada ni en la vida real ni en el mundo de las redes sociales —aclaró Vicenta—, ni siquiera parecían tener demasiado en común dentro del concurso.

—Alguien se molestó mucho para que estuviesen dentro —reflexionó Rodrigo—, no es fácil conseguir algo así.

—Ni barato —apuntó Alejandro.

—Quizás el pago por hacerles entrar en el programa fuese matar a la chica —sugirió Manuel.

—La frase «mataría por entrar», que algunos repiten en sus vídeos de presentación, no creo que sea como para tomársela en serio. —El tono de Vicenta no mostraba tanta seguridad como sus palabras.

—Por desgracia no podemos descartar ninguna opción, los motivos más banales pueden llevar a cometer este tipo de actos —dijo el inspector—. Fernández y Del Río, busquen alguna relación entre la fallecida y los tres concursantes que entraron de forma ilegal en el programa. Yo contactaré con los abogados del señor Salgado, será mejor interrogarle en la comisaría para evitar filtraciones. Si se niegan, acudiré al juez. Ese hombre tiene que explicarnos quién le pidió que manipulase los resultados de las votaciones y por qué.

—Yo puedo ayudar, jefe —el ofrecimiento de Alejandro fue recibido con una sonrisa por parte de sus compañeros.

—Todos entendemos que estos días usted debe estar en casa, allí le necesitan —contestó el inspector.

—Creo que me vendría bien salir algunas horas; dos bebés, dos abuelas y una esposa con las hormonas descontroladas es un campo lleno de minas. Y con lo torpe que soy, mejor me alejo antes de que pise alguna y me explote —bromeó el muchacho.

Con un gesto de cabeza el inspector agradeció su ayuda.

El sonido de la puerta del despacho al cerrarse enmudeció el chirrido del primer cajón del escritorio. El rítmico movimiento de la tela sobre el cristal de sus gafas atrajo recuerdos de otros casos mediáticos en los que había participado antes de ser inspector. Recordaba las presiones, las veladas amenazas de sus superiores para obtener pronto un culpable que ofrecer a los medios de comunicación, las estúpidas preguntas con las que los periodistas trataban de jugar a adivinos, solo por no conceder el tiempo necesario para que la ciencia resolviese las incógnitas. Pero en ninguno de aquellos episodios se sintió tan sucio como en este. Podía llegar a comprender la necesidad de calmar a una población angustiada por sucesos de extrema violencia, o cometidos contra menores, donde la gente necesitaba que se resolviesen para sentirse segura. En esas ocasiones no dudaba en pedir sacrificios a sus hombres, turnos dobles, anulación de permisos. Pero en esta investigación, todo el esfuerzo, el trabajo extra, la falta de descanso, era tan solo para que una cadena de televisión ganase más dinero.

—Acaban de entregar las cintas, vamos a comenzar el visionado. —Sin esperar respuesta de su jefe, Alejandro cerró la puerta. «El dinero mueve montañas», murmuró el inspector Martínez tras consultar las manecillas del reloj y comprobar que solo había transcurrido media hora desde su llamada.

La jornada transcurrió lenta y pesada. Sin apenas despegar los ojos de las pantallas del ordenador ni los cuerpos de las sillas, el equipo trataba de encontrar alguna relación entre Valeria y los concursantes que David Salgado quería dentro del concurso.

—Creo que no volveré a encender mi televisor en meses, me duelen los ojos —se quejó Vicenta.

—Te pillé —gritó Alejandro poniéndose en pie.

—¿Qué pasa? —Vicenta se reclinó contra el respaldo.

—Que alguien avise al inspector, tengo algo —anunció Alejandro con una sonrisa de triunfo.

Segundos más tarde, con sus compañeros detrás, el policía fue pasando a velocidad lenta la imagen de Valeria al entrar en la celda.

—Es del día anterior a que Valeria fuese envenenada. Regresa del patio y al poco de sentarse en la cama busca algo bajo la almohada, ¿veis luego cómo mastica?

—Es cierto —confirmó Vicenta.

—Después se acerca a la pata de la cama —continúa Alejandro.

—Buen trabajo. —La felicitación fue acompañada por varias palmadas de sus compañeros.

—La verdad es que es muy fácil que pase desapercibido si no sabes lo que buscas. —Las palabras de Manuel recibieron el asentimiento del resto.

—Revisando días anteriores se puede apreciar el mismo gesto, siempre al regresar del patio —explicó Alejandro.

—¿Se ve alguna vez quién le da lo que come? —preguntó Rodrigo.

—No —aclaró Alejandro.

—Si alguien quisiera dejar un regalo a la chica, el momento menos arriesgado para ir a la celda —reflexionó Manuel— sería cuando los concursantes están en el patio. En esos instantes la atención está centrada en ellos y en sus interacciones.

—Necesitamos saber quién tenía acceso a la celda de la chica. Rodrigo —ordenó el inspector—, regrese a la cárcel y consiga esa información. Los demás, sigan analizando las imágenes. Según el informe forense, tenemos un margen de seis horas desde que el veneno entró en su organismo hasta su fallecimiento; centrémonos en ese espacio de tiempo y veamos qué personas tuvieron contacto con ella.

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