La Dalia Negra

La Dalia Negra


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No la conocí en vida. Existe para mí a través de los otros, mediante la evidencia de lo que su muerte les obligó a hacer. Trabajando en retrospectiva, buscando solo hechos, la reconstruí bajo la forma de una muchachita triste y una puta, en el mejor de los casos como alguien que-pudo-ser… una etiqueta que también podría aplicárseme a mí. Ojalá hubiese podido concederle un final anónimo, relegarla a unas pocas palabras lacónicas en el informe de un policía de Homicidios, la copia en papel carbón que se manda a la oficina del forense, junto con el papeleo necesario para llevarla al cementerio. Lo único que había de malo en mi idea es que ella no hubiera querido que las cosas ocurrieran de ese modo. Por brutales que fueran los hechos, ella hubiese querido que llegaran a ser conocidos. Y puesto que le debo mucho, y soy el único que conoce toda la historia, he empezado a escribir esto.

Pero antes de la Dalia estuvo la relación de compañeros, y antes de eso, la guerra, los reglamentos militares y las maniobras en la División Central, que nos recordaban que también los polis éramos soldados, aunque fuésemos mucho menos populares que quienes estaban combatiendo contra los alemanes y los japoneses. Después del trabajo de cada día, los agentes tenían que participar en simulacros de ataque aéreo, de apagón y de evacuación de incendios, lo cual nos obligaba a ponernos firmes en la calle Los Ángeles, esperando que el ataque de un Messerschmitt nos hiciera sentir un poco menos estúpidos. La llamada para los servicios del día seguía siempre un orden alfabético, y poco después de haberme graduado en la academia, en agosto de 1942, fue allí donde conocí a Lee.

Ya lo conocía por su reputación y estaba enterado de nuestros historiales respectivos: Lee Blanchard, peso pesado, 43 victorias, 4 derrotas y 2 nulos, con anterioridad una atracción habitual en el Hollywood Legion Stadium. Y yo: Bucky Bleichert, peso semipesado, 36 victorias, ninguna derrota y ningún nulo, colocado una vez en el puesto número diez del ranking por la revista Ring, tal vez porque a Nat Fleisher le divertía la mueca desafiante con que solía contemplar a mis adversarios, en una exhibición de mis dientes de caballo. Pero las estadísticas no contaban toda la historia. Blanchard pegaba duro y recibía seis golpes para poder colocar uno, un clásico cazador de cabezas; yo bailaba, hacía fintas y buscaba el hígado, siempre con la guardia en alto, pues temía que si recibía demasiados puñetazos en la cabeza mi aspecto se estropearía aún más de lo que mis dientes lo hacían. En cuanto a los estilos de pelear, Lee y yo éramos como el aceite y el agua, y cada vez que nuestros hombros se rozaban cuando nos repartían los servicios a primera hora del día, yo me preguntaba quién ganaría.

Durante cerca de un año nos estuvimos midiendo mutuamente. Jamás hablábamos del boxeo o del trabajo policial y limitábamos nuestra conversación a unas cuantas palabras sobre el tiempo. Físicamente, éramos tan distintos como pueden serlo dos hombres: Blanchard era rubio y rubicundo, medía metro ochenta y dos y tenía los hombros y el tórax enormes, con las piernas gruesas y arqueadas y una barriga incipiente dura e hinchada; yo era de tez pálida y cabello oscuro, un metro noventa de flaca musculatura. ¿Quién ganaría?

Finalmente, dejé de intentar predecir quién sería el ganador. Pero otros policías habían hecho suya la pregunta, y en ese primer año en la Central oí docenas de opiniones: Blanchard ganando por un KO rápido; Bleichert por decisión de los jueces; Blanchard abandonando o siendo obligado a abandonar por las heridas… todo salvo Bleichert noqueando a su adversario.

Cuando no me veían, les oía susurrar nuestras historias fuera del ring: el ingreso de Lee en el Departamento de Policía de Los Ángeles; su rápido ascenso gracias a los combates privados a los que asistían los peces gordos de la policía y sus amigotes de la política; cómo capturó a los atracadores del Boulevard-Citizens, allá por el 39, y se enamoró de una de las chicas de los ladrones, lo cual le impidió engrosar las filas de los detectives cuando la chica se fue a vivir con él —en una completa violación de las reglas del departamento sobre no mezclar trabajo y vida privada— y le suplicó que dejara de boxear. Los rumores sobre Blanchard me impactaban como pequeños golpes para mantener la guardia, y yo me preguntaba hasta qué punto serían ciertos. Los fragmentos de mi propia historia eran como puñetazos en el estómago, por su veracidad al ciento por ciento: el ingreso de Dwight Bleichert en el departamento para escapar de problemas bastante graves; la amenaza de expulsión de la academia cuando se descubrió que su padre pertenecía al Bund germano-estadounidense; las presiones sufridas para que denunciara ante el Departamento de Extranjeros a los chicos de ascendencia japonesa con los cuales había crecido para así asegurar su posición dentro del Departamento de Policía de Los Ángeles… No le habían pedido que participara en combates privados porque no era un pegador de los que noquean a sus adversarios.

Blanchard y Bleichert: un héroe y un delator.

Acordarme de Sam Murakami y de Hideo Ashida esposados camino de Manzanar ayudó a simplificar mi percepción de los dos… al principio. Más tarde entramos en acción, codo con codo, y mis primeras impresiones sobre Lee —y sobre mí mismo— se fueron al garete.

Fue a principios de junio de 1943. La semana anterior, los marineros se habían peleado con unos mexicanos pachucos en el muelle Lick de Venice. Corrían rumores de que uno de los chicos había perdido un ojo. Empezaron a producirse escaramuzas tierra adentro: personal de la marina de la base naval Chavez Ravine contra los pachucos de Alpine y Palo Verde. Los periódicos publicaron que los zooters llevaban insignias nazis, además de sus navajas automáticas, y centenares de soldados, marineros y marines uniformados se dirigieron hacia el centro de Los Ángeles, armados con bates de béisbol y garrotes de madera. Se decía que en la Brew 102 Brewery, en Boyle Heights, los pachucos se estaban agrupando en número similar y con armamento parecido. Todos los agentes de la División Central fueron movilizados y se les proporcionó un casco de latón de la Primera Guerra Mundial y una porra enorme conocida como «sacudenegros».

Al caer la noche, fuimos conducidos al campo de batalla en camiones prestados por el ejército y solo se nos ordenó una cosa: restaurar el orden. Nos habían quitado los revólveres reglamentarios en la comisaría; los jefazos no querían que ningún 38 cayera en manos de aquellos gánsteres mexicanos de trajes amplios, pantalones drapeados con vuelta y corte de pelo de cola de pato. Cuando salté del camión en Evergreen con Wabash, llevando en la mano solo un garrote de kilo y medio con el mango recubierto de cinta adhesiva para que no resbalara, me sentí diez veces más asustado de lo que jamás había estado en el ring, y no porque el caos se acercara a nosotros desde todas direcciones.

Me sentí aterrado porque los buenos eran en realidad los malos.

Los marineros reventaban a patadas todas las ventanas de Evergreen; los marines con sus uniformes azules destrozaban sistemáticamente las farolas, procurándose cada vez más y más oscuridad en la que poder actuar. Dejando de lado sus rivalidades internas, soldados y marines volcaban los coches aparcados frente a una bodega, mientras en la acera jóvenes de la marina con camiseta y pantalones acampanados blancos molían a palos a un pequeño grupo de zooters. En la periferia de la acción pude ver cómo algunos de mis compañeros se lo pasaban en grande con gente de la Patrulla Costera y policías militares.

No sé cuánto tiempo permanecí allí, aturdido, preguntándome qué debía hacer. Entonces miré a lo largo de Wabash, hacia la calle Primera, donde vi casitas y árboles; nada de pachucos, polis o soldados sedientos de sangre. Antes de saber muy bien lo que hacía, corrí hacia allí a toda velocidad. Hubiera seguido corriendo hasta derrumbarme, pero una aguda carcajada que brotó de un porche me hizo frenar en seco.

Caminé hacia el lugar de donde llegaba el sonido. Una voz estridente dijo:

—Eres el segundo poli joven que sale huyendo escopeteado del tumulto. No te culpo. Resulta difícil saber a quién ponerle las esposas, ¿verdad?

Me quedé plantado en el porche, mirando al viejo.

—La radio dice que los taxistas han ido hasta los cuarteles de la parte alta de Hollywood para traer a los marineritos hasta aquí. Según la KFI, esto es un asalto anfibio, han estado tocando «Levando anclas» cada media hora, y he visto unos cuantos reflectores giratorios al final de la calle. ¿Crees que esto es lo que llamáis vosotros un asalto anfibio?

—No tengo ni idea, pero voy a volver.

—No eres el único que ha salido por patas, ¿sabes? Hace poco un hombretón pasó corriendo por aquí.

El abuelo comenzaba a parecerme una versión maliciosa de mi padre.

—Hay unos cuantos pachucos que necesitan ver su orden restaurado.

—¿Y cree que es así de simple, amigo?

—Yo haría que lo fuese.

El viejo lanzó una risita placentera. Bajé del porche y volví hacia donde debía estar, mientras me daba golpecitos en la pierna con el garrote. Ahora todas las farolas estaban rotas; resultaba casi imposible distinguir a los zooters de los soldados. Aquello me ayudó a resolver mi dilema, y me dispuse a lanzarme a la carga. Entonces, a mi espalda, oí gritar «¡Bleichert!», y supe quién era el otro tipo que había salido corriendo.

Retrocedí. Allí estaba Lee Blanchard, «la esperanza blanca, aunque no lo bastante grande, de Southland», enfrentado a tres marines de uniforme azul y un pachuco con todo su atavío. Los tenía acorralados en el camino de entrada a un destartalado bungalow y los mantenía a raya con rápidos movimientos de su sacudenegros. Los marines le lanzaban golpes con sus garrotes, y fallaban siempre porque Blanchard no paraba de moverse de un lado a otro, atrás y adelante, sobre las puntas de los pies. El pachuco se acariciaba las medallas religiosas que le colgaban del cuello con expresión de no entender nada.

—¡Bleichert, código tres!

Me uní a la refriega y comencé a blandir mi porra, golpeando relucientes botones de latón y cintas de campaña. Recibí algunos torpes golpes en los brazos y los hombros, y avancé cuanto pude para que los marines no tuvieran mucho espacio para hacer girar sus garrotes. Era como intentar agarrarse a un pulpo, pero allí no había árbitro ni campana que marcara los tres minutos del asalto, así que instintivamente dejé caer mi porra, bajé la cabeza y empecé a soltar puñetazos, mis puños impactando sobre blandos estómagos cubiertos de tela de gabardina. Luego oí gritar:

—¡Bleichert, atrás!

Obedecí, y allí estaba Lee Blanchard, con el sacudenegros levantado por encima de su cabeza. Los marines, desconcertados, se quedaron paralizados; la porra bajó con rapidez: una, dos, tres veces, limpios golpes sobre los hombros. Cuando el trío quedó reducido a un confuso amasijo de ropas azules, Blanchard dijo:

—A las alturas de Trípoli, mierdecillas. —Luego se volvió hacia el pachuco—. Hola, Tomás.

Sacudí la cabeza y me estiré. Los brazos y la espalda me dolían; sentía un sordo latir en los nudillos de mi mano derecha. Blanchard estaba esposando al mexicano.

—¿De qué va todo esto? —fue cuanto se me ocurrió decir.

Blanchard sonrió.

—Disculpa mis malos modales. Oficial Bucky Bleichert, le presento al señor Tomás Dos Santos, objeto de una orden de busca y captura por homicidio cometido mientras perpetraba una felonía de Clase B. Tomás le dio un tirón a una vieja en el cruce de la Sexta con Alvarado, la vieja cayó al suelo con un ataque de corazón y empezó a chillar como una loca. Tomás tiró el bolso y salió corriendo como alma que lleva el diablo. Dejó sus bonitas huellas dactilares en el bolso y tantos testigos oculares como desees. —Blanchard le dio un codazo al mexicano y preguntó en español—: ¿Hablas inglés, Tomás?

Dos Santos negó con la cabeza. Blanchard movió la suya con aire de tristeza.

—Es hombre muerto. Homicidio en segundo grado es un viaje a la cámara de gas para los chicanos. Este chaval dirá el Gran Adiós dentro de unas seis semanas.

Oí disparos procedentes de Evergreen y Wabash. Alzándome sobre la punta de los pies, vi llamas que brotaban de una hilera de ventanas rotas, y que se convirtieron en una serie de estallidos blancos y azules cuando llegaron a los cables de teléfono y el tendido del tranvía. Miré hacia el suelo, donde estaban los marines, y uno de ellos me hizo un gesto obsceno con el dedo.

—Espero que esos tipos no te hayan tomado el número de placa —dije.

—Si lo han hecho, que los jodan vuelta y vuelta.

Señalé hacia un grupo de palmeras que se habían convertido en bolas de fuego.

—Esta noche no conseguiremos meterle en chirona. ¿Has venido hasta aquí para darles una paliza a esos o qué? ¿Pensaste que…?

Blanchard me hizo callar con un puñetazo juguetón que se detuvo justo antes de impactar contra mi placa.

—Salí corriendo porque sabía que no podía hacer ni una jodida mierda para restaurar el orden, y si me quedaba en medio del tumulto podrían matarme. ¿Te suena eso?

Me reí.

—Cierto. Entonces tú…

—Bueno, vi cómo esos capullos perseguían al chicano, que se parecía sospechosamente al objeto de la orden de busca y captura cuatro once barra cuarenta y tres. Me acorralaron aquí, y entonces te vi volviendo al tumulto para que te hicieran daño, así que pensé que sería mejor que te hicieran daño por una buena razón. ¿Te parece bien?

—Ha funcionado.

Dos de los marines habían logrado ponerse en pie y estaban ayudando al otro para que se levantara. Cuando empezaron a alejarse por la acera hombro con hombro, Tomás Dos Santos lanzó una fuerte patada con el pie derecho al mayor de los tres traseros. El gordo soldado al que pertenecía se volvió para encararse con su atacante; yo di un paso hacia delante. Entonces abandonaron su campaña en el este de Los Ángeles, y los tres avanzaron cojeando hacia la calle, en medio de los disparos y las palmeras en llamas. Blanchard revolvió con su mano el cabello de Dos Santos.

—Ah, capullito, eres hombre muerto. Vamos, Bleichert, busquemos un sitio donde dejar a este tipo.

Encontramos una casa con un montón de periódicos tirados en el porche, a unas cuantas manzanas de allí, y nos metimos en ella. En el armario de la cocina había una botella de Cutty Sark, llena casi hasta la mitad. Blanchard le quitó las esposas de las muñecas a Dos Santos y se las puso en los tobillos a fin de que pudiera tener las manos libres para echar un trago. Para cuando terminé de preparar unos sándwiches de jamón y unos tragos, el pachuco se había liquidado la mitad del licor y se dedicaba a eructar a gritos «Cielito lindo» y una versión mexicana de «Chattanooga Chou Chou». Una hora después, la botella estaba vacía y Tomás se había quedado dormido. Lo tumbé en el sofá y lo tapé con una colcha.

—Es el noveno que pillo en 1943 —comentó Blanchard—. Dentro de seis semanas él estará chupando gas, y yo, en tres años, trabajando en la Nordeste o en la Brigada Central.

La seguridad de sus palabras me molestó.

—De eso nada. Eres demasiado joven, no te han nombrado sargento, te acuestas con una tía sin estar casado y perdiste a tus amigotes jefazos cuando dejaste de boxear para ellos, aparte de no haber hecho ninguna ronda de paisano. Tú…

Me detuve al ver que Blanchard sonreía, se acercaba a la ventana de la sala y miraba por ella.

—Incendios en Michigan y Soto. Precioso.

—¿Precioso?

—Sí, precioso. Sabes mucho de mí, Bleichert.

—La gente habla de ti.

—También hablan de ti.

—¿Qué dicen?

—Que tu viejo es una especie de chalado que babea por los nazis. Que entregaste a tu mejor amigo a los federales para conseguir ingresar en el departamento. Que inflaste el número de tus victorias peleando con pesos medios demasiado fondones…

Las palabras quedaron colgando en el aire como la cuenta final de un asalto.

—¿Eso dicen?

Blanchard se volvió hacia mí.

—No. Dicen que nunca has atrapado a nadie que valga la pena y que crees que puedes vencerme.

Acepté el desafío.

—Todas esas cosas son ciertas.

—¿Ah, sí? Pues también es cierto lo que has oído de mí. Salvo que me encuentro en la lista de sargentos, que en agosto me trasladarán a la Brigada Antivicio de Highland Park y que en la oficina del fiscal del distrito hay un muchacho judío que pierde el culo por los boxeadores. Me ha prometido el primer puesto libre en la Criminal que pueda encontrar.

—Estoy impresionado.

—¿Sí? ¿Quieres oír algo todavía más impresionante?

—Dispara.

—Mis primeros veinte noqueados fueron unos desgraciados elegidos por mi mánager. Mi chica te vio pelear en el Olympic y dijo que estarías guapo si te arreglaras los dientes, y que, quizá, podrías vencerme.

No estaba seguro de si aquel hombre buscaba pelea o tal vez un amigo; si me estaba poniendo a prueba, buscándome las cosquillas o intentando sacarme información. Señalé hacia Tomás Dos Santos, que se retorcía en su modorra alcohólica.

—¿Qué hay del mexicano?

—Lo llevaremos a comisaría mañana por la mañana.

—Tú lo llevarás.

—La mitad del premio es tuyo.

—Oh, gracias, pero no.

—De acuerdo, socio.

—No soy tu socio.

—Tal vez algún día.

—Tal vez nunca, Blanchard. Seguramente tú trabajes en la Criminal, ejerzas de recuperador y te dediques a mandarles informes a esos abogados corruptos del centro, y seguramente yo me chupe mis veinte años, cobre mi pensión y me busque un trabajo tranquilo en algún otro sitio.

—Podrías irte con los federales. Sé que tienes amigos en el Departamento de Extranjería.

—No sigas por ahí.

Blanchard miró de nuevo por la ventana.

—Precioso. Serviría para una postal. «Querida mamá, ojalá estuvieras aquí para ver el colorido motín racial de Los Ángeles Este».

Tomás Dos Santos se revolvió y murmuró:

—¿Inez? ¿Inez? ¿Qué? ¿Inez?

Blanchard se acercó a un ropero del vestíbulo y encontró un viejo abrigo de lana que le echó por encima. El calor prestado por el abrigo pareció calmarle; sus balbuceos se apagaron.

Cherchez la femme. ¿Eh, Bucky?

—¿Cómo?

—Busca a la mujer. Incluso con todo ese alcohol dentro, el bueno de Tomás no es capaz de olvidar a Inez. Te apuesto diez a uno a que cuando entre en la cámara de gas ella estará allí con él.

—Quizá pueda apelar. De quince años a cadena perpetua, y en veinte años a la calle.

—No. Es hombre muerto. Cherchez la femme, Bucky. Acuérdate de eso.

Recorrí la casa en busca de un sitio donde dormir, y al final me decidí por un dormitorio de la planta baja con una cama demasiado corta para mis piernas y un colchón lleno de bultos. Al tenderme en ella, oí sirenas y disparos a lo lejos. Poco a poco me fui quedando dormido, y soñé con mis mujeres, demasiado escasas en número y con demasiado tiempo entre una y otra.

Por la mañana, los disturbios ya se habían enfriado; el cielo había quedado cubierto con una capa de cenizas y las calles llenas de botellas de licor rotas, garrotes y bates de béisbol abandonados. Blanchard llamó a la comisaría de Hollenbeck para que un coche patrulla transportara a su noveno delincuente de 1943 a una celda del Palacio de Justicia, y Tomás Dos Santos lloró cuando los agentes lo apartaron de nosotros. Blanchard y yo nos dimos la mano en la acera y luego seguimos caminos separados hacia el centro: él, a la oficina del fiscal del distrito para escribir su informe sobre la captura del ladrón de bolsos; yo, a la Central y a una nueva jornada de trabajo.

El Ayuntamiento de Los Ángeles declaró ilegal vestir el zoot suit típico de los pachucos, y Blanchard y yo volvimos a nuestras corteses conversaciones previas a la asignación de servicios. Y todo lo que había afirmado con tan molesta certeza esa noche en la casa vacía acabó por convertirse en realidad.

Blanchard fue ascendido a sargento y trasladado a la Brigada Antivicio de Highland Park a primeros de agosto, y Tomás Dos Santos entró en la cámara de gas una semana más tarde. Transcurrieron tres años y yo seguía metido en un coche patrulla con radio de la División Central. Entonces, una mañana le eché un vistazo al tablón de ascensos y cambios de destino, y en lo alto de la lista vi: «Blanchard, Leland C., sargento; Brigada Antivicio de Highland Park a Brigada Criminal Central, efectivo a partir de 15/9/46».

Y, claro está, nos convertimos en compañeros. Cuando vuelvo la vista atrás, sé que él no poseía ningún don profético; se limitaba a trabajar para asegurar su propio futuro, mientras que yo caminaba con paso incierto hacia el mío. Lo que sigue atormentándome es aquel «Cherchez la femme» pronunciado con voz inexpresiva. Porque nuestra relación no fue sino un torpe camino hacia la Dalia. Y, al final, ella acabaría poseyéndonos a los dos por completo.

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