La cárcel

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Dónde estás. Maldito imbécil, necesito verte. Ese coche. Sí, es él, es David. Deja de discutir y acércate de una vez. No grites, toda la calle te mira.

El trajeado se va. Deja el puto móvil. Entra en el portal de una vez. Tengo que hablar contigo.

Se me acaba el tiempo. No puedo seguir en la calle, Santos me encontrará.

Ese hijo de puta me la jugó.

Cómo fui tan estúpida.

Mierda, David, cuelga el teléfono de una vez.

Debí ducharme. Apesto, tres días durmiendo en ese asqueroso edificio y parezco una jodida yonqui.

Si la zorra de mi madre no me hubiese anulado las tarjetas. Me encantaría abrirle la cabeza con una de sus exquisitas botellas de vino. No puedo acercarme, seguro que Santos vigila la casa.

Al fin, la puerta se abre.

Me mira con asco. Se aparta.

Le escupo, grito, exijo.

No le importa.

Necesito dinero. Deja de reírte, ¿cuánto crees que durarías como presentador del momento si hablo con mi padre y le cuento nuestro secreto?

Sigue riéndose el muy cabrón.

Santos me despellejará viva, me entregará a sus hombres para que hagan conmigo lo que quieran, me usará como escarmiento.

No le importa.

Suplico, me humillo, me acerco a su bragueta. No quiere que le toque.

El aire se vuelve denso. Mis puños se cierran. Golpeo. Apenas se mueve. No tengo fuerzas.

Abre la cartera y me arroja veinte euros. «El precio de una puta como tú», grita.

Arrugo el billete, quiero romperlo, arrojarle los pedazos, pero es mi comida de hoy.

Suelto mi lengua, escupo el veneno, me recreo en los llantos de su mujer cuando le hablo de los jadeos que salían del camerino cada noche.

Mi sonrisa desaparece bajo su puño. Caigo al suelo, su zapato de piel contrae mi estómago. Va a matarme.

Un vecino entra.

Huyo.

No puedo enderezarme. Me limpio la nariz, la mano se tiñe de rojo.

Aprieto el billete.

No dejo de correr.

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