La cárcel
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Asqueado por la pérdida del espacio vital, Rodrigo esquivó la entrada de un grupo de clientes que trataban de ampliar un hueco inexistente en la barra. Tras abonar su consumición, se alejó en dirección a la cristalera que cubría la parte izquierda de la cafetería.
Envuelto en conversaciones ajenas, el policía observó la extraña mezcla de ambientes que llenaba las calles. El barrio de Malasaña, convertido desde hacía unos años en refugio para tiendas alternativas, entremezclaba las nuevas tendencias con los vecinos de toda la vida. Y por lo que parecía, con buenos resultados.
Un último trago apuró el final del café y encaminó sus pasos a un antiguo edificio remodelado, situado enfrente del local. En su portal, al lado de los timbres, lucía la placa publicitaria de Tuespacio S. L. Según la información recibida de Hacienda, de allí provenía el dinero con el que Aurita Jiménez saldó su deuda.
La puerta de entrada se abrió. Decorado con elegancia, el espacio mostraba todas las ventajas de las construcciones antiguas, con amplitud de techos, sensación de libertad y enormes ventanales a través de los que se colaba la luz natural.
—¿Buenos días, tiene usted cita? —la voz cadenciosa y sensual provenía del rostro más perfecto e impecable que jamás había contemplado, la belleza de aquella muchacha parecía sacada de una pintura.
—Mi nombre es Rodrigo Arrieta, soy subinspector de policía y me gustaría hablar con el responsable de la sociedad Tuespacio.
La expresión de asombro en la mujer mostraba lo poco acostumbrados que estaban a visitas de ese tipo.
—La empresa pertenece a dos socios, los señores Maxi Artidiello y Paulo Ripoll. Ahora mismo están reunidos, si me acompaña le guiaré hasta ellos.
El sonido de los tacones sobre las baldosas marcó el recorrido.
Hechas las presentaciones, la mujer cerró la puerta del despacho y desapareció.
—¿A qué debemos su visita? —el hombre presentado como Maxi inició la conversación. De unos cincuenta años, mostraba el aspecto de alguien que dedica más de media hora cada mañana solo a la elección de los complementos de su indumentaria.
—Hace unos meses, desde el número de cuenta de esta empresa, se hizo un pago para saldar la deuda que la señora Aurita Jiménez tenía contraída con Hacienda.
Antes de que Rodrigo continuase, Paulo se dirigió a su socio.
—¿Quieres que me vaya?
—No es necesario —respondió Maxi con un suspiro, al tiempo que sacaba una carpeta del cajón de la mesa y se la entregaba a Rodrigo.
—Aquí está el justificante de la transferencia, todo en orden y todo legal.
—No comprendo el interés de la policía —objetó Paulo mientras impulsaba el cuerpo contra el respaldo de la silla y cruzaba las piernas. De una edad similar a su compañero, parecía molesto con la visita.
El policía ignoró el comentario y prosiguió.
—¿Puede decirme el motivo del pago de esa deuda?
—Aurita Jiménez es mi suegra.
—Según tengo entendido, la relación entre su familia y la señora Jiménez no es muy estrecha. —Rodrigo recordó los comentarios del jefe de mantenimiento de la cárcel.
—Al morir su marido, Aurita se volvió muy dependiente de mi esposa. No sabía ni quería estar sola. Comenzó a ser una fuente de discusiones en nuestra vida de pareja, ella consentía en exceso a los niños, juzgaba nuestra forma de educarlos, se atrevía incluso a llevarles chucherías cuando se las tenemos prohibidas —explicó Maxi.
—Esa mujer es imposible —añadió Paulo, alisando una arruga de la parte frontal de su camiseta, bajo la que se marcaban músculos de gimnasio y dieta—. Se presentaba en casa de Maxi, en el despacho, en cualquier acto, sin avisar, con su verborrea, con esas maneras. Insufrible.
La voz de Paulo comenzaba a irritarle, quién se creía que era para juzgar así a nadie.
—Ella tenía un problema y se ofreció a solucionarlo. ¿A cambio de qué? —preguntó Rodrigo… Como nadie rompía el silencio, el policía continuó—. Usted pagaba la deuda y ella se alejaba de su vida, ¿ese fue el trato?
—Hace unos meses, al recibir los ingresos de dos buenos proyectos, mi socio me planteó la idea, la verdad es que le agradezco que renunciase a su comisión para ayudarme —confirmó el hombre.
—No se imagina lo bien que estamos sin ella rondando por aquí, nos espantaba a los clientes con esos estilismos imposibles. Un dinero muy bien empleado —confirmó Paulo.
La pista de Aurita Jiménez se evaporaba con cada nuevo dato recibido. La mujer tan solo parecía culpable de necesitar dar un cariño que le sobraba y que le impedían repartir entre los suyos.
Incapaz de comprender la necedad de aquellos dos elementos, Rodrigo abandonó el edificio.
A su llegada a la comisaría, el movimiento en la puerta era incesante. La gente entraba y salía absorta en papeles o teléfonos móviles, sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. La presencia de vehículos particulares y coches patrulla confería un aspecto de caos a toda la calle.
A pocos metros de él, descendieron dos hombres del interior de un taxi, a los que no podía ver el rostro. Sin embargo, la forma altiva de uno de ellos de manotear el aire al hablar le permitió conocer su identidad.
—No esperaba verlo tan pronto. —Rodrigo se colocó a la altura de ambos en apenas unos segundos.
—Que te jodan.
—Parece que su socio no tiene un buen día —las palabras del policía no ayudaron a relajar la tensión.
—Queremos hablar con el inspector Martínez. —Amado Fontal decidió intervenir.
—Bien, podemos usar otra entrada para llegar a su despacho.
—Gracias —respondió Amado sin mirar al policía. Sus ojos, fijos en el entorno, gritaban por alejarse de allí.
Al igual que pocas horas antes, el recorrido por las instalaciones de la comisaría se produjo en silencio.
—Esperen aquí, voy a avisar al inspector. —Las paredes desnudas del cuarto de interrogatorios recibieron a los tres hombres.
—Joder, ¿no merezco que me reciba directamente el inspector en persona? —gritó David.
Su socio, más prudente, o más acobardado, bajó la mirada y mantuvo su opinión en silencio. Sin molestarse en responder, Rodrigo cerró la puerta y se alejó.
Minutos más tarde regresó acompañado de su jefe y de Alejandro.
—Buenas tardes, ya conoce al subinspector Arrieta; él es el subinspector Suárez —las palabras del inspector resonaron en el cuarto—. Me alegro de que haya decidido colaborar con nosotros, señor Salgado. ¿Su abogado no estará presente en la declaración?
—No necesito a ese inútil para nada. —Las manos de David se abrían y cerraban de forma compulsiva.
—Esa es su decisión —continuó el inspector.
—Acabemos con esto de una puta vez, ¿qué quieren saber? —El cuerpo de David se movía de forma compulsiva, incapaz de mantenerse quieto.
—Sabemos que su empresa ANsocial manipuló las votaciones en el concurso que usted presenta y queremos saber por qué —preguntó Rodrigo.
—Hace meses alguien contactó conmigo por teléfono… Una voz que sonaba como si alguien hablara desde dentro de una lata, ni siquiera podría asegurar si era voz de hombre o de mujer.
—Es fácil de hacer, no se requiere ser un experto, hay programas informáticos muy sencillos para modificar la voz —apuntó Alejandro.
—Me preguntó si quería ser el presentador del reality La cárcel. Pensé que se trataba de una broma, el tema de las votaciones para la entrada de concursantes y la campaña de publicidad en medios ya se había iniciado. Además, una putita hinchada de silicona ya había firmado el contrato para ese puesto. En otro momento hubiese colgado, pero llevaba tiempo sin trabajar y necesitaba el dinero, así que seguí escuchando. Me dio tres nombres y me aseguró que, si hacía que entrasen en el concurso, yo sería el presentador.
—De esa parte se encargó usted —afirmó Rodrigo dirigiendo la mirada a Amado, que apenas murmuró.
—Sí.
Alejandro tomó el relevo de su compañero en el interrogatorio. Al responder a las preguntas del policía, el rostro de Amado pareció cobrar vida. El proceso realizado requería de una gran habilidad y pericia, y el hombre no podía evitar sentirse orgulloso del trabajo realizado. Confirmados los datos, Rodrigo continuó hablando.
—¿Qué pasó al conocerse el nombre de los concursantes?
—Esa misma noche, al regresar de tomar unas copas con unos amigos, me encontré con dos sobres dentro del buzón, uno a nombre de Jesús Herrador y otro era para Antonio Llanos.
—¿Los abrió? —preguntó el inspector.
—Sí, joder, claro que los abrí.
—¿Qué contenían? —continuó el policía.
—El de Jesús, fotos de la zorra de su hijita follando con dos tíos y consumiendo droga.
—¿Algo más? —Rodrigo prefirió ignorar la agresividad de sus palabras.
—Una nota.
—¿Qué ponía?
—Era muy breve, exigía mi contrato como presentador si no quería que las fotos llegasen a los medios.
—¿Cómo reaccionó el señor Herrador cuando usted le entregó esa documentación?
—Me echó de su despacho. Que se joda, que se joda él y ese demonio que tiene por hija.
—Pero cambió de opinión… —afirmó Rodrigo.
—Dos días después me llamó y firmé el contrato. Nunca volvimos a hablar sobre el asunto.
—¿Qué contenía el sobre del señor Llanos? —inquirió el inspector.
—Varias fotos de Antonio con una putita en la cama.
—¿Sabe quién era la mujer que estaba con él? —Rodrigo se interesaba por el nuevo dato de la investigación.
—No, pero conozco a su legítima y no era ella. Si esa arpía se entera de que su marido la mete en otro chochito, se muere. Bueno, si se entera, no; pero si se llega a hacer público, se los corta.
—¿La persona que contactó con usted le dio alguna información más? —Rodrigo no soportaba la forma de hablar de aquel tipo.
—No, yo cumplí con mi parte y él con la suya.
—¿Él o ella? —sugirió Amado, que se había mantenido en silencio.
—Quien sea, joder. Me da igual. Ojalá que toda esta mierda reviente, así podré disfrutar empapelando la ciudad con las fotos de esa hija de puta.
El inspector Martínez miró a sus subordinados. Se puso en pie y dio por finalizado el interrogatorio.
—Quiero que anote en un papel los días y las horas en las que se produjeron esas llamadas.
Sus palabras se acompañaron del gesto de Alejandro, que con premura acercó una hoja y un bolígrafo a David.
—Cuando terminen, esperen aquí hasta que un policía los acompañe a la puerta. No olviden que los próximos días deben estar localizables.
—Es evidente que estoy localizable, salgo cada semana en la jodida televisión, ya sabe dónde encontrarme.
Las palabras de David Salgado se quedaron aisladas al cerrarse la puerta.
—Quiero que hablen con los dos implicados, que Jesús Herrador y Antonio Llanos confirmen o desmientan lo que nos ha dicho. —El inspector caminaba por los pasillos seguido de sus hombres—. Que el señor Llanos nos informe sobre la señorita que aparece en las fotos, por si pudiera tener relación con toda esta historia.
—Yo me encargo —propuso Rodrigo.
—Usted pida el registro de llamadas del señor Salgado, a ver si puede obtener alguna información del número desde el que se le hizo el contacto. —Las palabras se dirigían a Alejandro.
—Me pongo con ello.
—Señor, creo que Del Río y Fernández deberían hablar con Sandra Tovar, es la única de los tres concursantes que se beneficiaron de la compra de votos que está ya fuera del concurso. Tal vez sepa algo. También sería interesante hablar con los dos que aún continúan dentro —sugirió Rodrigo.
—Estoy contigo —afirmó su compañero.
—De acuerdo, hablen con sus compañeros y los ponen al día de los nuevos datos. Por ahora que se centren en la concursante que está fuera, no creo que la productora ni la cadena nos faciliten hablar con los que aún participan en el concurso. Díganles que mantengan en secreto la compra de votos; si la chica no sabe nada, no podemos prever su reacción ni la información que podría lanzar a los medios, hemos de ser prudentes —ordenó el inspector—. Necesitamos respuestas, y las necesitamos pronto. El programa finaliza en tres semanas y aún no tenemos nada.
Tras despedirse de su jefe, Rodrigo y Alejandro se dirigieron al encuentro de Manuel y Vicenta. La investigación encontraba, por fin, una dirección que seguir.