La cárcel

La cárcel


27

Página 31 de 40

27

Rodrigo garabateaba su libreta de notas mientras esperaba al teléfono una comunicación que no llegó. Sin respuesta, se dirigió al despacho de su jefe.

—Antonio Llanos ha confirmado la versión de David Salgado.

—¿Algo sobre la chica de las fotos?

—Quedó en enviarme sus datos, debo comprobarlos.

—¿Algo más? —preguntó el inspector.

—No logro localizar a Jesús Herrador. El personal de servicio de su casa no sabe nada, ni la productora tampoco.

—Deme un momento, lo intentaré yo.

Mientras esperaba, Rodrigo fue hasta la mesa de Alejandro.

—¿Algo nuevo entre las llamadas de David Salgado?

—Contactaron con nuestro querido presentador con un móvil de tarjeta. Estoy comprobando los datos que dieron a la compañía telefónica.

Antes de que Rodrigo pudiese contestar, la voz de su jefe se acercó a ellos.

—Jesús Herrador está en el Hospital Universitario, ayer su hija participó en el intento de atraco a un banco. Una chapuza que terminó a tiros. La muchacha está muy grave.

—¿Quiere que me acerque para hablar con él, o no será buen momento? —preguntó Rodrigo.

—Vaya y que Alejandro le acompañe. Las órdenes son claras y este caso debe resolverse lo antes posible. Eso incluye sacrificios para todos.

Rodrigo apostaría el sueldo de medio año a que aquellas palabras se las habían repetido más una vez a su jefe durante los últimos días.

—Vamos allá —respondió Rodrigo—, le mantendremos informado.

Durante el trayecto hasta las inmediaciones del hospital, los dedos de Alejandro no dejaron de moverse sobre la pantalla del móvil. Sin descanso, el odioso sonido de los envíos de Whatsapp no cesaba.

—¿Todo bien? —Rodrigo oía resoplar a su compañero con desesperación.

—Sí, creo… Bueno, no, no sé —trataba de responder sin apartar los ojos de la pantalla.

—Veo que lo tienes claro —bromeó su compañero.

—La verdad es que están a punto de volverme loco.

—¿Los pequeñajos?

—No, qué va, ellos son unos santos.

—¿Entonces?

—Es todo lo demás. Sara está agotada, irritable. Vamos, insoportable, y lo entiendo, no descansa ni un segundo, y encima tiene que soportar a mi madre, a la suya y una tía de mi madre que se han adueñado de nuestra casa. Son como una plaga, fagocitan hasta el aire. No puedo dar un paso sin tener un montón de ojos clavados en mí. Creo que no hago nada bien.

—No exageres, hombre.

—Lo digo en serio, siento que me persiguen para que vea que todo lo hago mal. Tengo pesadillas con ellas.

—Tipo Freddy Krueger —bromeó Rodrigo.

—Igual, igual. —Por fin su rostro se relajaba un poco.

—Quizá necesitabas unos días de permiso.

—¿Y quedarme en casa todo el tiempo a merced de esas mandonas? No, gracias, prefiero ir a trabajar —afirmó Alejandro.

—¿Y Sara cómo lo lleva?

—Ayer echó a su madre de casa, no puede con la presión. No sirvió de mucho, a las dos horas volvió como si nada. Está un poco desbordada por la situación.

—Es un cambio de vida radical, necesitáis tiempo.

—Sí, tiempo y espacio para estar solos los cuatro.

La conversación derivó en anécdotas sobre los recién nacidos. Las palabras de Alejandro pasaron del cansancio a admirar la naturaleza por la perfección de sus creaciones. Sin dejar de gesticular, describía cada movimiento de los pequeños con la alegría de un padre primerizo emocionado al descubrir un sentimiento imposible de ocultar.

En la entrada del hospital, dos policías de uniforme hablaban con el vigilante de seguridad. Una vez se identificaron, Rodrigo y Alejandro se interesaron por lo sucedido la tarde anterior.

—Un robo a la desesperada. La muchacha, Jennifer Herrador, entró en una sucursal de La Caixa ayer a la hora del cierre. Con un cuchillo amenazó a una de las empleadas para que abriese la caja, no se dio cuenta de que el vigilante estaba en otra habitación. Al llegar los compañeros, la chica estaba en el suelo con un tiro en el estómago. El vigilante, un niñato de veintipocos temblando en una esquina, dice que se asustó y disparó. Los testigos comentan que la muchacha no dejaba de palmear el aire y gritar. Tenemos que esperar a los análisis de toxicología para saber qué se había metido, cuando la trajimos al hospital todavía estaba colocada.

—¿Hay pronóstico médico? —preguntó Alejandro.

—Estuvo cuatro horas en quirófano y ahora está en la UCI, no sabemos más.

Informados del estado de la muchacha, Rodrigo y su compañero recorrieron los pasillos laberínticos en busca de su padre. Veinte minutos más tarde localizaban a Jesús Herrador en uno de los huecos de la escalera que daba acceso a la zona de la cafetería. Apoyado en el quicio de la ventana abierta, consumía con ansia un cigarrillo rubio.

—Buenos días, señor Herrador.

El saludo de Rodrigo recibió la respuesta de un rostro serio, cuya palidez se acentuaba con la negrura de unas ojeras imposibles de ocultar. Su traje impecable combinaba con gusto camisa y corbata, como si de un anuncio de moda se tratase. El conjunto destacaba en aquel ambiente.

—¿Qué hacen aquí? —sus palabras denotaban pocas ganas de compañía.

—Necesitamos hacerle algunas preguntas —respondió Rodrigo.

—Ya he hablado con sus compañeros y les repito lo mismo, no sabía que mi hija traficaba, no sabía que había vuelto a consumir, no sabía nada. —Con rabia arrojó la colilla del cigarro por la ventana y la cerró.

—Disculpe, no estamos aquí por el asunto de su hija, sino por el caso de Valeria —apuntó Alejandro.

Durante unos segundos Jesús Herrador vaciló, como si no supiese de qué le hablaban.

—¿Y qué es tan urgente? —reaccionó al fin.

—Ayer estuvo en la comisaría David Salgado, hemos de saber los motivos que llevaron a que fuera contratado como presentador del concurso. —Rodrigo mantenía la mirada fija en el rostro de Jesús, atento a sus reacciones.

—Eso no tiene nada que ver con el caso —afirmó.

—Disculpe, nosotros juzgaremos eso —rebatió Alejandro.

Los ojos de Jesús se posaron con fuerza sobre el policía, sin contestar.

—Estoy seguro de que las copias de las fotos mencionadas por el señor Salgado siguen en su poder y que confirmarían su versión —siguió Rodrigo—. ¿Usted conserva las suyas? Necesitamos analizarlas.

Durante unos instantes, Jesús Herrador valoró aquellas palabras. Él mejor que nadie conocía a David Salgado y sabía de lo que era capaz. Mejor no seguir mintiendo.

—No, las quemé.

—¿Tiene idea de quién conocía las adicciones de su hija? —interrogó Rodrigo.

—Menos yo, todo el mundo. —La rabia se mezclaba con la desesperación.

—¿Podría ser más concreto? —apremió Alejandro, molesto con la prepotencia del hombre.

—La televisión mueve equipos de trabajo muy concretos que van rotando por los diferentes proyectos. La interacción convierte las situaciones personales en fuente de cotilleo diario.

—¿Quiere decir que cualquiera que llevase un tiempo trabajando en los medios estaría al tanto de que su hija consumía droga? —apuntó Rodrigo.

—Así es.

La aparición de Vera Palacios interrumpió la charla. A pesar del maquillaje, su piel no podía ocultar la tensión acumulada durante las últimas horas.

—¿Todo bien? —preguntó sin mirar a los policías.

—Sí —respondió Jesús.

—Tengo que hablar contigo, es urgente. —La mujer se situó frente a su interlocutor ignorando a Rodrigo y Alejandro.

—Si necesitan algo más, por favor contacten con mis abogados. —Las palabras de Jesús zanjaron la conversación—. Espero que sepan controlar la información y que el caso de mi hija no se filtre a los medios, les recuerdo que es menor.

Alejandro no pudo protestar, Rodrigo se despidió.

Ajenos a ellos, Jesús y Vera abandonaron el hueco de la escalera:

—He pedido algunos favores, creo que podré controlar a la prensa… —Las palabras de Vera se alejaban con ellos.

—Su hija a punto de palmar y el tipo preocupado por su imagen pública —protestó Alejando—, no lo puedo entender.

—Vive de ella, él mismo es un producto en venta para los anunciantes que firman contratos en sus programas, no se puede permitir este tipo de publicidad.

—Lo entiendo, pero, joder, es su hija. Si fuese uno de mis hijos el que peleara por sobrevivir, yo no podría ni respirar.

La reflexión se vio confirmada al observar como uno de los médicos de la UCI buscaba con asombro respuesta a la llamada para los familiares de Jennifer Herrador en un pasillo desierto.

Ambos policías se acercaron a él. Tras identificarse, el hombre accedió a darles información sobre la paciente.

—Hace algo menos de media hora ha entrado en coma.

Desconocedor de las consecuencias que esas palabras suponían para la vida de Jenny, Rodrigo preguntó.

—¿Es una situación irreversible?

—Imposible saberlo —respondió el médico—; la muchacha perdió mucha sangre antes de llegar y es imposible pronosticar su evolución.

—Si sobrevive ¿le quedarán secuelas? —dijo Alejandro, su rostro mostraba la lástima que sentía por ella.

—Me temo que sí.

Una voz desconocida reclamó la presencia del médico. Sin despedirse, el hombre se alejó con paso rápido:

—Informen a la familia y díganles que me busquen, tengo que hablar con ellos —gritó antes de desaparecer tras una puerta.

—No puedo entender a Jesús Herrador —sentenció Alejandro—; joder, es su hija, yo no me separaría de su cama ni un segundo, y este tipo se larga, sin más, como si no le importase que viva o muera.

—Tengo la impresión de que sus prioridades no son las mismas que las tuyas, compañero.

Ir a la siguiente página

Report Page