La cárcel

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—El uniforme es el de la empresa con la que tenemos contratados los servicios de mantenimiento y limpieza, pero no sé quién es. —Antonio devolvió el móvil a Rodrigo sin enseñarle la foto a Vera; de sobra sabía que ella jamás se fijaba en los trabajadores de las subcontratas.

—¿Quién se encarga de adecentar las celdas, los concursantes o personal externo? —preguntó Rodrigo.

—Se decidió que, para no dar una mala imagen, ante la posibilidad de que alguno de ellos no cumpliese con una higiene mínima, se dejaría entrar al equipo que limpia el resto de las instalaciones —explicó el hombre.

—Localiza a Alina y que busque al encargado —ordenó Vera sin apartar la vista de su tableta.

Sin cuestionar sus palabras, Antonio obedeció.

Poco después, unos golpes en la puerta interrumpieron el incómodo silencio.

—¿Me buscaba?

Un hombre menudo, de unos cincuenta y pocos años, entró en el despacho con una arruga de preocupación en el ceño. Sin esperar presentaciones, Rodrigo se dirigió a él.

—¿Conoce a esta mujer? —La pantalla del móvil mostraba la foto recibida desde la comisaría.

—Sí, claro, es Aurita, Aurita Jiménez, una de nuestras empleadas.

—¿Qué trabajo desempeña para ustedes?

—Se encarga de la limpieza de la zona de las celdas de las chicas y también del comedor y de los baños de los empleados —respondió el hombre sin mirarle a la cara.

—¿Cuánto tiempo lleva en la empresa?

—Unos dos años.

—¿Se encuentra en estos momentos en el edificio?

El hombre consultó la hora antes de responder.

—Debería estar en el comedor.

—¿Podría usted ir a buscarla y pedirle que venga?

—Sí, por supuesto.

Antes de retirarse, el hombre inclinó levemente la cabeza en dirección a Antonio, quien con un movimiento de mano aprobó su marcha.

Mientras esperaba la llegada de la mujer, Rodrigo contactó de nuevo con la comisaría.

—Hola, Alejandro, la limpiadora se llama Aurita Jiménez. Necesito que me busques toda la información que puedas sobre ella.

—Perfecto, en cuanto tenga algo te llamo.

—También necesito que me pases con el jefe.

Tres tonos de llamada más tarde.

—¿Qué sucede, Arrieta?

—He localizado a la limpiadora. ¿Qué prefiere que haga, la interrogo aquí o la llevo a comisaría?

—Mejor que nadie salga de las instalaciones. Sé que hay periodistas pendientes de todos los movimientos y no quiero que nadie los vea.

—Muy bien, jefe, así lo haré —respondió Rodrigo antes de colgar.

—Supongo que ahora nos dirá lo que sucede —exigió Vera. Tanto ella como Antonio se mantenían expectantes.

—Necesito hablar con esta mujer. —Rodrigo no estaba dispuesto a compartir ninguna información—. El inspector Martínez considera que es mejor que no salgamos del recinto para que la prensa no pueda vernos.

—Estoy de acuerdo con él —afirmó Vera.

Al comprobar que ninguno de sus interlocutores se movía, el policía insistió.

—Necesito hablar con ella, pero a solas.

—No hay problema —respondió Vera al tiempo que descruzaba sus morenas piernas y se levantaba—. Regreso a la oficina, mantenme informada.

Estas últimas palabras las dirigió a Antonio, pero sin desclavar los ojos del rostro de Rodrigo. Con una sonrisa de triunfo, el policía se despidió de ella. Al salir, Vera se encontró bajo el quicio de la puerta con una mujer que bajando la mirada le cedió el paso.

—Adelante.

La invitación del policía sirvió de despedida a Antonio. El hombre, con gesto serio, salió sin más comentarios.

—Por favor, siéntese. Mi nombre es Rodrigo Arrieta y pertenezco a la policía.

—¿A la policía? —El rostro de la mujer pasó del asombro a la preocupación—. ¿Le ha pasado algo a mi hija?

—Tranquila, mi visita no tiene nada que ver con su familia.

El movimiento de los dedos, acariciando una de las medallas de oro que le colgaban del cuello, obligó al policía a fijarse en el esmalte rojo brillante de sus uñas; un tono nada discreto, como el resto de la indumentaria.

—Gracias a Dios. —La mano derecha en el pecho y un profundo suspiro acompañaron la expresión.

Atrapada en una falda una talla menor, la mujer apenas tenía holgura para cruzar las piernas, que ceñidas en unas medias negras se embutían en unas botas de caña cuyo tacón producía vértigo con tan solo mirarlo. El aspecto del pelo, teñido de rubio blanquecino, cortado en algunas zonas de punta, recordaba el penacho de las abubillas.

Excesivo sería la mejor palabra para definirla.

—Veo que no lleva puesto el uniforme, ¿ha terminado ya su turno?

—Salgo a las nueve y media de la noche, pero es que hoy me toca médico.

—¿Está usted enferma?

—Nada importante, hace unos días me caí, perdía el tren y tropecé por querer alcanzarlo. Tanto correr para al final no llegar. Hoy me toca revisión.

—¿Tiene usted asignada la limpieza de las celdas de las chicas?

—Sí.

—Entonces conoce a Valeria.

—Claro, pobrecita, ayer pregunté por ella; me gustaría ir a visitarla al hospital, creo que no se puede.

—¿Alguna vez habló con ella?

—Está prohibido.

Una sombra roja apareció bajo la capa de maquillaje marrón que tapaba su piel.

—Sé que está prohibido, lo que le pregunto es si alguna vez lo hizo.

—Bueno, una vez, solo una. Tenía que haber terminado de limpiar el cuarto, pero calculé mal y cuando yo salía ella volvía del patio. Estaba llorando, me dio mucha pena. Se parece tanto a mi hija, ella también hipaba de pequeña al llorar.

—¿De qué hablaron?

—De nada, solo fue un segundo, me fui corriendo; si mi jefe se enterase me despediría, y necesito estas horas.

—No se preocupe, no se lo diré a nadie. Cuénteme de qué hablaron.

—Le dije que no llorase, solo eso, ella ni siquiera me contestó.

—¿Algo más?

La mujer jugueteó con las pulseras de su mano izquierda y con la mirada baja contestó.

—A mi niña cuando era pequeña y lloraba lo único que conseguía calmarla era el chocolate.

El policía se mantuvo en silencio mientras esperaba que continuase.

—Tengo el azúcar descompensado y siempre llevo algo dulce, por si me da una bajada. Ese día tenía una chocolatina en la bata del uniforme y se la di. Hizo lo mismo que mi hija, dejar de llorar.

—¿Se volvieron a ver en alguna otra ocasión?

—No, solo ese día. Bueno, yo la veía en la tele, soy seguidora del concurso.

—¿Hubo más regalos?

De nuevo el movimiento de pulsera.

—El resto de concursantes la trataban fatal, lloraba mucho, creo que se sentía sola.

—¿Y usted la intentaba consolar?

—Cuando limpiaba el cuarto, dejaba escondida una chocolatina dentro de la funda de la almohada.

—¿Todos los días?

—Sí. Menos el martes.

—¿Qué sucedió el martes?

—Ya se lo dije, fue cuando me caí, cerca de la estación de Fuenlabrada, por correr, y no pude venir a trabajar.

—Bien, no la entretengo más —dijo Rodrigo mientras caminaba en dirección a la puerta—, será mejor que se vaya o llegará tarde al médico.

—Espero no haber hecho nada malo —se justificó la mujer al tiempo que se alisaba la falda al levantarse.

—No se preocupe, todo está bien.

A solas de nuevo en el despacho, Rodrigo marcó el número de la comisaría.

—Hola, Alejandro, ¿qué has encontrado sobre la mujer de la limpieza?

—Aurita Jiménez, sesenta y tres años, viuda desde hace algo más de dos. Su marido era representante de joyería; hace unos años que enfermó, cáncer de pulmón. Se pudo jubilar, pero con una pensión muy pequeña. Tiene una hija. He pedido sus datos bancarios para comprobar algún ingreso extraño. Por ahora nada más, sigo investigando. ¿Crees que pudo ser ella?

—No lo sé. Me confesó que le regalaba chocolate a escondidas; según ella, porque le daba pena. Es una mujer extraña —reflexionó Rodrigo—. Una cosa más. Según me cuenta, el martes pasado no vino a trabajar porque se cayó y pasó la mañana en urgencias. Compruébalo.

—El día del asesinato de Valeria —calculó Alejandro.

—Así es.

—Me encargo.

—Necesito también que me envíes la imagen de la persona que ocupó su lugar en la limpieza de las celdas.

—Eso no será posible, no existen más imágenes de las limpiadoras dentro de los cuartos, ni en pasillos interiores.

—¿Y eso?

—No lo sé.

—Confirma su ausencia del recinto esa mañana y continúa con el extracto de sus cuentas; yo me quedaré un rato por aquí, intentaré averiguar más cosas de ella.

—Seguimos en contacto. —Las palabras de Alejandro cerraron la comunicación.

Cansado y de mal humor por la falta de avances, Rodrigo abandonó el despacho para buscar al encargado de mantenimiento. Por lo que oía a su paso, los concursantes comenzarían las pruebas en pocos minutos. Los retoques de última hora obligaban a una actividad desenfrenada. Siguiendo una de las hileras de cables que se amontonaban en los laterales del pasillo, descubrió a dos operarios de la misma empresa de Aurita. Uno de ellos se giró y pudo comprobar que se trataba del mismo hombre que un rato antes estaba en el despacho de Antonio.

—Disculpe. —Rodrigo se situó frente a él dejando la espalda cerca de la pared para no interrumpir el paso—, ¿podemos hablar un minuto?

—No es un buen momento —explicó.

—Lo sé, pero necesito hacerle unas preguntas, soy…

—El señor Llanos me habló de usted. Sea breve, por favor. —Acostumbrado a complacer caprichos ridículos y a trabajar bajo presión, el hombre no se alteró con su presencia.

—La señora Jiménez ha dicho que hace unos días no acudió a su puesto de trabajo al sufrir un pequeño accidente, necesito saber quién se encargó de sus tareas.

El rostro del hombre palideció.

—Somos una empresa pequeña y no contamos con mucho personal. Cuando alguien falta o coge vacaciones, nos cubrimos entre los compañeros.

—Bien, ¿y ese día quién hizo el trabajo de la señora Jiménez? —Rodrigo no comprendía su actitud.

—Ese día, además de Aurita falló otra de las chicas y no se hicieron todas las tareas.

—¿Las celdas?

—No dio tiempo. Solo se limpió el comedor y los baños, pensé que por un día no iba a pasar nada. ¿Hay algún problema? —El hombre parecía angustiado.

—Ninguno. —Rodrigo no quería preocuparlo—. Tranquilo.

—¿Qué puede contarme sobre la señora Jiménez? —En ese momento dos voces surgieron reclamando la presencia de su interlocutor.

—Es una buena mujer, pero este no es su mundo. Su vida giraba en torno a su marido. Por lo que cuenta, él la trataba como a una niña, la cuidaba y protegía, y ella vivía para arreglarse, salir a tomar algo y complacerlo. Cuando él enfermó y se tuvo que encargar de todo, creo que no pudo, no sabía, ni sabe, administrar el dinero. Gastó todos sus ahorros y tuvo que buscarse algún ingreso para sobrevivir. Tal y como está el mundo laboral, sin experiencia, solo encontró trabajo de limpiadora.

—¿Tiene una hija?

Una nueva voz reclamaba a su jefe.

—Sí, habla mucho de ella. El padre la malcrió; colegios caros, caprichos. Está casada con un tipo que creo que es arquitecto y tiene pasta, pero me da la impresión de que se avergüenza de su madre. No deja que vaya a su casa y ella rara vez la visita. A mí me da pena.

—Una última cosa, ¿por qué se deja de grabar cuando el personal entra en las celdas?

—Una de las operarias se quejó, dijo que se sentía vigilada y amenazó con denunciarlo en el sindicato. Para evitar problemas, la productora pactó con los trabajadores apagar las cámaras mientras ellos realizaban sus tareas. La verdad es que a nadie le gusta que le espíen, y esas imágenes carecen de interés para el programa.

Las llamadas volvieron a interrumpir.

—Será mejor que se vaya. Gracias por todo.

—Sobre el tema de la limpieza del otro día…

—No se preocupe, no es importante, nadie tiene que saberlo.

Con una leve sonrisa, el hombre agradeció su silencio y se alejó.

Sentado en el coche, Rodrigo disfrutó del silencio y ordenó sus pensamientos antes de regresar a la comisaría. La información que Alejandro obtuviese de las cuentas de Aurita Jiménez sería clave. El dinero es un buen móvil para cualquier asesinato.

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