La cárcel
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Colombia
Ayudada por Xisseta, que ejercía como intermediaria entre la dueña de la casa y el resto del personal, Mara envolvía el día a día en una normalidad compleja, sobre todo para su hija. Los horarios, las actividades, incluso las risas variaban si Kaliche estaba en casa o no.
La frustración de su marido por el nacimiento de una niña y la ausencia de un nuevo embarazo lo llevó a buscar el calor de otros cuerpos.
Aventuras conocidas por todos sus subordinados que llegaban con rapidez a oídos de Mara.
La muchacha, herida en su orgullo, lloraba sin consuelo incapaz de reaccionar.
Por suerte contaba con los expertos consejos de Xisseta. La mujer la quería y cuidaba de ella como si se tratase de su nieta. Conocedora del violento carácter del patrón, disuadió a la muchacha de enfrentarse a él.
—Todos los hombres son así, mi niña. Caprichosos, geniudos, necesitan hembras nuevas para demostrar que son muy machos —murmuraba la anciana, mientras mecía a la niña entre sus brazos—. Tú eres la dueña de la casa, la señora y has parido a su hija. No hagas caso a las habladurías. Si regresa a la casa y vuelve solo, todo irá bien.
Los años pasaron en una vida irreal que Mara aceptó y se encargó de mantener. Atenta a cada capricho de su marido y dispuesta siempre a representar el papel de mujer perfecta para que su hija viviese feliz y tranquila.
Kaliche, ajeno a la vida de la casa y centrado en sus negocios, pasaba semanas alejado de la plantación, lo que le permitía disfrutar del contacto de la pequeña abrazada a ella toda la noche.
Así hubiese permanecido el resto de sus días.
Lástima que el destino tuviese otros planes reservados para ella.
Una noche de verano en la que la humedad y el calor habían convertido la habitación en un agobiante espacio que le impedía permanecer acostada, Mara decidió salir a pasear por la plantación.
Sabía que a su marido no le gustaba que se alejase del edificio principal, pero hacía varios días que no sabía nada de él ni de sus perros guardianes. Sin la presencia del amo, ella era libre de marcar sus normas.
Vestida con un fino camisón, la muchacha caminó descalza sobre la hierba que rodeaba la vivienda. Con los ojos cerrados, Mara alejó su mente para regresar a los campos por los que había corrido siendo una niña.
Añoraba a su familia. El amor de su madre, la sonrisa de su padre, los cuidados de sus hermanas. Se sentía sola.
Al pensar en los suyos, un pequeño suspiro ascendió hacia su garganta. Deseaba regresar a su casa. Quería que su hija creciese rodeada del mismo amor que ella había recibido y no de los silencios, las mentiras y los miedos que Kaliche esparcía a su paso. Todo con lo que soñaba se encontraba a muchos kilómetros de distancia. Pertenecía a otro mundo. Tan inalcanzable como la Luna.
Se sintió cansada, como si cada año cumplido se hubiese multiplicado por diez. Mara necesitaba oír una voz familiar entre aquellas impersonales piedras, pero sabía que Xisseta se levantaba temprano y no quería modificar sus rutinas y despertarla para nada.
Envuelta en sus pensamientos, la muchacha caminó alrededor de la casa sin prestar atención a los sonidos que de ella salían.
Durante los últimos meses, cuando sentía que el mundo a su alrededor se descontrolaba, Mara buscaba refugio en el pequeño jardín que había mandado construir en la parte trasera de la vivienda. Rodeada del aroma de sus flores favoritas, envuelta en vainilla y lavanda, deambulaba en soledad mientras recuperaba la calma que necesitaba para no dejarse vencer por la tristeza y seguir luchando por su pequeña.
Recostada contra el muro de piedra, la muchacha cerró los ojos agradecida por el frescor que le regalaba la pared.
Se dejó mecer por el silencio, relajó el cuerpo y liberó la mente de las funestas imágenes con las que llevaba semanas soñando.
De repente, un olor tensó su piel. Un intenso aroma invadió su espacio. Hacía tiempo que lo percibía en la casa sin lograr descubrir su origen. Interrogado el servicio, todas las mujeres negaron haber cambiado los jabones que se usaban en la limpieza.
Decidida a descubrir la procedencia de aquel perfume, Mara miró a su alrededor. A la derecha de su escondite observó una ventana abierta. El cuarto de Chako.
Pensar en el guardaespaldas de su marido hizo que el vello de su cuerpo se erizase.
Incapaz de controlar su curiosidad, Mara avanzó con sigilo hasta situarse a pocos metros de la oquedad de la que escapaban murmullos. Cada paso intensificaba el olor.
Con desagrado, la muchacha arrugó la nariz al tiempo que se asomaba con cautela; no dudaba de que la respuesta a su búsqueda se encontraba en aquel cuarto.
La escena que contempló paralizó su cuerpo.
Unidos en un engranaje de piernas y brazos, Mara observó a su marido, desnudo sobre la cama, acariciando el cuerpo de una mujer mientras le susurraba al oído.
Liberado del pantalón, el miembro erecto de Kaliche crecía entre las manos de la desconocida mientras ella sonreía satisfecha. Se sentía poderosa, su cuerpo era el causante de aquella excitación.
Dispuesta a satisfacer el placer que parecía estallar dentro de Kaliche, la mujer separó sus piernas y le animó a entrar en ella. Acostumbrada a la rapidez con la que su marido satisfacía su pasión las pocas veces que acudía a su cama, Mara se sorprendió por la actitud pausada de Kaliche. La delicadeza de sus movimientos firmes, la suavidad con la que recorría el cuerpo de su amante saboreándolo, acariciando cada resquicio de su piel provocó en la mujer una excitación desconocida para ella.
Cuando Kaliche se introdujo en su compañera de pasión, un gemido de placer escapó de lo más profundo de su garganta. Su cuerpo agradecía el contacto estallando en un orgasmo a la vez que arqueaba la espalda en busca de un acople perfecto. Quería más. Y el hombre estaba dispuesto a satisfacerla.
Con las piernas enroscadas sobre la espalda de Kaliche, la mujer sujetaba su cuerpo contra el del hombre, acompasando los movimientos para incrementar el empuje. Cada embestida aumentaba su deseo. Un nuevo orgasmo aceleró el ritmo de sus cuerpos hasta que ambos lograron estallar de placer.
Mara no podía apartar la mirada.
Conocía a aquella mujer. Su marido se la había presentado en una fiesta hacía casi un año. La recordaba, y la odiaba.
Mara odiaba su pelo, rubio y liso, con una textura natural al que seguro no necesitaba dedicar media hora al día para parecer siempre bien peinada. Odiaba los hoyuelos que enmarcaban su boca carnosa. Odiaba sus ojos verdes llenos de brillos que atraían a quien los contemplase. Y por supuesto odiaba la seguridad que fluía en sus movimientos. Casi más que su belleza perfecta.
Incapaz de reaccionar, Mara permaneció frente a la ventana, hasta que el rostro de Kaliche reparó en ella. Con orgullo y sin pudor, el hombre despreció su presencia y devolvió la boca al cuerpo de su amante.
Aterrada, Mara regresó al jardín mientras recordaba las palabras de Xisseta. Kaliche no había regresado solo, su amante estaba con él y mucho se temía que dispuesta para arrebatarle su lugar.
Si quería salvar a su hija debía cambiar su destino.