La cárcel

La cárcel


35

Página 39 de 40

35

Un mes después de la muerte de Miguel Ortiz

Situadas bajo la mesa, una maleta mediana y una mochila de mano aguardaban a ser facturadas, mientras, ajeno al murmullo incesante, Rodrigo disfrutaba de un café templado antes de desaparecer y olvidar la tensión de las últimas semanas.

Sobre todo, deseaba borrar la sensación de suciedad impregnada en su piel tras el cierre de la investigación. En el lugar al que iba no tendría que soportar el rostro, restaurado para la ocasión, de la apenada madre de Valeria paseando por los platós en busca de una fama tardía que le permitiese alcanzar la notoriedad y posición mediática que su falta de talento le impidió disfrutar en su juventud. Al final, Valeria desaparecería olvidada por la estrella brillante de un nuevo engendro mediático.

Contrarios a esta búsqueda de fama, la familia de Miguel se esfumó sin dejar el más leve rastro. En la huida tan solo se rezagó uno de los perros guardianes de Luis Ortiz, encargado de recoger las cenizas del muchacho y seguirles los pasos con ellas.

Este deseo por convertirse en fantasmas permitió a la cadena y a la productora finalizar la farsa con impunidad y sin tener que emplear medios ni dinero para lograrlo. Alejado el escándalo, solo quedaba disfrutar de un éxito de audiencia envidiado por el resto de competidores.

Si a eso unimos una recua de nuevos rostros semifamosos que podrían llenar horas de programas con las miserias de sus vidas, el concurso podría considerarse todo un triunfo.

Rodrigo recordaba el rostro altivo de Vera Palacios el día que ella y Jesús Herrador se reunieron con el inspector en la comisaría para agradecerle el modo en el que había manejado la investigación. Para aquellos dos seres, la diferencia entre el bien y el mal no existía, sus escalas de valores se encontraban alejadas de la mayoría de los mortales, guiadas por una necesidad enfermiza de poder y prestigio que podrían llevarlos a cometer la mayor de las aberraciones.

La megafonía del aeropuerto indicaba la necesidad de adentrarse en el desagradable mundo de las colas para facturar. Resignado, abandonó el refugio en la barra del bar para dirigirse al mostrador.

Apenas iniciada la marcha, un leve aroma golpeó con furia los recuerdos reprimidos.

Con un atrevimiento que jamás creyó poseer, Rodrigo husmeó el aire como si de un sabueso se tratase en busca del origen de aquel penetrante aroma. La portadora de sus desvelos apareció un par de colas a la derecha. Apoyada sobre una maleta rígida, esperaba con calma el momento de acceder a la línea de facturación.

—Disculpe —murmuró Rodrigo sin entender lo que estaba haciendo—; le parecerá una locura, pero podría decirme el nombre del perfume que lleva.

—¿Perdone? —respondió la mujer al tiempo que apartaba la mirada del teléfono móvil con el que jugueteaba segundos antes.

—No quiero molestarla, de verdad, y sé que parezco un chiflado, pero es que acabo de reconocer el perfume de una amiga —explicó el policía, atropellando cada palabra— y me gustaría saber cuál es para poder regalárselo.

—Un poco rara sí que resulta su pregunta —respondió la mujer con una tímida sonrisa. Con un suspiro de alivio, Rodrigo le devolvió la sonrisa y le agradeció que no corriese a llamar al personal de seguridad—. Eau Sensuelle… es el nombre de mi colonia —aclaró la mujer ante el rostro asombrado de Rodrigo.

—Muchas gracias, y de nuevo perdone.

—A mí me recuerda el olor de mi país, casi puedo tocar las flores que rodeaban la casita de mi mamá —explicó la mujer, la tristeza de la distancia se apreciaba en el tono de sus palabras—. Cuando el destino te obliga a alejarte de los tuyos, es bueno mantener vivos los recuerdos.

—¿En Colombia? —se atrevió a preguntar el policía, aunque sabía la respuesta.

—Sí —respondió la mujer.

La llamada para su vuelo obligó a la mujer a despedirse. Mientras se alejaba, el aire onduló de nuevo hasta llevar junto a él una ráfaga de sensaciones.

La culpa de Alina había bloqueado los recuerdos, las palabras, los momentos juntos. Incapaz de entender su comportamiento, aceptó por buenas las explicaciones de sus compañeros; ella buscaba información, por eso se acercó a él. Pero Rodrigo sabía, sentía, que se equivocaban. Ella jamás preguntó por el caso, nunca se interesó por la investigación. Cuando estaban juntos el resto del mundo desaparecía, nada ni nadie importaba.

¿Por qué dejó que descubriese aquel tatuaje? ¿Por qué se delató?

¿Una despedida? ¿Una explicación no pedida? ¿Una forma de ayudar a resolver el caso? ¿Por qué le habló de su casa, de sus sueños, de sus orígenes? Demasiadas dudas que jamás lograría responder. Alina había desaparecido de su vida.

Un nuevo anuncio de megafonía acercaba el inicio de su viaje. Con cuidado, extrajo el libro que guardaba en el bolsillo lateral de su bolsa. Quería tenerlo cerca en el momento mágico en el que divisase el contorno de la isla. Mientras lo acariciaba, sintió la dureza de una esquina de papel fuera de lugar. Extrañado, separó las hojas para descubrir una nota doblada en mitad de un capítulo.

Al desplegarla, recordó las últimas manos que habían tocado aquella portada.

«Cumplir mi venganza tendrá como castigo soportar el resto de mi vida la ausencia de tu sabor, de tu aroma. No imagino una condena peor.»

Aquellas palabras devolvieron a todo su cuerpo las sensaciones reprimidas. El tacto de una piel morena y firme, el sonido sensual de las palabras prohibidas en la calidez de la almohada, el movimiento acompasado de un cuerpo bajo el suyo… No podía, ni quería renunciar a ella.

Dos horas más tarde, Rodrigo abrochaba el cinturón de seguridad del asiento, aferrado a las preguntas, a los deseos, a las dudas… Un cambio de última hora en su destino y tan solo una idea clara en su mente: la ropa que llevaba en la maleta no le serviría de nada para paliar el calor del lugar al que ahora se dirigía.

Ir a la siguiente página

Report Page