La corte de las tinieblas

La corte de las tinieblas


Capítulo 19

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19

Naoko

—Jeanne…

—¿Mamá?

La silueta de mi madre se alza en la penumbra.

Su larga melena castaña flota alrededor de su cara pálida.

Yo también tengo la impresión de estar flotando, como si ya no pesara nada.

—¡Mamá, creía que nunca volvería a verte! —grito sollozando.

Me deslizo hacia ella para abrazarla, pero cuanto más me acerco a ella, más se aleja de mí.

Como las nubes pasajeras donde Bastien y yo veíamos formas efímeras que se deshacían en un suspiro.

—Jeanne… —articulan débilmente sus labios descoloridos, casi transparentes.

—¡Sí, soy yo! ¡No te vayas! ¡Quédate conmigo! Quédate… —Abro bruscamente los ojos, el grito muere en mi garganta—. ¡Conmigo!

Recupero de golpe la conciencia de mi cuerpo entumecido, enterrado en una cama profunda, bajo varias mantas. Incluso tengo el pelo recogido en un grueso gorro de dormir.

—¿Jeanne? —vuelve a decir una voz que no es la de mi madre.

Vuelvo la cabeza en la almohada empapada de sudor: es Naoko, que está sentada en un taburete, a la cabecera.

Detrás de ella hay una chimenea donde arde un gran fuego, al lado de una ventana con las cortinas corridas.

—¿Dónde…, dónde estoy? —balbuceo.

—En el gabinete de las yeguas. La señora Thérèse ordenó montar aquí una cama, donde llevas durmiendo desde anoche. No quería volver a meterte en las buhardillas, dado que allí enfermaste gravemente.

Ahora reconozco el viejo papel pintado que decora las paredes. La chimenea, la única fuente de luz, proyecta resplandores y sombras que danzan sobre los motivos descoloridos. Las manadas de yeguas parecen animarse… y no son las únicas. Por primera vez noto la presencia de seres humanos medio ocultos entre los cuadrúpedos. Hombres y mujeres corriendo como alma que lleva el diablo, tan aterrorizados como las estatuas de las presas que decoran el muro de la Caza. Las yeguas que los persiguen tienen los ojos tan negros como la noche, y en la boca, una saliva espumosa del color de la sangre.

—Las yeguas de Diomedes… —murmuro recordando de repente un capítulo de las Metamorfosis de Ovidio donde se cuenta que Diomedes, el cruel rey de Tracia, arrojaba a los extranjeros a sus yeguas carnívoras.

—Exacto, es un mito que estudiamos el año pasado con Chantilly —corrobora Naoko.

Al mencionar el colegio y las lecciones, recupero la memoria de golpe: la conversación con la gobernanta en esta habitación, la desaparición de Tristan, el día que pasé ignorando los síntomas de la enfermedad, el desmayo durante el curso de arte vampýrico.

—¿Ayer me desmayé delante de todos? —balbuceo.

Naoko asiente con la cabeza.

Presa del pánico, palpo mi cuerpo bajo las sábanas: compruebo que me han quitado el vestido y que me han puesto un camisón de algodón.

—¡Mis brazos! —digo con un nudo en la garganta.

—No te preocupes. Como soy tu tutora, me ofrecí para cambiarte y meterte en la cama. Nadie ha visto las marcas de los pinchazos, salvo yo. Te metí el medallón y el encendedor en el bolsillo del camisón y esta mañana he venido corriendo a verte.

Exhalo un suspiro de alivio: una vez más, Naoko me ha sacado de un apuro.

—Gracias de todo corazón —digo.

—De nada.

—¡No! ¡Esta vez no te dejaré que te salgas con la tuya! ¡Debes decirme cómo puedo agradecértelo!

Presa de una fuerte emoción, me da un golpe de tos que me desgarra los pulmones. Además, la jaqueca me traspasa el cráneo bajo el gorro de noche que me han encasquetado.

Naoko pone una compresa fría en mi frente.

—Para empezar, debes recuperarte, ese será un buen inicio —dice—. No malgastes tu energía hablando.

—¡No me callaré hasta que me digas lo que puedo hacer por ti! —la amenazo—. ¿A qué viene tanto misterio? Te lo he contado todo sobre mí, pero tú…, tengo la impresión de que aún me ocultas algo.

El semblante de Naoko se ensombrece.

A menudo me ha reprochado que ocultara parte de la verdad, y tiene razón, pero hoy soy yo la que la acusa y veo que eso le duele.

—Lo has adivinado, Jeanne, te oculto algo —murmura—. He esperado el momento más propicio para decírtelo, y supongo que ese momento ha llegado. —Inspira hondo, hace una pausa y al final dice con voz vacilante—: No soy exactamente lo que crees.

La cara de Naoko siempre me ha parecido enigmática, pero en este gabinete hermético, a la luz trémula de las llamas, me parece más impenetrable que nunca. Tengo la impresión de que la joven japonesa pertenece al mismo mundo legendario de los antiguos tapices que tiene a sus espaldas, llenos de caballos salidos de las profundidades de un pasado mítico.

—¡Eres mi mejor amiga, eso es lo que creo! —afirmo con toda la energía de que soy capaz—. No solo en la Gran Caballeriza, sino desde siempre. «Eres la mejor amiga que he tenido en mi vida»: es la pura verdad y nada podrá hacerme cambiar de opinión.

Las palabras me salen del corazón, son sinceras.

—¿De verdad nada podrá hacerte cambiar de opinión? —repite Naoko.

—Nada.

—¿Ni siquiera esto?

Acto seguido, alza una mano hacia el moño y saca el largo pincho lacado que usa para fijarlo. Su pelo negro cae pesadamente, sumergiendo sus hombros y todo su cuerpo hasta la cintura: una formidable masa capilar que haría palidecer de envidia a la misma Poppy. Me doy cuenta de que es la primera vez que veo a Naoko con el pelo suelto; tanto en clase como en las comidas, o incluso cuando nos arreglamos para la noche, lleva un moño…, y no me deja peinarla.

—Tienes un pelo de diosa, ¿es eso lo que puede poner en peligro nuestra amistad? —digo sin saber adónde quiere ir a parar—. ¿Crees que soy una envidiosa?

Por toda respuesta, Naoko se gira en el taburete.

De espaldas solo es una figura totalmente cubierta por el sudario negro de su melena, como una plañidera de cementerio.

Sus manos se alzan y agarran un grueso mechón de pelo a cada lado del cuello para separarlo como si fueran dos partes de una cortina.

No puedo contener un grito:

—¡Oh!

A varios centímetros, en lo alto de la nuca, entre los gruesos mechones, ¡hay una boca!

Dos labios pálidos, increíblemente largos, sellados, cerrando el cuero cabelludo de la joven como si fuera una cicatriz hinchada.

—Te asusta, ¿verdad? —murmura Naoko sin dejar de darme la espalda.

—Yo…, esto…, no —farfullo—. He gritado por la sorpresa.

—No era un grito de sorpresa, sino de miedo. Y también de aversión.

Me gustaría pedirle a Naoko que deje caer el pelo de nuevo para tapar esa boca inhumana, que se extiende de una sien a otra, por una longitud de quince centímetros. Me gustaría suplicarle que se vuelva hacia mí para poder verle la cara, donde se abre su verdadera boca, pequeña, delicada y pintada con carmín.

Sea como sea, hago un esfuerzo para sobreponerme a la repulsión: he sufrido demasiado por la manera en que la gente miraba mi pelo en el pueblo como para permitirme ahora juzgar la apariencia de cualquiera. Por lo demás, la boca no es tal, solo es una excrecencia carnosa que tiene esa forma, una impresionante anomalía congénita, desde luego, pero, en el fondo, tan anodina como el color de mi pelo.

—Tienes un pequeño defecto de nacimiento, eso es todo —digo tratando de quitar hierro al asunto—. No tiene importancia.

—No es lo que parece, en Japón se comió crudo el gato de los vecinos.

Las palabras de Naoko me dejan de piedra.

¿Es una broma?

¿Una metáfora?

¿Un error de traducción?

Mientras, completamente aturdida, observo el cráneo de Naoko, los labios monstruosos se contraen en un ínfimo movimiento. Sus comisuras tiemblan y se estiran un poco más. Una onda helada me pone la piel de gallina. Ese pedazo de carne, que creía muerto, está más que vivo y… ¡me sonríe de una manera espantosa!

Antes de que los labios se plieguen para mostrar la dentadura que hay detrás, Naoko deja caer bruscamente el pelo, como un grueso telón.

Pálida, se vuelve hacia mí.

—La malaboca se despierta enseguida cuando la dejo al aire libre durante la noche —me dice con voz ahogada—. Y te aseguro que es mejor no verla.

Saco una mano trémula de debajo de la sábana y la apoyo en su brazo, porque siento que lo que necesita ahora por encima de todo es que la toquen.

—Cuando era niña, solo era un bulto detrás de la cabeza, así que mi niñera no se preocupó —me explica en respuesta a las preguntas que no me atrevo a hacerle—. Pero cuando cumplí diez años empecé a sentir por la noche que el bulto temblaba, se movía…, «que estaba vivo». A partir de entonces no pude negar la evidencia: ¡tenía una cosa asquerosa en la piel! Me negué a que mi niñera se siguiera ocupando de mí; dije que podía peinarme sola. Despedí a todos los criados de mi padre y crecí sola con mi secreto: la malaboca, como la bauticé, porque para mí representaba el mal absoluto.

Trago dolorosamente.

—¿Quieres decir que nadie lo sabe? ¿Ni siquiera tu familia?

—Soy hija única. Mi padre siempre ha estado muy ocupado con su carrera diplomática, de manera que no tenía tiempo para seguir también mi educación. En cuanto a mi madre, murió en el parto, a manos de los médicos imperiales: pagó el precio de las Tinieblas, como yo.

Recuerdo la manera en que Naoko me habló de los médicos oficiales de la corte japonesa, comparándolos con los doctores de la Facultad Hemática: todos utilizan la alquimia para manipular descaradamente las Tinieblas. ¡El temblor helado que sentí cuando la boca monstruosa empezó a animarse es, sin duda, la gélida firma de las Tinieblas!

—Mis padres no habían tenido descendencia desde hacía muchos años —prosigue Naoko mientras las llamas de la chimenea proyectan resplandores danzantes en sus mejillas—. Como último recurso, mi padre les pidió a los médicos imperiales que trataran a mi madre para que pudiera tener hijos. Ignoro qué tratamiento le hicieron. Lo único que sé es que murió y que yo nací con el «pequeño defecto», como lo has llamado.

—No lo sabía, Naoko —balbuceo.

—Los experimentos que realizan los médicos imperiales en su búsqueda del saber suelen causar auténticos horrores vivos. En Japón los llaman los yōkai: los monstruos. Se suelen identificar en el nacimiento y se queman sin que medie un proceso. En Occidente, los inquisidores de la Facultad aplican la misma ley a los frutos de los experimentos fallidos. —Hace una mueca—. Los estudiosos no tienen escrúpulos: para ellos, el fin justifica siempre los medios. Hasta hoy he tenido suerte y me he salvado por los pelos.

De repente, todo cobra sentido: la soledad de Naoko, su negativa a que otros se ocupen de su pelo, su búsqueda desesperada de un alma en quien confiar. Hace varias semanas que vivo en vilo en la Gran Caballeriza, pero ¡ella guarda desde siempre un secreto mortal!

—No eres un yōkai —le digo apretándole el brazo con una mano—. Los monstruos son los que quieren quemar a una niña inocente.

Mi amiga niega con la cabeza con aire desengañado.

—Dices eso porque no has visto abrirse la malaboca. En los primeros años, yo también le concedí el beneficio de la duda. Comprendía que tenía hambre cuando notaba que se agitaba en la nuca. Recogía discretamente los restos de la cena para dárselos a escondidas en mi habitación. Al principio se conformaba con unas bolitas de arroz y un sorbo de leche, pero luego, al crecer, me vi obligada a robar pedazos de pescado crudo y restos de pinchos yakitori para saciarla. En lo que a mí respecta, hacía todo lo posible para no prestar atención al terrible ruido que hacía en la nuca al masticar y tragar. Hasta esa noche de mayo en que el gato de los vecinos, atraído sin duda por el aroma de la leche que había echado en un cuenco…, entró en mi habitación por la ventana entreabierta. Los rasgos de Naoko se estremecen de horror mientras se sumerge en la región más dolorosa de su memoria.

—Me desperté al oír unos maullidos salvajes —dice—. El pobre animal gritaba tratando de escapar, pero no podía, ¡porque yo lo sujetaba firmemente encima de mi cabeza! —Emocionada, Naoko me agarra con fuerza la muñeca—. ¿Entiendes? ¡Lo había capturado mientras dormía, sin darme cuenta! ¡O, mejor dicho, la malaboca se había apoderado de él y me había dejado en un estado sonámbulo para colmar su voracidad!

Naoko suelta de golpe mi muñeca, donde sus dedos, crispados, han dejado una marca.

—Horrorizada, con los brazos llenos de arañazos, dejé caer el gato —susurra—. El pobre animal se alejó cojeando con sus tres patas, porque la cuarta había quedado reducida a un muñón sangriento. A mis espaldas oía crujir los huesos y los cartílagos del miembro cortado. ¡Jamás olvidaré el ruido de esa masticación diabólica!

Naoko se tapa las orejas con las palmas de la mano como si quisiera ahogar el sonido de un recuerdo que la acechará eternamente.

—Esa noche comprendí que la malaboca quería carne fresca —retoma—, así como los vampyros están sedientos de sangre. Decidí que jamás volvería a ceder a sus apetitos. Dejé de darle de comer por la noche, pero no fue suficiente: al formar parte de mi cuerpo, se nutría con lo que yo ingería por la boca normal, por eso me volví vegetariana, para privarla por completo de carne. Los primeros meses fueron atroces, no dormía por la noche. Tenía que aplastar la almohada con la nuca durante horas para silenciar el castañeteo de los dientes furiosos de la malaboca. Solo se calmaba al amanecer. Al igual que cualquier abominación, la mía se adormece al alba.

—Pobre Naoko —digo observando sus ojeras desde una perspectiva ahora dramática—. No sabes cuánto lo siento. No alcanzo a imaginar por qué calvario has pasado, la guerra que libras todas las noches.

Mi amiga esboza una leve sonrisa.

—Es raro que uses esa palabra, porque así es como imagino mi relación con la malaboca: una guerra. Y, como en todas las guerras, uno termina por endurecerse. Las primeras batallas eran aterradoras, caóticas, lloraba todas las mañanas, convencida de que no iba a poder aguantar una noche más. Pero, con el pasar del tiempo, recuperé un poco de confianza en mí misma. Comprendí que el régimen vegetariano debilitaba a la malaboca. Poco a poco, el castañeteo de dientes se fue reduciendo, como si la privación la hundiera en una especie de letargo. Logré robar cada noche varios minutos de sueño. —Naoko inspira hondo, sus facciones se relajan por fin, vuelve a recuperar el control—. Si mi lucha contra la malaboca es una guerra, el frente es siempre el mismo. Cuando empieza a temblar por la noche, realizo mis ejercicios de meditación tras las cortinas de la cama con dosel hasta que se queda aletargada. Entonces puedo adormecerme también.

Como si pretendiera poner punto final al increíble testimonio, el tañido de una campana lejana resuena al otro lado de la puerta, en las profundidades de la Gran Caballeriza. Es la señal de que los internos deben acudir a las aulas para los cursos matutinos.

Con mano experta, Naoko recoge su larga melena en un moño compacto, cubriendo la malaboca adormecida. El pincho lacado sujeta la mordaza capilar.

—Bueno, ya conoces mi secreto —dice.

—¡Lo guardaré igual que el mío! —le aseguro.

Su sonrisa se ensancha levemente.

—No te lo habría contado si no estuviera segura de que lo harás —dice levantándose.

La retengo sujetándole un brazo.

—Espera, no te vayas ya. Ahora debes decirme cómo puedo ayudarte. Porque seguro que puedo hacer algo, ¿verdad?

Durante un instante solo se oye el crepitar de los troncos en la gran chimenea.

—Mi padre insistió mucho para que me presentara al Sorbo del Rey, el supremo honor —murmura—. Nuestra relación se enfrió cuando le dije que no quería, pretextando que era tímida. En realidad, la mera idea de beber la sangre del monarca me repugna. ¡Odio las Tinieblas con todo mi corazón! ¡Corrompen todo lo que tocan! ¡Levantan a los muertos, cubren la carne de los vivos con unos tumores monstruosos, transforman hasta los adornos más hermosos de la naturaleza, unas rosas inocentes, en unos seres atroces! —Naoko se estremece—. No quiero imaginar el efecto que un sorbo de sangre real saturado de tinieblina podría tener en la malaboca, estoy segura de que la despertaría; o qué sucedería conmigo si la descubren: los inquisidores me enviarían directa a la hoguera.

—Nadie la descubrirá —le aseguro.

—Es posible, pero dentro de un año, cuando entre en la corte, tendré que redoblar la vigilancia; dadas las funciones que desempeña mi padre, es impensable que no termine accediendo a ella. ¿Cómo reaccionará la malaboca cuando se vea rodeada de todos esos inmortales, de toda esa sangre, de todas esas Tinieblas? En el palacio necesitaré más que nunca una amiga. —Sus ojos brillan a la luz de las llamas—. No me abandones, Jeanne. No huyas como Tristan. Los dos parecíais tan cómplices y, sin embargo, él te dejó de un día para otro. No me hagas algo así, te lo ruego. Quédate a mi lado. Mata a tu vizconde de Mortange, si es tu destino, pero vive, ¡vive por mí!

Siento un nudo en la garganta.

Es la primera vez que Naoko me pide algo, ella, que me lo ha dado todo sin titubear. No obstante, aunque sea el único ruego, no puedo concedérselo. Es impensable que pueda sobrevivir al atentado contra el rey que cometeré dentro de unos días. Naoko desconoce mi delirante proyecto: no sabe que está hablando con una condenada.

—Suceda lo que suceda, siempre seré tu amiga —le digo echando balones fuera, abrumada por un terrible sentimiento de culpabilidad.

Naoko murmura unas palabras de agradecimiento y suelta mi mano, que de repente se ha vuelto tan blanda como el chicle, tras lo cual enfila el pasillo. Al fondo espera el curso de Chantilly.

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