La ciudad de los ojos grises

La ciudad de los ojos grises


Capítulo 8

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Los restos mortales de los británicos fallecidos en la capital vizcaína desde principios del siglo XIX reposaban en un apacible cementerio en la vega de Abando, frente a Deusto. Pero con el tiempo, se fueron cayendo las vallas, muchas lápidas se deterioraron por las crecidas de la ría o por la acción de los vándalos, y matorrales y hierbajos campaban a sus anchas, haciendo de este lugar un paraíso para jugar al escondite nocturno entre los mozalbetes ávidos de emociones. Cuando el cónsul Horace Young descubrió el aspecto desolador del recinto en el que descansaban eternamente sus compatriotas, no paró hasta adecentarlo para devolverle su dignidad. Y con la ayuda de los ingleses que trabajaban en Bilbao, entre los que se encontraba John Campbell, y del Gobierno de su majestad, el cementerio británico recuperó el esplendor de antaño siendo bendecido en 1889 por el obispo de Gibraltar. Sin embargo, las autoridades locales no podían permitir que esos terrenos, en pleno Ensanche, impidiesen la expansión de la ciudad y, tras un sinfín de disputas, alegando motivos de higiene pública, consiguieron en 1908 una real orden decretando su cierre. No obstante, esta orden no se materializaría hasta bastantes años después.

La puerta de hierro estaba entornada. Alfredo Gastiasoro la empujó sin demasiado esfuerzo y penetró en el recinto. Notó cómo sus pies se hundían en la alfombra verde que lo cubría. La brisa húmeda de la ría le azotó en la cara al quitarse el sombrero.

Si hubiese sido un día soleado, a esas horas todavía se hubieran podido discernir las tumbas de los árboles, y los árboles de las personas. Pero un ejército de nubes con crespones negros velaba el cuerpo de Izarbe sobre el cielo de Bilbao. Parecía que una galerna estuviese apoderándose del Cantábrico aunque, en verdad, la verdadera galerna soplaba en las entrañas de Alfredo.

Apenas podía leer las inscripciones de las lápidas. Por un momento, estuvo tentado de marcharse para regresar al día siguiente. Aun así, deambuló esquivando obstáculos en medio de un silencio que ni siquiera sus pisadas en el césped se veían capaces de alterar.

De repente, creyó distinguir la figura de un hombre depositando flores sobre una de las tumbas. Con paso firme se le acercó carraspeando para no asustarle. El hombre se giró al tiempo que se incorporaba. Ambos se miraron y en décimas de segundo, sus ojos pasaron de la sorpresa a la alegría. Sin musitar palabra, se sonrieron antes de fundirse en un abrazo sentido.

—¡Vaya, Fernan! ¿Dónde has dejado la teresiana del uniforme? —preguntó Alfredo, como si no hubiesen pasado los años.

—Los comisarios no vamos de azul tina —respondió el aludido.

—No sabía que fueses ya comisario, aunque tampoco me extraña. Los forales no andan sobrados de buenos profesionales.

—Sí que los hay —contradijo el policía—. Además, sabes muy bien que ya no somos ni forales, ni miñones, ni miqueletes. Somos simplemente la Guardia Municipal.

—No seréis forales, pero la gente os sigue llamando así.

—¡Qué sabrás tú, que apareces por Bilbao de guindas a brevas! —se percibió cierto aire de reproche en las palabras del guardia.

Alfredo tragó saliva, sabedor de que su amigo tenía razón.

—¿Es ella? —preguntó, dirigiendo su mirada hacia la lápida.

—Sí —respondió lacónico su interlocutor—. ¿Cómo te enteraste?

—Por el periódico.

—Triste manera de hacerlo. Lo siento. Quizás debí telegrafiarte, aunque pensé que lo haría Javier.

—Supongo que no estaría en condiciones —le disculpó.

—Es posible. ¿Cuándo has venido?

—A mediodía. No llegué al entierro —contestó, concentrándose en el ramo que reposaba sobre la tumba—. Por eso estoy aquí ahora.

—Ya. ¿Le has visto?

—¿A Javier? No, aún no. ¿Cómo está?

—Ya sabes cómo es. Incapaz de desvelar sus sentimientos.

—No tengo ánimo para verle.

—Lo entiendo. Te has afeitado el bigote —comentó el guardia, tratando de escapar de aquella conversación embarazosa.

—Sí. Al poco de llegar a París —afirmó Alfredo, alzando por fin la vista.

—¿Los bohemios no llevan bigote? Todos los hombres de bien deben llevarlo —dijo el comisario, medio en serio, medio en broma.

—Yo tengo un trabajo decente. Aunque no te niego que me atrae el mundo de la bohemia. En todo caso, soy un bohemio frustrado. En cuanto a lo del bigote, no seas anticuado —le respondió el arquitecto, ladeando la boca en un amago de sonrisa.

—Prefiero ser anticuado a moderno. Ya ves lo que nos ha acarreado tanta modernidad: delincuencia y más delincuencia. ¿Sabes que la vi? —el rostro del guardia adoptó un gesto severo y dolorido.

—¿A qué te refieres?

—A Izarbe —a pesar de su aspecto hosco, Fernando mencionó su nombre con dulzura.

—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

—Me llamaron para identificar el cadáver nada más sacarlo de la ría.

—Debió de ser duro —fue capaz de decir Alfredo tras pugnar con la trabazón de su garganta.

—Seguía siendo bella… aun después de muerta.

Alfredo confió en que la oscuridad ocultase su tribulación.

—No comprendo cómo pudo ahogarse.

—No creo que se ahogara.

—¿Cómo?

—No tenía espuma en la boca ni en las fosas nasales. Y conservaba las marcas de la presión de una mano diestra alrededor del cuello.

—Fernan, ¿qué quieres decir?

—Que ya estaba muerta cuando la arrojaron al agua.

—¿Entonces? —el profesor se encontraba absolutamente desconcertado.

—Parece que no quieres enterarte, coño: ¡que a Izarbe la asesinaron!

Si Alfredo logró contener la náusea en su garganta fue porque la desolación ya pugnaba por acorchar su sensibilidad desde el día anterior. Desvió la mirada de su amigo para clavarla en la tumba mientras sentía cómo sus pensamientos se desmayaban, uno tras otro, antes de llegar a ninguna parte. Tragó saliva en un desesperado intento de decir algo, pero sus palabras se estrangulaban sin alcanzar su boca. Era inútil. Tenía el corazón arrasado.

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