La Dalia Negra

La Dalia Negra


IV. Elizabeth » Capítulo 32

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El caso Short estaba de nuevo al rojo vivo… al menos para mí.

Horas recorriendo los bares de Medford me dieron una imagen de la promiscua Betty al estilo Costa Este: todo un anticlímax tras las revelaciones de Tommy Gilfoyle. Cogí un vuelo de medianoche para regresar a Los Ángeles y llamé a Russ Millard desde el aeropuerto. Estuvo de acuerdo conmigo: el «médico de las cucarachas» del francés Joe era probablemente real, con independencia de los delirium tremens de Dulange. Propuso llamar a Fort Dix para intentar sacarle más detalles al chiflado ya descartado como sospechoso, y hacer una batida de tres hombres por las consultas médicas del centro, sobre todo en los alrededores del hotel Habana, donde Dulange se acostó con Betty. Yo sugerí que el «médico» sería probablemente un borracho, un abortista o un charlatán; Russ también estuvo de acuerdo en eso. Dijo que hablaría con sus soplones y con la gente de archivos, y que en cuestión de una hora él y Harry Sears estarían llamando a puertas. Nos dividimos el territorio: de Figueroa a Hill, entre la calle Seis y la Nueve, para mí; y de Figueroa a Hill, entre la calle Cinco y la Uno, para ellos. Colgué y me fui directamente al centro.

Robé unas Páginas Amarillas e hice una lista: médicos colegiados por un lado, y, por otro, quiroprácticos, herboristas y místicos, chupasangres que vendían religión y medicina embotellada bajo la égida de «doctor». En el listín había unas cuantas entradas de obstetras y ginecólogos, pero el instinto me decía que el truco del médico empleado por Joe Dulange había sido fruto del momento, no el resultado de la búsqueda consciente de un especialista para calmar a Betty. Y, funcionando a base de adrenalina, me puse en marcha.

Localicé a la mayor parte de los médicos al comienzo de su jornada y obtuve un sinfín de negativas sinceras como jamás me he encontrado como policía. Cada uno de los respetables matasanos con los que hablé me convenció un poco más de que el amigo del franchute tenía que ser cuando menos un tanto turbio. Tras devorar un rápido almuerzo a base de sándwiches, empecé con los cuasi-médicos.

Los chiflados de las hierbas eran todos chinos; los místicos eran la mitad mujeres y la otra, tipos de aspecto normal. Creí todas y cada una de sus desconcertadas negativas; me los imaginé demasiado aterrados ante el franchute como para tomar en consideración su oferta. Estaba a punto de empezar con los bares para recabar información sobre médicos alcoholizados cuando el cansancio pudo más que yo. Fui a mi «casa» en El Nido y dormí durante… veinte minutos.

Demasiado nervioso para dormirme de nuevo, intenté pensar de forma lógica. Eran ya las seis, las consultas de los médicos comenzaban a cerrar, y los bares no estarían «maduros» para una batida hasta al menos tres horas más tarde. Russ y Harry me llamarían si conseguían alguna pista. De modo que me concentré en el archivo y empecé a leer.

El tiempo se me pasó volando; nombres, datos y lugares en jerga policial me mantuvieron despierto. Entonces vi algo que ya había revisado una docena de veces antes, solo que ahora pareció destacar del resto.

Eran dos breves anotaciones:

18/1/47: Harry: Llama a Buzz Meeks en Hugues y pídele que llame a posibles socios de neg. en películas E. Short. Bleichert dice que la chica quería ser estrella. Hazlo sin pasar por Loew. – Russ.

22/1/47: Russ: Meeks dice que nada. Lástima. Tenía ganas de ayudar. – Harry.

Con la obsesión de Betty por el cine aún fresca en mi mente, esas anotaciones se veían diferentes. Recordé a Russ diciéndome que iba a hablar con Meeks, el jefe de seguridad de Hughes y el «enlace no oficial» del departamento con la comunidad de Hollywood; recordé que eso ocurrió durante la época en que Ellis Loew se dedicaba a eliminar pruebas sobre la promiscuidad de Betty para conseguir un caso en el que poder exhibir mejor sus habilidades como fiscal. Además, en la agenda negra de Betty había anotada una serie de gente del cine de poca monta, nombres que habían sido comprobados durante los interrogatorios del 47.

La gran pregunta:

Si Meeks había hablado de verdad con sus contactos, ¿por qué no dio al menos con algunos de los nombres de la agenda negra y se los pasó a Russ y Harry?

Salí al vestíbulo, busqué en el listín el número del departamento de seguridad de Hughes y lo marqué. Una mujer de voz cantarina respondió:

—Seguridad. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buzz Meeks, por favor.

—El señor Meeks no se encuentra ahora mismo en su despacho. ¿Quién le digo que ha llamado?

—Detective Bleichert, de la policía de Los Ángeles. ¿Cuándo volverá?

—Cuando termine la reunión presupuestaria. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de la llamada?

—Asunto policial. Dígale que estaré en su despacho dentro de media hora.

Colgué y fui a todo gas hasta Santa Mónica en solo veinticinco minutos. El guardia de la puerta me dejó entrar en el aparcamiento de la fábrica y me indicó la oficina de seguridad, un barracón prefabricado Quonset al final de una larga hilera de hangares para aviones. Aparqué y llamé a la puerta; me abrió la mujer de la voz cantarina.

—El señor Meeks dice que le espere en su despacho. No tardará mucho.

Entré y la mujer se marchó; parecía aliviada de que su jornada laboral hubiera terminado. Las paredes estaban empapeladas con cuadros de los aeroplanos Hughes, un arte militar comparable al de los dibujos de las cajas de cereales para el desayuno. El despacho estaba mejor decorado: fotos de un hombre corpulento con el pelo a cepillo en compañía de algunos pesos pesados de Hollywood, actrices cuyo nombre no logré recordar junto con George Raft y Mickey Rooney.

Me senté en una silla. El hombre corpulento apareció unos minutos después, con la mano extendida de forma automática, como alguien cuyo trabajo fuera en un noventa y cinco por ciento las relaciones públicas.

—Hola. Detective Blyewell, ¿verdad?

Me puse en pie. Nos estrechamos la mano; me di cuenta de que a Meeks le disgustaba un poco mi barba de tres días y la ropa de dos.

—Bleichert.

—Claro. Usted dirá.

—Tengo que hacerle algunas preguntas sobre un antiguo caso en el que usted ayudó a Homicidios.

—Ya veo. Está en la Central, ¿no?

—Patrulla de Newton.

Meeks tomó asiento detrás de su escritorio.

—Un poco lejos de su jurisdicción, ¿no? Y mi secretaria me ha dicho que era detective.

Cerré la puerta y me apoyé en ella.

—Es un asunto personal.

—Entonces se perderá sus veinte arrestos diarios de vagabundos negros meando en la calle. ¿O es que nadie le ha dicho que los polis que se toman el trabajo como algo personal acaban muriéndose de hambre?

—No paran de decírmelo, y yo no paro de decirles que ese es mi problema. ¿Se tira a muchas aspirantes a estrella, Meeks?

—Me tiré a Carole Lombard. Le daría su número de teléfono, pero está muerta.

—¿Se tiró a Elizabeth Short?

Tilt, bingo, premio gordo, resultado perfecto en el detector de mentiras cuando Meeks enrojeció y empezó a remover los papeles que había sobre su escritorio; su voz convertida en un jadeo para acabar de arreglarlo todo:

—¿Recibió unos cuantos golpes de más peleando con Blanchard o qué? Esa puta está muerta.

Me abrí un poco la chaqueta para enseñarle el 45 que llevaba.

—No vuelva a llamarle eso.

—De acuerdo, chico duro. Ahora supongamos que me dice lo que quiere. Entonces podremos arreglarlo y poner fin a esta pequeña farsa antes de que se salga de madre. ¿Comprende?

—En el 47, Harry Sears le pidió que hablara con sus contactos del mundo del cine sobre Betty Short. Usted informó de que no había conseguido averiguar nada. Mintió. ¿Por qué?

Meeks cogió un abridor de cartas. Pasó un dedo a lo largo de la hoja, y al ver lo que estaba haciendo volvió a dejarlo.

—No la maté y no sé quién lo hizo.

—Convénzame o llamo a Hedda Hopper y le doy en bandeja su columna de mañana. ¿Qué tal le suena esto?: «Hombre relacionado con Hollywood ocultó pruebas del caso Dalia porque… blanco, blanco, blanco». Llene esos espacios para mí o llénelos para Hedda. ¿Comprende?

Meeks probó una vez más con la bravata.

—Bleichert, si quiere joder a alguien, se ha equivocado de hombre.

Saqué el 45, me aseguré de que el silenciador estuviera bien colocado y metí una bala en la recámara.

—No, el que se ha equivocado es usted.

Meeks alargó la mano hacia un frasco de cristal tallado que había en un aparador junto a su escritorio, se sirvió una buena ración de licor y se la bebió de un trago.

—Lo que conseguí fue una pequeña pista que no llevaba a ninguna parte, pero puede quedarse con ella si tanto la desea.

Hice oscilar el arma, sosteniéndola con un dedo por la guarda del gatillo.

—Me muero por saberla, capullo. Así que démela.

Meeks abrió una pequeña caja fuerte integrada en su escritorio y sacó un fajo de papeles. Los estudió un momento, hizo girar su asiento y le habló a la pared.

—Recibí un soplo sobre Burt Lindscott, un productor de la Universal. Me lo dio un tipo que odiaba a Scotty Bennett, un amigo de Lindscott. Scotty era un chulo y un jugador, y les daba el número de Lindscott en Malibú a todas las jovencitas de buen ver que se presentaban en la oficina de castings de la Universal. La Short consiguió una de las tarjetas de Scotty y llamó a Lindscott.

»El resto, las fechas y todo eso, me lo proporcionó el mismo Lindscott. La noche del 10 de enero, la chica le llamó desde el Biltmore. Burty le pidió que se describiera, y le gustó lo que oyó. Le dijo a la chica que le haría una prueba de pantalla por la mañana, cuando volviera de una sesión de póquer en su club. La chica comentó que no tenía ningún sitio donde quedarse hasta entonces, y Lindscott le contestó que pasara la noche en su casa: su criado le daría de cenar y le haría compañía. Ella cogió el autobús hasta Malibú y el criado, que era marica, le hizo compañía. Entonces al día siguiente, hacia el mediodía, Lindscott y tres amigos suyos volvieron a casa borrachos.

»Pensaron que sería divertido, así que le hicieron la prueba a la chica, y ella leyó un guión que Burt tenía por allí. Era muy mala y se rieron en su cara; después Lindscott le hizo una oferta: si se trabajaba a los cuatro, él le daría un papelito en su siguiente película. La chica seguía enfadada con ellos porque se habían reído durante su prueba y perdió el control. Les acusó de no haberse alistado, les llamó traidores y les dijo que no tenían lo que había que tener para ser soldados. Burt la echó sobre las dos y media de esa tarde, el sábado día 11. El criado dijo que no tenía ni un centavo y que, según le había contado, pensaba volver andando a la ciudad.

»Así que Betty caminó, o recorrió en autoestop, los cuarenta kilómetros hasta la ciudad, y entonces fue cuando unas seis horas después se encontró a Sally Stinson y Johnny Vogel en el vestíbulo del Biltmore.

—Meeks, ¿por qué no informó de esto? —dije—. Y míreme a la cara.

Meeks se volvió hacia mí; en sus rasgos se leía la vergüenza.

—Intenté hablar con Russ y Harry, pero estaban trabajando en la calle, así que llamé a Ellis Loew. Me dijo que no debía informar de lo que había descubierto y me amenazó con revocar mi licencia como responsable de seguridad. Más tarde descubrí que Lindscott era un pez gordo republicano y que le había prometido a Loew un montón de dinero para su campaña como fiscal del distrito. Loew no quería verle implicado en el asunto de la Dalia.

Cerré los ojos para no tener que ver a ese hombre; Meeks siguió con sus disculpas mientras yo repasaba mentalmente las imágenes de Betty soportando risas y proposiciones, y siendo echada a patadas con destino a su muerte.

—Bleichert, hablé con Lindscott, su criado y sus amigos para comprobarlo todo. Lo que tengo aquí son declaraciones legítimas y fiables… la biblia en verso. Ninguno de ellos pudo haberla matado. Todos estuvieron en casa y en sus trabajos desde el día 12 hasta el viernes 17. Ninguno de ellos pudo llevar a cabo el crimen, y no me lo habría callado si el asesino fuera uno de esos cabrones. Tengo las declaraciones aquí mismo, se las enseñaré.

Abrí los ojos; Meeks estaba haciendo girar el dial de una caja fuerte empotrada en la pared.

—¿Cuánto le pagó Loew por su silencio? —pregunté.

—Uno de los grandes —farfulló Meeks, y retrocedió como si temiera ser golpeado.

Le aborrecía demasiado como para darle la satisfacción del castigo, y me fui dejando la etiqueta de su precio colgando en el aire.

Ahora había rellenado a medias los días perdidos de Elizabeth Short:

Red Manley la dejó delante del Biltmore al anochecer del viernes 10 de enero; desde allí llamó a Burt Lindscott, y sus aventuras en Malibú duraron hasta las 2.30 de la tarde siguiente. Esa noche, el sábado 11, estaba de vuelta en el Biltmore, donde se encontró con Sally Stinson y Johnny Vogel en el vestíbulo, estuvo con Johnny hasta poco después de medianoche, y luego se marchó. Entonces, o quizá más avanzada la mañana, conoció al cabo Joseph Dulange en el bar Night Owl, entre la Seis y Hill, a dos manzanas del Biltmore. Estuvo con Dulange, allí y en el hotel Habana, hasta la tarde o la noche del domingo 12 de enero, cuando él la llevó a ver a su «amigo médico».

Mientras conducía de vuelta a El Nido, una pieza que faltaba del puzzle seguía acosándome a pesar del cansancio. Al pasar junto a una cabina telefónica, por fin di con ella: si Betty llamó a Lindscott a Malibú, lo cual suponía poner una conferencia, tenía que quedar constancia en la Pacific Coast Bell. Si hizo otras llamadas, entonces o el día 11, antes o después de acostarse con Johnny Vogel, la P.C.B. tendría la información en sus registros: la compañía llevaba el cómputo de ese tipo de comunicaciones para hacer estudios de coste y precios.

Mi fatiga se esfumó una vez más. Recorrí el resto del trayecto atajando por las calles menos transitadas y saltándome las señales de stop y los semáforos en rojo; al llegar, aparqué delante de una boca de incendios y subí corriendo a la habitación en busca de un cuaderno. Me dirigía hacia el teléfono del pasillo cuando este empezó a sonar.

—¿Sí?

—¿Bucky? Cariño, ¿eres tú?

Era Madeleine.

—Mira, ahora no puedo hablar contigo.

—Habíamos quedado ayer, ¿recuerdas?

—He tenido que salir de la ciudad. Un asunto de trabajo.

—Podrías haber llamado. Si no me hubieras hablado de ese pequeño escondite tuyo, habría pensado que estabas muerto.

—Madeleine, por Dios…

—Cariño, necesito verte. Mañana van a derribar esas letras del cartel de Hollywoodland y también algunos bungalows que papá posee allá arriba. Bucky, ahora no se hacen concesiones de terrenos en la ciudad, pero papá compró esas propiedades y construyó esas casas con su propio nombre. Usó los peores materiales, y un investigador del Ayuntamiento ha estado incordiando a los abogados fiscales de papá. Uno de ellos le ha dicho que ese viejo enemigo suyo que se suicidó le dejó al consejo municipal un informe sobre las propiedades de papá y…

Aquello no parecía tener el menor sentido: papá el chico duro, metido en problemas; Bucky el chico duro, la segunda elección para el deber de consolar.

—Mira, ahora no puedo hablar contigo —repuse, y colgué.

Tenía por delante lo peor del trabajo detectivesco. Coloqué el cuaderno y la pluma sobre el estante que había junto al teléfono. Después vacié las monedas acumuladas en mis bolsillos durante cuatro días, y conseguí unos dos dólares: suficiente para cuarenta llamadas. Primero telefoneé a la supervisora nocturna de la Pacific Bell Coast, y le pedí una lista de todas las conferencias puestas en los teléfonos públicos del hotel Biltmore las noches de los días 10, 11 y 12 de enero de 1947; los nombres y direcciones de los destinatarios y las horas de las llamadas.

Me quedé sosteniendo nerviosamente el auricular mientras la mujer hacía su trabajo, lanzando miradas feroces a los demás residentes de El Nido que querían utilizar el teléfono. Al cabo de una media hora, la supervisora volvió a ponerse en línea y empezó a hablar.

El número y la dirección de Lindscott estaban en los listados del 10 de enero, pero nada más de lo registrado esa noche me pareció sospechoso; aun así, anoté toda la información. Después, al llegar a la noche del 11 —más o menos cuando Betty se encontró a Sally Stinson y Johnny Vogel en el vestíbulo del Biltmore—, me tocó el gordo:

Se habían hecho cuatro llamadas a consultas especializadas en obstetricia de Beverly Hills. Anoté los nombres y los números, junto con los de los médicos de servicio nocturno y la lista de las llamadas que se hicieron inmediatamente después. No hicieron saltar ninguna chispa, pero las copié de todas formas. Entonces ataqué Beverly Hills con un arsenal de monedas de cinco.

Hizo falta toda mi calderilla para conseguir lo que buscaba.

Les dije a las operadoras nocturnas que se trataba de una emergencia policial y me pasaron con los domicilios particulares de los médicos. Estos enviaron a sus secretarias a sus consultas para comprobar los registros y luego me telefonearon a El Nido. La totalidad del proceso requirió dos horas. Al final conseguí lo siguiente:

A primera hora de la noche del 11 de enero de 1947, una tal «señora Fickling» y una tal «señora Gordon» llamaron a un total de cuatro consultas de obstetricia distintas de Beverly Hills pidiendo hora para una prueba de embarazo. Las telefonistas del servicio nocturno concertaron las citas para las mañanas del 14 y el 15 de enero. El teniente Joseph Fickling y el comandante Matt Gordon eran dos de los héroes de guerra con los que Betty había salido y con los que fingió estar casada. Nadie acudió a esas citas, porque el día 14 Betty estaba siendo torturada hasta morir; el día 15 no era más que un montón de carne mutilada entre la Treinta y nueve y Norton.

Llamé a Russ Millard a la Central; una voz vagamente familiar me respondió:

—Homicidios.

—Teniente Millard, por favor.

—Está en Tucson, extraditando a un prisionero.

—¿Harry Sears también?

—Sí. ¿Cómo estás, Bucky? Soy Dick Cavanaugh.

—Me sorprende que hayas reconocido mi voz.

—Harry Sears me dijo que llamarías. Te ha dejado una lista de médicos, pero no consigo encontrarla. ¿Era eso lo que querías?

—Sí, y necesito hablar con Russ. ¿Cuándo estará de vuelta?

—Creo que a última hora de mañana. ¿Hay algún sitio al que pueda llamarte si encuentro la lista?

—Últimamente me estoy moviendo mucho. Ya te llamaré.

Había que probar con los demás números, pero la pista de esos médicos era demasiado potente para dejarla reposar. Volví al centro para seguir buscando al médico amigo de Dulange, después de desprenderme de mi agotamiento como si fuera una patata caliente.

Trabajé en ello hasta la medianoche, concentrándome en los bares de alrededor de la Seis y Hill. Hablé con los borrachos que los frecuentaban, pagándoles copas y escuchando su cháchara machacona y un par de soplos sobre médicos abortistas que casi parecían auténticos.

Así terminó otro día sin dormir; conduje de bar en bar, con la radio puesta para evitar que se me cerraran los ojos. Las noticias no paraban de hablar sobre la «importante remodelación» del letrero de Hollywoodland, haciendo que la supresión del LAND sonara como lo más trascendental que había ocurrido desde Jesucristo. Mack Sennett y su proyecto de Hollywoodland estaban consiguiendo mucho tiempo de emisión, y un cine de Hollywood estaba reponiendo un montón de sus viejas películas de los Keystone Kops.

Cuando se acercaba la hora de cierre de los bares, me sentía igual que un Keystone Kop y parecía un vagabundo: barba de varios días, la ropa manchada y arrugada, un estado de alerta febril que no dejaba de extraviarse. Cuando los borrachos ansiosos de más bebida y camaradería empezaron a darme la brasa, me lo tomé como un serio aviso; conduje hasta un estacionamiento desierto, aparqué y me dormí.

Los calambres en las piernas me despertaron al amanecer. Salí del coche tambaleante y busqué un teléfono; un coche patrulla pasó junto a mí y el conductor se me quedó mirando con rostro inexpresivo. Encontré una cabina en la esquina y marqué el número del padre.

—Homicidios. Sargento Cavanaugh.

—Dick, soy Bucky Bleichert.

—Justo el hombre con quien quería hablar. He encontrado la lista. ¿Tienes un lápiz?

Saqué mi cuaderno.

—Dispara.

—De acuerdo. Son médicos a los que les quitaron la licencia. Harry dijo que ejercían en el centro en el año 47. Uno, Gerald Constanzo, 1841 ½ de Breakwater, Long Beach. Dos, Melvin Praeger, 9661 de Verdugo Norte, Glendale. Tres, Willis Roach, Roach como cucaracha, detenido en el Wayside Honor Rancho, condenado por vender morfina en…

Dulange.

El delirium tremens.

«Así que me llevo a la Dalia a la calle para ver al doctor de las cucarachas. Le suelto uno de diez, finge que la examina…».

—Dick —dije casi entre jadeos—, ¿anotó Harry la dirección donde ejercía ese Roach?

—Sí. 614 de Olive Sur.

A solo dos manzanas del hotel Habana.

—Dick, llama a Wayside y dile al alcaide que ahora mismo voy para allá para interrogar a Roach sobre el homicidio de Elizabeth Short.

—¡De puta madre!

—¡De putísima madre!

Una ducha, un afeitado y un cambio de ropa en El Nido me hicieron parecer un detective de Homicidios; la llamada de Dick Cavanaugh a Wayside me daría el resto de la cobertura que necesitaba. Fui por la Angeles Crest hacia el norte, pensando en que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que el doctor Willis Roach fuera el asesino de Elizabeth Short.

El trayecto me llevó poco más de una hora; la cantinela sobre el letrero de Hollywoodland me acompañó en la radio. El ayudante del sheriff que estaba en la garita examinó mi placa y mi identificación y llamó al edificio principal antes de permitirme la entrada; no sé qué le dijeron, pero tuvo el efecto de hacer que adoptara la posición de firmes y me saludara.

La valla de alambrada metálica se abrió; pasé junto a los barracones de los internos y me dirigí hacia una gran estructura de estilo español con un pórtico de baldosas. Cuando aparcaba, un capitán uniformado del departamento del sheriff de Los Ángeles vino hacia mí con la mano extendida y una sonrisa nerviosa en los labios.

—Detective Bleichert, soy el alcaide Patchett.

Salí del coche y le di un apretón rompehuesos al estilo Lee Blanchard.

—Encantado, alcaide. ¿Ha dicho algo Roach?

—No. Está esperándole en la sala de interrogatorios. ¿Cree que mató a la Dalia?

Eché a andar; Patchett me señaló la dirección.

—Todavía no estoy seguro. ¿Qué puede contarme sobre él?

—Tiene cuarenta y ocho años, es anestesista y en octubre del 47 fue arrestado por vender morfina del hospital a un agente de narcóticos de la policía de Los Ángeles. Le cayeron de cinco a diez años, y cumplió uno en San Quintín. Lo trasladaron aquí porque necesitábamos ayuda en la enfermería y las autoridades carcelarias pensaron que no habría problemas con él. No tiene arrestos anteriores y ha sido un preso modelo.

Nos desviamos hacia un edificio bajo de ladrillo marrón, una de las típicas construcciones oficiales del condado: largos pasillos, puertas de acero empotradas con números en vez de nombres. Cuando pasábamos ante una hilera de ventanas con vidrios unidireccionales, Patchett me cogió por el brazo.

—Aquí. Ese es Roach.

Miré por el cristal. Un hombre huesudo de mediana edad, vestido con el mono carcelario, se hallaba sentado a una mesita de cartas leyendo una revista. Tenía pinta de tipo inteligente: una frente amplia cubierta por mechones de cabello canoso que ya empezaba a ralear, ojos brillantes y el tipo de manos grandes y venosas que se asocian con los médicos.

—¿Quiere entrar, alcaide?

Patchett abrió la puerta.

—No me lo perdería por nada del mundo.

Roach alzó la mirada.

—Doc, este es el detective Bleichert —dijo Patchett—. Pertenece a la policía de Los Ángeles y tiene unas cuantas preguntas que hacerte.

Roach dejó la revista: American Anesthesiologist. Patchett y yo nos sentamos frente a él.

—Le ayudaré en lo que pueda —dijo el médico-camello con un cultivado acento del Este.

Fui directo al grano.

—Doctor Roach, ¿por qué mató a Elizabeth Short?

Roach sonrió lentamente, una sonrisa que se extendió de forma gradual de oreja a oreja.

—Le esperaba en el 47. Después de que el cabo Dulange hiciera aquella lamentable confesión suya, esperaba que usted irrumpiera en cualquier momento por la puerta de mi consulta. De todas formas, me sorprende que aparezca dos años y medio después de aquello.

Sentía un hormigueo zumbante en la piel, como si un montón de insectos se preparasen para comerme de desayuno.

—Los asesinatos no prescriben.

La sonrisa de Roach desapareció para ser reemplazada por una expresión grave, el típico médico de película disponiéndose a soltar malas noticias.

—Caballeros, el lunes 13 de enero de 1947 volé a San Francisco y me alojé en el hotel Saint Francis, preparándome para pronunciar un discurso en la convención anual de la Academia de Anestesistas Estadounidenses. Expuse mi ponencia la noche del martes, y también hablé en el desayuno de despedida, la mañana del miércoles 15 de enero. Estuve permanentemente en compañía de mis colegas durante toda la tarde del 15, y dormí con mi ex mujer en el Saint Francis las noches del lunes y el martes. Si desean corroborarlo, llamen a la academia, a su número de Los Ángeles, y a mi ex mujer, Alice Carstairs Roach, al CR-1786 de San Francisco.

—Alcaide, ¿sería tan amable de comprobar eso por mí? —dije con los ojos clavados en Roach.

Patchett salió.

—Parece decepcionado —dijo el médico.

—Bravo, Willis. Ahora hábleme de usted, de Dulange y de Elizabeth Short.

—¿Informará a la Junta de Libertad Condicional de que he cooperado con usted?

—No, pero si no me lo cuenta haré que el fiscal del distrito de Los Ángeles le acuse por obstrucción a la justicia.

Roach reconoció con una sonrisa que me había apuntado el tanto.

—Bravo, detective Bleichert. Por supuesto, ya sabe que si esas fechas se han quedado tan bien grabadas en mi mente se debe a toda la publicidad que recibió la muerte de la señorita Short. Por lo tanto, le ruego que confíe en mi memoria.

Saqué mi pluma y el cuaderno.

—Adelante, Willis.

—En el 47 tenía montado un lucrativo negocio paralelo con la venta de productos farmacéuticos —dijo Roach—. Los vendía principalmente en las fiestas, sobre todo a soldados que habían descubierto ciertos placeres en el extranjero durante la guerra. Así fue como conocí al cabo Dulange. Fui yo quien le abordé, pero él me dijo que solo apreciaba los placeres del whisky escocés Johnnie Walker Red Label.

—¿Dónde fue eso?

—En el bar Yorkshire House, entre la Seis y Olive, cerca de mi consulta.

—Siga.

—Bueno, eso ocurrió el jueves o el viernes antes de que la señorita Short muriera. Le entregué mi tarjeta al cabo Dulange, de forma nada juiciosa, como se demostró más tarde, y di por sentado que jamás volvería a ver a ese hombre. Por desgracia, me equivocaba.

»Por aquel entonces mi economía era bastante mala, debido a las apuestas a los caballos, y vivía en mi consulta. A primera hora de la noche del domingo 12 de enero, el cabo Dulange apareció en mi puerta con una hermosa joven llamada Beth. Estaba muy borracho. Me llevó a un rincón de la consulta, puso diez dólares en mi mano y me contó que la hermosa Beth estaba convencida de estar embarazada. ¿Me importaría hacerle un rápido examen y asegurarle que así era?

»Bien, hice lo que me pedía. El cabo Dulange esperó en mi antesala mientras yo le tomaba el pulso y la presión sanguínea a la hermosa Beth y la informaba de que, en efecto, estaba embarazada. Su reacción fue de lo más extraña: pareció triste y aliviada al mismo tiempo. Yo lo interpreté como una necesidad de justificar su evidente promiscuidad, y tener una criatura parecía la mejor justificación.

Suspiré.

—Y cuando su muerte se convirtió en noticia, no fue a la policía porque no quería que metieran las narices en su chanchullo con las drogas, ¿verdad?

—Sí, así es. Pero hay algo más. Beth me pidió usar el teléfono. Accedí; la vi marcar un número con prefijo de Webster y preguntó por Marcy. «Soy Betty», dijo, estuvo escuchando un rato y añadió: «¿De veras? ¿Un tipo que ha estudiado medicina?». No oí el resto de la conversación, y entonces Beth colgó y me dijo: «Tengo una cita». Fue a la antesala para reunirse con el cabo Dulange y se fueron. Miré por la ventana, y vi como ella intentaba quitárselo de encima. El cabo Dulange se fue hecho una furia, y Beth cruzó la Seis y se sentó en la parada de autobuses del bulevar Wilshire dirección oeste. Eso fue hacia las siete y media del domingo 12. Ahí lo tiene. Usted no conocía esta última parte, ¿verdad?

Acabé de anotarla en mi taquigrafía particular.

—No, no la conocía.

—¿Le dirá a la junta de la condicional que le he proporcionado una información valiosa?

Patchett abrió la puerta.

—Está limpio, Bleichert.

—Ni de coña —dije yo.

Otro fragmento de los días perdidos de Betty revelado; otro viaje a El Nido, esta vez para comprobar el archivo en busca de números telefónicos con prefijo de Webster. Mientras revisaba los papeles, no dejaba de pensar que los Sprague tenían un número de Webster, que el autobús de Wilshire pasaba a un par de manzanas de su casa y la de Roach. «Marcy» podría ser una confusión de «Maddy» o «Martha». Claro que nada de eso parecía tener mucha lógica: toda la familia se encontraba en su casa de la playa de Laguna la semana en que Betty desapareció; Roach estaba seguro de haber oído «Marcy» y yo había exprimido a Madeleine hasta extraerle su última gota de conocimiento sobre la Dalia.

Con todo, la idea bullía en mi cerebro, como si alguna parte soterrada de mí deseara hacerle daño a la familia por cómo me había estado revolcando en la cloaca con su hija y aprovechándome de sus riquezas. Lancé otro anzuelo para incidir en esa idea, pero al chocar contra la lógica cayó en el vacío:

Cuando Lee Blanchard desapareció en el 47, faltaban sus carpetas de la R, la S y la T: quizá la carpeta de los Sprague se encontrara entre ellas.

Pero es que no había ninguna carpeta de los Sprague. Lee ni siquiera sabía que los Sprague existían. Yo le había ocultado todo lo relativo a ellos por mi deseo de impedir que salieran a la luz las actividades de Madeleine en los bares de lesbianas.

Seguí revisando el archivo, empapado en sudor en aquella habitación caliente y sin ventilación. No aparecía ningún prefijo de Webster, y empezaron a asaltarme flashes de pesadilla: Betty sentada en la parada del autobús de Wilshire dirección oeste, 7.30, 12/1/47, diciéndome adiós, Buck, adiós con la mano, a punto de saltar a la eternidad. Pensé en hablar con la compañía de autobuses, interrogar a los conductores de esa ruta… y luego comprendí que la pista estaba demasiado fría, que cualquier conductor que recordara haber recogido a Betty habría aparecido por voluntad propia durante la gran cobertura mediática del 47. Pensé en llamar a los otros números que había conseguido de la Pacific Coast Bell, y comprendí que cronológicamente quedaban descartados, que no encajaban con la nueva información qué disponía sobre el paradero de Betty en aquellos momentos. Llamé a Russ a la Central y me enteré de que seguía en Tucson, mientras que Harry estaba encargado del dispositivo para controlar a la muchedumbre junto al letrero de Hollywoodland. Terminé mi recorrido por los papeles, con un total de cero prefijos de Webster. Pensé en pedir a la P.C.B. la lista de llamadas de Roach, pero descarté la idea de inmediato. Centro de Los Ángeles, prefijo de Madison a Webster: eso no era una conferencia, no habría nada registrado, y tampoco en los listados del Biltmore.

Entonces lo vi claramente, en toda su enorme fealdad: adiós, Bleichert, adiós en la parada de autobús, adiós, capullo, nunca llegaste a nada y nunca llegarás a nada, solo a chivato uniformado en el barrio negro. Cambiaste a una buena mujer por un coño de zorra, convertiste cuanto se te había entregado en pura mierda, tus «Lo haré» llegaron hasta el octavo asalto en el gimnasio de la academia cuando te pusiste delante de un derechazo de Blanchard… para caer de cabeza en otro montón de mierda, tréboles que convertiste en boñiga de caballo. Adiós, Betty, Beth, Betsy, Liz, fuimos un par de vagabundos, es una pena que no nos conociéramos antes de la Treinta y nueve con Norton, podría haber funcionado, quizá nosotros hubiéramos sido lo único que no habríamos jodido de forma irremediable…

Bajé la escalera corriendo, subí al coche y salí disparado a velocidad de código tres en coche de civil, quemando neumáticos y haciendo chirriar frenos, deseando que hubiera semáforos en rojo y tener sirena para poder abrirme paso. Al pasar por Sunset y Vine, el tráfico se atascó: montones de coches que giraban hacia el norte por Gower y Beachwood. Incluso a kilómetros de distancia podía ver el letrero de Hollywoodland, salpicado de andamios, con docenas de personas como hormigas subiendo la ladera del monte Lee. Que cesara todo movimiento me calmó, me dio un destino.

Me dije que la cosa no había terminado, que iría a la Central y esperaría a Russ, que los dos seríamos capaces de completar el resto del rompecabezas, que lo único que yo tenía que hacer era conseguir llegar al centro.

El atasco empeoró; los camiones de la industria cinematográfica iban disparados hacia el norte, mientras que agentes de uniforme motorizados bloqueaban el paso a los vehículos que se dirigían hacia el este y el oeste. Algunos niños se paseaban entre las filas de coches ofreciendo recuerdos de plástico del letrero de Hollywoodland y entregando folletos. Oí gritar: «¡Los Keystone Kops en el Admiral! ¡Aire acondicionado! ¡No se pierda esta gran nueva reposición!». Me plantaron en la cara un papel del que apenas si leí las palabras «Keystone Kops», «Mack Sennett» y «Cine Admiral Deluxe con aire acondicionado», pero lo que mi mente sí registró fue la foto en la parte de abajo, como algo estruendoso y erróneo, como tu propio grito.

Tres Keystone Kops estaban de pie entre columnas con forma de serpientes que se mordían mutuamente la cola; detrás de ellos había una pared con jeroglíficos egipcios. En la esquina derecha de la foto se veía a una chica a la moda de los años veinte reclinada en un diván con borlas. No había confusión posible: era el mismo fondo que aparecía en la película pornográfica de Linda Martin/Betty Short.

Me obligué a permanecer inmóvil; me dije que el hecho de que Emmett Sprague conociera a Mack Sennett en los años veinte y le hubiera ayudado a construir platós en Edendale no significaba que tuviera relación alguna con una película porno de 1946. Linda Martin había dicho que la película se rodó en Tijuana; Duke Wellington, que seguía sin ser encontrado, admitió haberla filmado él. Cuando el tráfico empezó a moverse, giré rápidamente a la izquierda por Boulevard y aparqué; al comprar mi entrada en la taquilla del Admiral, la chica retrocedió un poco. Entonces me di cuenta de que estaba hiperventilando y apestaba a sudor.

Una vez dentro, el aire acondicionado congeló ese sudor, con lo que mis ropas parecieron un envoltorio de hielo. En la pantalla desfilaban los créditos finales de una película, sustituidos de inmediato por los del inicio de otra, superpuestos a unas pirámides de papel maché. Cuando leí «Emmett Sprague, ayudante de dirección», apreté los puños; contuve el aliento a la espera de un título que me indicara dónde se había rodado la cinta. Entonces apareció un prólogo impreso y me instalé en un asiento de pasillo para ver la película.

La historia era algo sobre los Keystone Kops trasplantados a los tiempos bíblicos; la acción consistía en persecuciones, tartas tiradas a la cara y patadas en el trasero. El escenario de la película pornográfica aparecía varias veces, confirmado por más detalles a cada aparición. Los planos exteriores parecían ser las colinas de Hollywood, pero no había escenas que mezclaran exteriores e interiores para aclarar si el decorado era de estudio o de una residencia privada. Sabía lo que iba a hacer a continuación, pero quería otra prueba incontestable para apuntalar todos los «¿Y si…?» lógicos que se amontonaban en mi mente.

La película seguía y seguía, interminable; empecé a estremecerme con sudores fríos. Entonces aparecieron los créditos finales, «Filmada en Hollywood, EE.UU.», y todos los «¿Y si…?» se desplomaron igual que bolos.

Salí del cine, temblando por el choque con el calor abrasador de fuera. Me di cuenta de que me había marchado de El Nido sin coger la pistola reglamentaria ni la 45 clandestina, así que conduje de vuelta por calles secundarias para recuperar la artillería. Al llegar oí:

—Eh, amigo. ¿Es usted el agente Bleichert?

Era el inquilino de la puerta de al lado, de pie en el pasillo y sosteniendo el auricular del teléfono con el cordón estirado al máximo. Fui corriendo a cogerlo y solté:

—¿Russ?

—Soy Harry. Estoy al final de B-B-Beachwood Drive. Están derribando un mo-mo-montón de bu-bungalows y u-u-un patrullero ha encontrado un cobertizo lleno de sa-sa-sangre. Ha-Ha-Había una denuncia del 12 y el 13 y y-y-yo…

Y Emmett Sprague tenía propiedades allí arriba; y era la primera vez que oía a Harry tartamudeando por la tarde.

—Llevaré mi equipo para buscar pruebas. Veinte minutos.

Colgué, cogí las huellas de Betty Short del archivo y bajé corriendo hasta el coche. El tráfico había aflojado un poco; a lo lejos pude ver que al letrero de Hollywoodland le faltaban ya las dos últimas letras. Me dirigí hacia el este hasta Beachwood Drive y luego hacia el norte. Cuando me aproximaba a la zona de estacionamiento que rodeaba el monte Lee, vi los cordones policiales encargados de mantener la calma. Aparqué en doble fila y atisbé a Harry Sears caminando hacia mí, con la placa en la pechera de su chaqueta. Su aliento apestaba a alcohol y el tartamudeo había desaparecido.

—Dios, menuda suerte. Encargaron a ese patrullero que echara a los vagabundos antes de empezar con las demoliciones. Entró a echar un vistazo en ese cobertizo, y entonces bajó a buscarme. Al parecer los vagabundos han estado utilizándolo desde el 47, pero quizá puedas encontrar algo todavía.

Cogí mi equipo; Harry y yo empezamos a subir por la colina. Las cuadrillas de demolición estaban derribando algunos bungalows en la calle paralela a Beachwood, y los obreros gritaban algo sobre fugas de gas en las tuberías. Había también camiones de bomberos, con las mangueras listas apuntando hacia enormes montones de escombros. Bulldozers y excavadoras se alineaban en las aceras, mientras los patrulleros alejaban a la gente del lugar para que nadie resultara herido. Y arriba, ante nosotros, el gran vodevil.

Habían fijado un sistema de poleas a la ladera del monte Lee, sostenido por unos altos andamios que hundían su base en la tierra. La A de Hollywoodland, de unos quince metros de altura, se deslizaba por un grueso cable mientras las cámaras rodaban, los fotógrafos tomaban fotos, los curiosos miraban boquiabiertos y los políticos bebían champán. El polvo de la maleza arrancada de raíz flotaba por todas partes; los componentes de la banda del instituto Hollywood estaban sentados en sillas plegables sobre un estrado improvisado, erigido a escasos metros de donde terminaba el sistema de poleas. Cuando la letra A se desplomó sobre la ladera, empezaron a tocar «Hooray for Hollywood».

—Por aquí —dijo Harry.

Nos desviamos por un camino de tierra que rodeaba la base de la montaña. Un espeso follaje nos aprisionaba por ambos lados; Harry iba delante y, caminando de lado, tomó por un sendero que subía la pendiente. Lo seguí entre los arbustos, que me tiraban de la ropa y me arañaban el rostro. Después de unos cincuenta metros cuesta arriba, el sendero se volvió llano y se abrió a un pequeño claro donde, un poco más allá, corría un arroyuelo. Y en el claro había una diminuta choza, una especie de fortín militar de bloques de hormigón, con la puerta abierta de par en par.

Entré.

Las paredes estaban empapeladas con fotos pornográficas de mujeres lisiadas y desfiguradas. Rostros mongoloides chupando consoladores, chicas desnudas abriendo sus piernas deformes con abrazaderas metálicas, atrocidades sin miembros mirando lascivamente a la cámara. En el suelo había un colchón, cubierto de capas y más capas de sangre reseca. Bichos y moscas atrapados en la costra se daban el último banquete. La pared del fondo estaba llena de fotos que parecían haber sido arrancadas de manuales de anatomía: primeros planos de órganos enfermos rezumando sangre y pus. En el suelo había montones de marcas de salpicaduras; un pequeño foco sujeto a un trípode estaba colocado junto al colchón, enfocado hacia su centro. Me pregunté de dónde cogerían la electricidad y examiné la base del artefacto: funcionaba a pilas. En una esquina había un montón de libros manchados de sangre, la mayoría novelas de ciencia ficción, destacando entre ellas la Anatomía avanzada de Gray y El hombre que ríe de Victor Hugo.

—¿Bucky?

Me volví.

—Ve a buscar a Russ —dije—. Dile lo que tenemos. Yo me encargaré de examinar el lugar.

—Russ no volverá de Tucson hasta mañana. Y, chico, ahora mismo no me parece que te encuentres muy…

—¡Maldita sea, sal de aquí y déjame hacer esto!

Harry se marchó hecho una furia, escupiendo su orgullo herido; yo pensé en la proximidad a las propiedades de Sprague y en el soñador Georgie Tilden, viviendo en la indigencia, el hijo de un famoso anatomista escocés. «¿De veras? ¿Un tipo que ha estudiado medicina?». Luego abrí mi equipo y procedí a violar el lecho de la pesadilla en busca de pruebas.

Primero lo examiné de arriba abajo. Aparte de unos rastros de barro recientes —probablemente de los vagabundos de Harry—, encontré unas finas hebras de cuerda bajo el colchón. Raspé de ellas lo que parecían ser partículas de carne erosionada; llené otro tubo de ensayo con cabellos oscuros cubiertos de sangre seca que cogí del colchón. Comprobé la costra de sangre para buscar distintos tonos de color, vi que toda ella era de un uniforme granate oscuro y tomé una docena de muestras. Etiqueté y guardé aparte la cuerda, e hice lo mismo con las páginas del manual de anatomía y con las fotos pornográficas. Vi una huella de bota masculina perfilada con sangre en el suelo, la medí y tracé el dibujo de la suela en una hoja de papel transparente.

Después procedí con las huellas dactilares.

Espolvoreé cada una de las superficies de la habitación susceptibles de ser tocadas, agarradas o apretadas; también los pocos lomos sin arrugar y las páginas satinadas de los libros del suelo. Estos últimos solo me dieron unas cuantas marcas borrosas; el resto de las superficies revelaron manchas, marcas de guantes y dos juegos de huellas claramente distintas. Cuando terminé, cogí un lápiz y dibujé círculos alrededor de las huellas más pequeñas en la puerta, las jambas y la pared situada junto al colchón. Después saqué mi lupa y las huellas ampliadas de Betty Short, y las comparé.

Una huella idéntica.

Dos.

Tres… Suficiente para un tribunal.

Cuatro, cinco, seis, mis manos temblaban porque aquel era sin duda alguna el lugar donde la Dalia Negra había sido torturada; temblaban tanto que no pude pasar el otro juego de huellas a las placas. Raspé un juego de cuatro impresiones de la puerta con mi cuchillo y lo envolví en un pañuelo: la noche del investigador aficionado. Luego recogí mi equipo, y salí con paso vacilante al exterior. Al hacerlo, vi el agua corriendo en el arroyuelo y supe que era allí donde el asesino había lavado y desangrado el cuerpo. Entonces fue cuando un extraño destello de color junto a unas rocas cercanas llamó mi atención.

Un bate de béisbol… con el extremo usado para el trabajo manchado de granate oscuro.

Caminé de vuelta hacia el coche pensando en Betty viva, feliz, enamorada de algún tipo que nunca la había engañado. Cuando cruzaba el estacionamiento, alcé los ojos hacia el monte Lee. Ahora el letrero solo decía HOLLYWOOD; la banda tocaba «There’s No Business Like Show Business».

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