La cárcel
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Absorto en la pantalla del móvil, Rodrigo recorrió las calles cercanas a su trabajo sin atender a los viandantes. Aquella mañana, la falta de aparcamiento le obligó a alejarse de la comisaría; mejor caminar un rato y despejarse que seguir dando vueltas sin sentido.
—Vas a chocar con una farola.
—Qué sorpresa —el rostro del policía confirmaba sus palabras—, ¿cómo tú por este barrio?
—Necesitaba entregar unas facturas y como terminé pronto, pensé en invitarte a desayunar.
—Cuánto honor —con ironía, Rodrigo trataba de ocultar su entusiasmo.
—Si te viene bien… —continuó ella.
—Claro —respondió al tiempo que consultaba el reloj.
La barra del bar en la que Rodrigo solía detenerse cada mañana mostraba un espectáculo deprimente; caras largas, bostezos y prisas se empujaban para paliar el madrugón. Varios quiebros y algún codazo permitieron que disfrutaran de un pequeño hueco en el fondo del local.
—Anoche no te contesté porque cuando vi tus llamadas era muy tarde, espero que no fuese urgente —comentó la mujer al tiempo que se acercaba la humeante taza a los labios.
Celoso de la cerámica, el policía se disculpó.
—No te preocupes, me imaginé que tendrías mucho lío. Intentaba localizar a Antonio, nadie sabía dónde estaba y por eso te llamé.
—Tenía migraña y se fue a casa, supongo que apagaría el móvil para descansar. Hoy todavía no hemos hablado.
Separados por eternos centímetros, el ruido los envolvió mientras saboreaban un ligero desayuno. Rodrigo ansiaba un leve roce de piel, sin atreverse a propiciar el acercamiento. El encuentro apenas duró veinte minutos, Alina debía regresar a la cárcel, problemas relacionados con la edición de varias escenas requerían su supervisión.
—Mañana y pasado no tendré ni un minuto libre preparando la siguiente expulsión, pero después podemos volver a comer juntos. —La naturalidad en la propuesta de la mujer desconcertó a Rodrigo.
—Sí, claro, perfecto —las palabras se atropellaban por salir—, cuando tú puedas.
—Bien, te llamo y… —El sonido del teléfono que sujetaba con la mano derecha interrumpió la frase.
Con una sonrisa de disculpa respondió mientras se alejaba, mostrando toda la delicadeza de sus formas al caminar. Absorto, Rodrigo no dejó de contemplar aquel movimiento rítmico de sus caderas hasta que una maldita esquina se la robó.
—Para conseguir una sonrisita como esa hay que dormir bien acompañado. —Las palabras de Manuel saludaron su entrada en la oficina.
Poco dispuesto a continuar la conversación, Rodrigo ignoró el comentario y se parapetó tras la mesa para retomar el trabajo de la tarde anterior.
—Buenos días, Antonio, soy el subinspector Arrieta. —En esta ocasión la respuesta se produjo al tercer tono.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
Acostumbrado a un trato más afable, Rodrigo se sorprendió por la respuesta.
—Ayer estuvo en las dependencias de la comisaría David Salgado. —El silencio al otro lado de la línea le obligó a continuar—. Me gustaría confirmar algunos datos recibidos en ese encuentro.
—Usted dirá…
La tensión en la voz de Antonio confirmaba las sospechas del policía.
—¿Conoce usted los motivos por los que se contrató a David Salgado como presentador del reality?
Un par de segundos de espera fueron suficientes.
—Sí —una pequeña pausa antes de seguir—, hace unos días, Jesús Herrador nos citó a Vera Palacios y a mí en su despacho para ponernos al corriente de la situación.
—Supongo que después de mi visita a Salgado. —Sus palabras aclaraban el cambio de actitud de Antonio en los últimos días.
—Así es. Jesús sabía que antes o después él se lo contaría y prefirió adelantarnos la información. Sobre todo quería que Vera estuviese al tanto, ella es una experta manejando ese tipo de situaciones.
Confirmada parte de la confesión, Rodrigo decidió conocer la verdad sobre el resto.
—El señor Salgado también nos habló de usted.
—Se llama Susana —un suspiro acompañó el nombre de la mujer. Sorprendido, el policía permaneció en silencio—. Pertenecía al equipo de rodaje de mi anterior proyecto en Francia, un cortometraje sobre el cambio climático. No sé cómo pasó, pero pasó.
—¿Quién conocía esa relación?
—Por mi parte nadie, y creo que por la suya tampoco.
—¿Siguen en contacto?
—No, estuvimos juntos las dos semanas últimas de rodaje y luego otra más, tuve un pequeño accidente en una pierna y no podía viajar. Ella se quedó conmigo.
—¿Y luego?
—Me pidió que fuese con ella, que regresásemos juntos a casa de su familia en Alemania. No me atreví. Se fue sola.
—¿Cómo pudieron llegar las fotos a manos del señor Salgado?
—No tengo ni idea.
—Aparte de las fotos, ¿qué más documentos le fueron entregados?
—Tan solo una breve nota en la que se me exigía aceptar la propuesta para dirigir el concurso.
—¿Conserva el sobre y su contenido? Necesitamos que la científica lo analice.
—Solo tengo el sobre. —Una pausa, Antonio continuó—. El contenido ha desaparecido.
—¿Sabe en manos de quién puede estar?
—Sí, de mi hijo.
—¿Está al corriente de su aventura?
—Creo que desde hace muy poco. Las fotos estaban escondidas, pero…, ahora ya no le servirán de nada.
Sin comprender esta última afirmación. Rodrigo siguió.
—Si está usted ahora en el domicilio, enviaré un coche patrulla a recoger el sobre, necesitamos analizarlo.
—Todo esto ¿llegará a los medios? —La voz del hombre mostraba preocupación.
—Si no tiene relación con el caso, no es necesario.
—¿Relación? ¿Con la muerte de Valeria?
Antonio temblaba al pensar en ello. Alegando al secreto de la investigación, Rodrigo respondió.
—Por ahora no puedo darle más información…
Un par de minutos más tarde, la llamada finalizó. Con el móvil sobre la mesa, Antonio presionó los dedos índice y pulgar contra el tabique nasal tratando, sin resultados, de aliviar la tensión acumulada. Sentía la confesión realizada como una liberación. Sin pensar, de hacerlo seguro que no reuniría fuerzas suficientes, marcó el número de su mujer y se citó con ella en casa una hora más tarde. Las decisiones tomadas en los últimos meses sumaban un sinfín de errores. Ya no lo podría cambiar, pero al menos encararía el futuro con cierta dignidad, sería él quien le contase lo sucedido; después de tantos años juntos, Amelia no se merecía conocer su engaño por cotilleos mal intencionados. Antes de abandonar el despacho, Antonio realizó una última llamada. Esta vez, el sonido del contestador fue la única respuesta.
—No pagaré tu viaje, ni ninguno más de tus absurdos caprichos, puedes hacer lo que quieras con las fotos, pero no olvides que cada acción tiene su consecuencia, y algunas pueden dañar a las personas que más quieres.
Sin una palabra más, apagó el teléfono y abandonó el cuarto dispuesto a asumir las secuelas de sus propios errores.