La cárcel

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—Tú hijo se ha salvado, se ha salvado.

Abstraído en los papeles que plagaban la mesa del despacho, Luis Ortiz elevó el rostro hacia su mujer, sin comprender la sonrisa que iluminaba su rostro.

—Sabía que lo conseguiría. Ese Fran es un maleducado, un grosero que se pasa el día maldiciendo. Además es un vago, jamás se esfuerza en las pruebas.

La retahíla de palabras continuó durante unos minutos, hasta que la mujer se percató de que su marido había vuelto a fijar los ojos en los documentos que sostenía en la mano derecha.

—¿Me estás escuchando? —preguntó en voz alta, aunque sabía la respuesta.

—Ojalá le hubiesen echado de una vez, así dejaría de perder el tiempo y de humillar a la familia.

—¿Humillar? Andrés se está comportando como un caballero, como lo que es.

—Basta ya —gritó el hombre, golpeando la mesa con el puño—. Sabes que no apruebo la participación de tu hijo en ese absurdo concurso. No comprendo la necesidad que tiene de ponerse en evidencia delante de todo el mundo.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, la mujer giró el rostro hacia la ventana conteniendo las lágrimas.

—Quizá lo hace para que tú le mires. —El murmullo de su voz se perdió en el silencio de la habitación sin obtener respuesta.

Con movimientos lentos, Luis Ortiz apartó la silla y se acercó a su esposa. El dulce aroma de su piel, desprovista de cualquier perfume artificial, aplacó su mal humor. Adoraba a aquella mujer, su piel blanca y perfecta, sus piernas largas, firmes, insinuantes, su pecho, su vientre. Todo en ella le excitaba. Al contrario de lo que le sucedía con sus muchas amantes, la pasión se mantenía en el tiempo. No se cansaba de ella, a pesar de visitar otras camas, era con ella con quien quería dormir y despertar.

Nunca salió una exigencia o un reproche de sus labios. Ella conocía su lugar en la casa, era la dueña, la señora de su hogar. El resto, meros entretenimientos para elevar su ego de hombre. Insignificantes aventuras que ella fingía no conocer, pero que no olvidaba controlar.

Si alguna de las muchachas que pasaban por su cama soñaba siquiera con desbancarla, ella se encargaba de colocarlas en su lugar.

A los dos años de vivir en Madrid, Luis comenzó una relación con la secretaria de uno de sus socios. La muchacha era espectacular. Bella, inteligente, culta. Luis disfrutaba de su compañía, tanto fuera como dentro de la cama, algo que no solía sucederle con otras amantes. La atracción le llevó a dejarse ver con la joven en algunos locales de moda de la capital; le gustaba contemplar la envidia en los ojos del resto de los hombres al pasear con ella a su lado.

Las navidades de ese año, durante la fiesta que organizaba su esposa en la casa familiar, la muchacha acudió acompañando a su jefe. En el dedo lucía un anillo de oro con dos diamantes engarzados, regalo de su amante. Luis se sorprendió por la osadía de la muchacha, pero en el fondo disfrutó al verla junto a su esposa.

La cena transcurrió en un ambiente de cordialidad propio de unas fechas tan señaladas. Al terminar la velada, su esposa se mostró encantada con los invitados y con el desarrollo de la noche. Ni un solo comentario sobre la muchacha.

Los días transcurrieron sin que ninguno de los dos volviese a mencionar la fiesta, hasta la mañana de Reyes. Ese amanecer, al abrir uno de los paquetes que su esposa había colocado bajo el árbol de Navidad, Luis descubrió el anillo que le había regalado a su amante junto al dedo en que lo lucía.

—Menos mal que era un anillo y no un collar.

Esas fueron las únicas palabras que la mujer pronunció sobre el asunto.

Luis Ortiz jamás volvió a ver a la chica.

A partir de ese día no volvió a mostrarse en público con ninguna de sus amantes.

Ella era valiente, decidida y fuerte con él, capaz de luchar por lo que consideraba suyo. Actuaba con contundencia, sin remordimientos, ni piedad.

¿Qué había fallado entonces con su hijo? Un inútil, vacío de aspiraciones, desprovisto de coraje.

No soportaba su presencia. Su rostro lánguido le producía dolor de estómago.

Si no fuera por su esposa, haría años que se habría librado de él, pero ella le adoraba y jamás le perdonaría que le hiciese daño.

—Sabes que le quiero —mintió Luis mientras abrazaba a su mujer—, pero no me gusta que se exponga a las críticas.

Lo que no le gustaba era que pudieran relacionarle con él. Se negaba a que el mundo supiese la clase de hijo que había engendrado.

Con una sonrisa y un largo y húmedo beso, Luis trató de convencer a su mujer.

La llegada del chófer interrumpió la reconciliación.

—El coche está preparado, señor.

Con un golpe en el trasero, Luis Ortiz despidió a su mujer.

El suave chasquido de la puerta al cerrarse inició la conversación entre los dos hombres.

—Todo ha salido bien, el chico sigue en el concurso —anunció el chófer—. La señora parece contenta.

—¿Cuánto ha costado? —preguntó Luis Ortiz con el ceño fruncido.

—¿Realmente quieres saberlo? —La sonrisa irónica del hombre anunció la respuesta de su jefe.

—No importa. Dinero bien empleado.

—¿Nos vamos?

Con un movimiento de cabeza, Luis Ortiz alejó la imagen de su hijo de la mente. Durante el tiempo que pasase encerrado en aquel lugar no tendría que verlo deambulando por la casa. Si para ello tenía que comprar votos, lo haría, seguro que aquella noche su mujer se lo agradecería en la cama.

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