La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 11

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11

—¿Quieres que vayamos esta noche a ver las películas de boxeo al Wiltern? —preguntó Lee—. Dan algunos combates clásicos: Dempsey, Ketchel, Greb… ¿Qué dices?

Estábamos sentados en dos mesas de la sala común de University, uno frente al otro, atendiendo llamadas. A los oficinistas asignados al caso Short les habían dado el domingo libre, así que los policías de verdad teníamos que encargarnos del trabajo más pesado: anotar las pistas que recibíamos por teléfono, redactar notas evaluando el grado de credibilidad de quienes llamaban, e informar a las brigadas de detectives más próximas de que hicieran un seguimiento de las posibles pistas. Llevábamos así una hora sin parar, con la frase de Kay sobre mi «falta de agallas» flotando en el aire entre nosotros. Cuando miré a Lee observé que sus pupilas empezaban a convertirse en puntos diminutos, una señal de que pronto necesitaría una nueva dosis de Benzedrina.

—No puedo —dije.

—¿Por qué no?

—Tengo una cita.

Lee me dedicó una mueca sonriente.

—¿Ah, sí? ¿Con quién?

Cambié de tema.

—¿Has hecho las paces con Kay?

—Sí, he alquilado una habitación para mis papeles. En el hotel El Nido, en Santa Mónica con Wilcox. Nueve pavos a la semana no son nada si eso hace que ella se sienta mejor.

—Lee, De Witt sale mañana. Creo que debería presionarle un poquito, o hacer que Vogel y Koenig se encarguen de él.

Lee dio una patada a la papelera. Papeles arrugados y vasos de café vacíos salieron volando por los aires; varias cabezas se alzaron en las mesas vecinas. En ese momento sonó su teléfono.

Lee cogió el auricular.

—Homicidios, sargento Blanchard al habla.

Clavé los ojos en los papeles que tenía delante; Lee escuchaba a su interlocutor. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde el miércoles, el día en que la Dalia nos dejó, y me pregunté si Lee tendría problemas después para dejar la Benzedrina. De repente, Madeleine Sprague apareció en mi mente; su enésima aparición desde que me había dicho: «Me acostaré con usted si consigue que mi nombre no aparezca en la prensa». Lee llevaba ya un buen rato atendiendo su llamada sin hacer comentarios ni preguntas; yo empecé a desear que el mío sonara para que Madeleine saliera de mi mente.

Lee colgó el auricular.

—¿Algo interesante? —pregunté.

—Otro chalado. Bien, ¿quién es tu cita de esta noche?

—Una vecina.

—¿Buena chica?

—Un encanto. Socio, si vuelvo a verte drogado después del martes, habrá revancha del Bleichert-Blanchard.

Lee me dedicó una de sus sonrisas de extraterrestre.

—Es Blanchard-Bleichert, y volverías a perder. Voy a buscar café. ¿Quieres uno?

—Solo, sin azúcar.

—Marchando.

Atendí un total de cuarenta y seis llamadas, la mitad de ellas más o menos coherentes. Lee se marchó a primera hora de la tarde y Ellis Loew me endilgó el trabajo de pasar a máquina el nuevo informe de Russ Millard. En él decía que Red Manley había sido devuelto a su esposa tras haber pasado sin problemas las pruebas del pentotal y el detector de mentiras, y que las cartas de amor de Betty Short habían sido examinadas a conciencia. Se había identificado a varios pretendientes y habían sido descartados como sospechosos, al igual que la mayoría de los tipos con los que aparecía en las fotos. Se seguía investigando para identificar al resto de los hombres, y la policía militar de Camp Cooke había llamado para informar de que el soldado que le dio una paliza a Betty en el año 43 había muerto en el desembarco de Normandía. En cuanto a los numerosos matrimonios y compromisos formales de Betty, una comprobación en los registros de las cuarenta y ocho capitales de estados reveló que nunca se había expedido ninguna licencia matrimonial a su nombre.

A partir de ahí, el informe iba cuesta abajo. Los números de matrícula que Lee había anotado desde la ventana del picadero de Junior Nash no habían dado resultado alguno; unas trescientas llamadas diarias de gente que afirmaba haber visto a la Dalia inundaban las centralitas de la policía de Los Ángeles y de las oficinas del sheriff. Hasta el momento se habían obtenido noventa y tres confesiones falsas de chalados, y cuatro de los perturbados más graves que no tenían coartada estaban retenidos en prisión, a la espera de exámenes psiquiátricos y un probable envío a Camarillo. Las indagaciones seguían desarrollándose a toda velocidad: ciento noventa hombres trabajaban a jornada completa en el caso. El único rayo de esperanza lo constituía el resultado de mis interrogatorios del día 17: Linda Martin/Lorna Martilkova había sido vista en un par de bares de Encino y se estaban haciendo grandes esfuerzos para localizarla en esa área. Cuando acabé de mecanografiar el informe, tuve la certeza de que nunca se encontraría al asesino de Elizabeth Short, y aposté por ello en el tablero de la sala común: dos billetes de diez a «Sin resolver: se paga 2 a 1».

Llamé al timbre de la mansión Sprague a las ocho en punto. Iba vestido con mi mejor atuendo —blazer azul, camisa blanca y pantalones de franela gris—, y aposté contra mí a que era un idiota por humillarme de esa manera ante las convenciones del entorno: en cuanto Madeleine y yo llegáramos a mi casa, me quitaría todas aquellas prendas. Las diez horas de trabajo al teléfono seguían pegadas a mi piel pese a la ducha que me había dado en la comisaría, me sentía aún más fuera de lugar de lo que debería, y la oreja izquierda seguía doliéndome después de tanto oír hablar sobre la Dalia.

Madeleine me abrió la puerta, espectacular con una falda y un ceñido suéter de cachemira. Me echó un rápido vistazo, me cogió de la mano y dijo:

—Mira, odio tener que hacer esto, pero papá se ha enterado de que venías y ha insistido para que te quedes a cenar. Le he dicho que nos habíamos conocido en esa exposición de arte en la librería Stanley Rose, por lo que si tienes que hacer preguntas a alguien para confirmar mi coartada intenta comportarte con discreción, ¿de acuerdo?

—Por supuesto —respondí, y dejé que enlazara su brazo con el mío y me guiara hacia el interior de la casa.

El vestíbulo de entrada era tan de estilo español como Tudor era la fachada: tapices y espadas cruzadas de hierro forjado colgaban de los muros encalados, y gruesas alfombras persas cubrían el suelo de madera pulida. El vestíbulo daba a un salón gigantesco con atmósfera de club masculino: butacas tapizadas en cuero verde dispuestas alrededor de mesas bajas y divanes; una enorme chimenea de piedra; pequeñas alfombras orientales multicolores, colocadas juntas en ángulos distintos de tal forma que solo asomaba la cantidad justa de suelo de roble. Las paredes eran de madera de cerezo y en ellas colgaban retratos en sepia de la familia y sus antepasados.

Me fijé en un spaniel disecado que había junto a la chimenea, con un periódico amarillento enrollado en la boca.

—Ese es Balto —me explicó Madeleine—. El periódico es un ejemplar de Los Angeles Times del 1 de agosto de 1926. Fue el día que papá se enteró de que había ganado su primer millón. Balto era nuestro perro en aquella época. El contable de papá llamó y le dijo: «¡Emmett, eres millonario!». Papá estaba limpiando sus pistolas y entonces entró Balto con el periódico. Papá quiso inmortalizar ese momento, así que le disparó. Si lo miras de cerca, puedes ver el agujero de la bala en su pecho. Contén el aliento, cariño. Aquí está la familia.

Un tanto boquiabierto, dejé que Madeleine me condujera hasta una pequeña sala. Las paredes estaban cubiertas con fotografías enmarcadas; el lugar se hallaba ocupado por tres Sprague sentados en sillones a juego. Alzaron la vista al unísono; ninguno se puso en pie.

—Hola —dije sin descubrir mis dientes.

Madeleine hizo las presentaciones mientras yo contemplaba con aire pasmado aquella estampa de naturaleza muerta.

—Bucky Bleichert, permite que te presente a mi familia. Mi madre, Ramona Cathcart Sprague. Mi padre, Emmett Sprague. Mi hermana, Martha McConville Sprague.

La estampa cobró vida con sonrisas y leves asentimientos de cabeza. Entonces Emmett Sprague se puso en pie con una sonrisa radiante y me tendió la mano.

—Es un placer, señor Sprague —dije, y se la estreché mientras nos examinábamos mutuamente.

El patriarca era bajito y tenía el pecho como un barril, con el rostro agrietado y curtido por el sol y una abundante cabellera blanca que en tiempos debió ser de un tono arenoso. Debía de estar en la cincuentena y su apretón fue el de alguien que había realizado en su vida mucho trabajo físico. Tenía un deje escocés refinado, no el acento marcado de la imitación hecha por Madeleine.

—Le vi pelear con Mondo Sánchez. Casi le deja sin calzones. Era usted otro Billy Conn.

Pensé en Sánchez, un peso medio corpulento y poco ágil con el que había peleado porque mi mánager quería labrarme una reputación a base de tumbar mexicanos.

—Gracias, señor Sprague.

—Gracias a usted por habernos dado tan buen espectáculo. Mondo también era un buen chico. ¿Qué habrá sido de él?

—Murió por una sobredosis de heroína.

—Que Dios lo bendiga. Es una pena que no muriera en el ring, le habría ahorrado un montón de desgracias a su familia. Y, hablando de familias, por favor, salude al resto de la mía.

Martha Sprague se puso en pie de inmediato ante la orden. También era baja, regordeta y rubia, con un tenaz parecido a su padre. Sus ojos tenían un azul tan claro que era como si los hubiese mandado a lavar, y su cuello cubierto de acné se veía enrojecido de tanto rascarse. Parecía una adolescente que nunca lograría dejar atrás su gordura infantil para madurar y convertirse en una hermosa mujer. Estreché su firme mano sintiendo lástima por ella, y la muchacha se dio cuenta al instante de lo que pensaba. Sus pálidos ojos refulgieron y retiró bruscamente su gordezuela mano.

Ramona Sprague era la única de los tres que guardaba cierto parecido con Madeleine; de no haber sido por ella, habría pensado que la arrogante chica había sido adoptada. Era una mujer que se acercaba a los cincuenta, con una versión de la lustrosa cabellera negra y la piel clara de Madeleine, pero aparte de eso no había ningún atractivo en ella. Estaba gorda, tenía el rostro flácido, y tanto el colorete como el pintalabios habían sido aplicados de forma un tanto desenfocada, con lo que toda su cara parecía extrañamente torcida. Me cogió la mano y dijo:

—Madeleine habla muy bien de usted.

Su voz sonaba un tanto pastosa, pero en su aliento no había rastro de licor. Me pregunté si estaría bajo los efectos de algún medicamento.

—Papá, ¿podemos cenar ya? —preguntó Madeleine con un suspiro—. Bucky y yo queremos ir al teatro a las nueve y media.

Emmett Sprague me dio una palmada en la espalda.

—Siempre obedezco a mi primogénita. Bucky, ¿nos entretendrá con anécdotas del boxeo y la policía?

—Entre bocado y bocado —prometí.

Sprague me dio otra palmada en la espalda, esta más fuerte.

—Ya veo que no ha recibido demasiados golpes en la cabeza. Es usted como Fred Allen. Vamos, familia. La cena está servida.

Nos dirigimos a un gran comedor con paneles de madera en las paredes. La mesa que había en el centro era pequeña y ya estaban colocados cinco cubiertos. Junto a la puerta había un carrito de servicio del que salía el inconfundible aroma de la carne curada con repollo.

—La comida contundente cría gente fuerte —dijo el viejo Sprague—, la haute cuisine cría degenerados. Sírvete, muchacho. Los domingos por la noche la criada asiste a sus rituales de vudú, así que aquí solo quedamos los blancos.

Cogí un plato y lo llené de comida. Martha Sprague escanció el vino. Madeleine se sirvió unas pequeñas porciones en su plato y tomó asiento a la mesa, haciéndome señas para que me sentara junto a ella. Cuando lo hice, Martha anunció a los presentes:

—Quiero sentarme enfrente del señor Bleichert para dibujarle.

Emmett me miró y me guiñó el ojo.

—Bucky, te van a hacer una caricatura cruel. El lápiz de Martha jamás vacila. Tiene diecinueve años y ya es una artista muy cotizada. Maddy es mi niña bonita, pero Martha es el genio de la familia.

Esta torció el gesto. Colocó su plato justo frente a mí y se sentó, dejando un lápiz y un cuadernillo de dibujo al lado de su servilleta. Ramona Sprague ocupó el asiento contiguo y le dio una palmadita en el brazo; Emmett, que estaba de pie junto a su silla a la cabecera de la mesa, propuso un brindis:

—Por las nuevas amistades, la prosperidad y el gran deporte del boxeo.

—Amén —dije, y me metí un trozo de carne en la boca. Tenía demasiada grasa y estaba seca, pero compuse una expresión de «Qué bueno» y exclamé—: Esto está delicioso.

Ramona Sprague me dirigió una mirada inexpresiva.

—Lacey, nuestra criada —dijo Emmett—, cree en el vudú. Es una especie de variante del cristianismo. Probablemente le echó un conjuro a la vaca, hizo algún pacto con su Jesús negro para que el animal saliera bueno y jugoso. Y hablando de nuestros hermanos de color, ¿qué sentiste cuando les disparaste a esos dos desgraciados, Bucky?

—Tú síguele la corriente —murmuró Madeleine.

Emmett la oyó y lanzó una risita.

—Sí, muchacho, sígueme la corriente. De hecho, deberías seguirle la corriente a todos los hombres ricos que se acercan a los sesenta. Puede que se vuelvan seniles y te confundan con sus herederos.

Me reí, dejando mis dientes al descubierto; Martha alargó la mano hacia su lápiz para capturarlos.

—No sentí gran cosa. Se trataba de ellos o nosotros.

—¿Y tu compañero? ¿Ese rubio contra el que peleaste el año pasado?

—Lee se lo tomó un poco peor que yo.

—Los rubios son demasiado sentimentales —aseguró Emmett—. Lo sé porque yo lo soy. Gracias a Dios, hay dos morenas en la familia para ayudarnos a conservar el pragmatismo. Maddy y Ramona tienen esa tenacidad de bulldogs que a Martha y a mí nos falta.

Solo la comida que estaba masticando me impidió estallar en carcajadas. Pensé en la niña malcriada de los bajos fondos a la que iba a tirarme esa noche, y en su madre sonriendo con expresión alelada frente a mí. El impulso de reír se hizo más y más fuerte; por fin logré tragar mi bocado, eructé en vez de soltar una carcajada y alcé mi copa.

—Por usted, señor Sprague. Por haberme hecho reír por primera vez en toda la semana.

Ramona me lanzó una mirada asqueada; Martha se concentró en su dibujo. Madeleine jugueteó con mis pies por debajo de la mesa y Emmett me devolvió el brindis.

—¿Has pasado una mala semana, muchacho?

Me reí.

—Desde luego. Me han asignado a Homicidios para trabajar en ese asunto de la Dalia Negra. Me han dejado sin días libres, mi compañero está obsesionado con el caso y aparecen lunáticos hasta en la sopa. Hay doscientos policías trabajando en un solo caso. Es absurdo.

—Trágico, eso es lo que es —repuso Emmett—. ¿Cuál es tu teoría, muchacho? ¿Quién en esta bendita tierra de Dios podría haberle hecho algo así a otro ser humano?

Entonces comprendí que la familia no estaba enterada de la tenue conexión entre Madeleine y Betty Short, y decidí no presionar para confirmar su coartada.

—Creo que fue una víctima aleatoria. La joven Short era lo que podría llamarse una chica fácil; una mentirosa compulsiva con un centenar de novios. Si cogemos al asesino, será por casualidad.

—Que Dios la bendiga —dijo Emmett—. Espero que le agarréis y que acabe teniendo una cita caliente en ese cuartito verde de San Quintín.

Mientras toqueteaba mi pierna con su pie, Madeleine dijo con un mohín:

—Papá, estás monopolizando la conversación. Parece que estés haciendo hablar a Bucky para ganarse la cena.

—¿Y tengo que ser yo quien se la gane, muchacha? ¿Acaso no traigo el pan a esta casa?

El viejo Sprague se había enfadado: lo noté por el color que comenzaba a teñir su rostro y por el modo en que cortaba la carne. Sentí curiosidad acerca de su persona.

—¿Cuándo llegó a Estados Unidos? —pregunté.

Emmett me miró con expresión radiante.

—Me encanta hablar con cualquiera que quiera oír mi historia de emigrante triunfador. ¿Qué clase de nombre es Bleichert? ¿Holandés?

—Alemán —dije.

Emmett alzó su copa.

—Un gran pueblo el alemán. Hitler era algo excesivo, pero acuérdate bien de mis palabras: algún día lamentaremos no haber unido nuestras fuerzas a las suyas para luchar contra los rojos. ¿De qué parte de Alemania es tu familia, muchacho?

—De Munich.

—¡Ah, München! Me sorprende que emigraran. Si yo hubiera crecido en Edimburgo o en algún otro lugar civilizado, todavía llevaría falda escocesa. Pero nací en la horrible Aberdeen, así que me marché a Norteamérica al acabar la primera guerra. Maté a un montón de tus compatriotas durante la guerra, muchacho. Pero ellos intentaban matarme a mí, así que me sentía justificado. ¿Has visto a Balto en el salón?

Yo asentí, Madeleine lanzó un gemido y Ramona Sprague torció el gesto y pinchó una patata con gesto brusco.

—Mi viejo y soñador amigo Georgie Tilden lo disecó —dijo Emmett—. El viejo Georgie tenía un montón de extraños talentos. Estuvimos en un regimiento escocés durante la guerra y yo le salvé la vida cuando un grupo de tus compatriotas quiso fastidiarnos un poco cargando con las bayonetas. Georgie era un enamorado del cine; nada le gustaba más que una buena película. Después del armisticio volvimos a nuestra Aberdeen, vimos lo espantosa que era y Georgie me convenció para que me fuera con él a California: quería trabajar en el negocio de las películas mudas. Nunca sirvió para nada si yo no estaba cerca para llevarle del bracito, así que le eché una larga mirada a mi Aberdeen, comprendí que era un destino de tercera y dije: «Muy bien, Georgie, nos vamos a California. Puede que nos hagamos ricos. Y si no lo conseguimos, al menos habremos fracasado allí donde siempre brilla el sol».

Pensé en mi viejo, que vino a Estados Unidos en 1908 con grandes sueños… pero se casó con la primera emigrante alemana que conoció, y acabó trabajando por un salario de esclavo para la Pacific Gas and Electric.

—¿Qué pasó después?

Emmett Sprague dio unos golpecitos sobre la mesa con el tenedor.

—Tuvimos suerte, llegamos en el momento justo. Hollywood era solo un prado para vacas, pero el cine mudo estaba viviendo un gran momento. George consiguió trabajo como iluminador y yo en la construcción de casas, unas casas condenadamente buenas… buenas y baratas. Vivía al aire libre e invertía cada maldita moneda que ganaba en mi propio negocio; luego pedí préstamos a cada banco y cada usurero dispuesto a dejarme dinero y compré unos terrenos condenadamente buenos… buenos y baratos. Entonces Georgie me presentó a Mack Sennett y le ayudé a construir los platós de su estudio en Edendale, y después le pedí un préstamo para comprar más terrenos. El viejo Mack sabía reconocer a un triunfador en cuanto lo veía, ya que él mismo era uno de ellos. Me concedió el préstamo con la condición de que le ayudara con ese proyecto inmobiliario en el cual estaba embarcado, Hollywoodland, debajo de ese horrible letrero de cuarenta metros que erigió en el monte Lee para publicitarlo. El viejo Mack sabía cómo sacarle todo el jugo a un dólar, vaya que sí. Tenía figurantes trabajando clandestinamente como obreros, y viceversa. Después de haber estado rodando durante diez o doce horas una película de los Keystone Kops, yo los llevaba a la obra de Hollywoodland para trabajar seis horas más con luz artificial. Incluso llegué a figurar como ayudante del director en un par de películas, así de agradecido estaba el viejo Mack por cómo exprimía a sus esclavos.

Madeleine y Ramona removían el contenido de sus platos con expresión hosca, como si ya se hubieran visto forzadas a escuchar esa historia en muchas ocasiones; Martha seguía con su dibujo, los ojos clavados en mí, su cautivo forzoso.

—¿Qué fue de su amigo? —pregunté.

—Que Dios le bendiga, pero cada historia de triunfo viene acompañada por otra de fracaso. Georgie no supo rodearse de la gente adecuada. No tenía el ímpetu necesario para aprovechar el talento que Dios le había dado, y se quedó tirado en la cuneta. Sufrió un accidente de coche en el 36 que le dejó desfigurado, y ahora es lo que se podría llamar un tipo que nunca llegó a nada. Le doy trabajo de vez en cuando en algunas de las propiedades que tengo alquiladas, y también recoge basura por cuenta de la ciudad…

Oí un chirrido seco y miré al otro lado de la mesa. Ramona había fallado al pinchar una patata y el tenedor había resbalado sobre el plato.

—¿Te encuentras bien, madre? —preguntó Emmett—. ¿No te gusta la comida?

Ramona clavó la mirada en su regazo.

—Sí, padre —respondió.

Parecía que Martha le estuviera sosteniendo el codo. Madeleine volvió a juguetear con mis pies.

—Madre —dijo Emmett—, tú y el genio de la familia no habéis cumplido muy bien con vuestro cometido de entretener al invitado. ¿Os importaría participar en la conversación?

Justo cuando pensaba aligerar la tensión con alguna broma, Madeleine clavó los dedos de su pie en mi tobillo. Ramona Sprague pinchó un pequeño trocito de comida con su tenedor y, tras masticarlo con delicadeza, preguntó:

—Señor Bleichert, ¿sabía usted que Ramona Boulevard se llama así por mí? —preguntó.

El desenfocado rostro de la mujer se congeló alrededor de sus palabras, pronunciadas con una extraña dignidad.

—No, señora Sprague, no lo sabía. Pensé que el nombre venía por el Ramona Pageant.

—Me llamaron así por la obra —prosiguió ella—. Cuando Emmett se casó conmigo para obtener el dinero de mi padre, le prometió a mi familia que utilizaría su influencia en la Junta de Planificación Municipal para que le pusieran mi nombre a una calle, ya que todo su dinero estaba invertido en propiedades inmobiliarias y no podía permitirse el comprarme un anillo de boda. Papá dio por sentado que sería alguna bonita calle residencial, pero Emmett solo pudo conseguir un callejón sin salida en un distrito de mala muerte, en Lincoln Heights. ¿Conoce usted ese barrio, señor Bleichert?

Su áspera voz había adquirido un deje de furia.

—Crecí allí —dije.

—Entonces sabrá que las prostitutas mexicanas se exhiben en las ventanas para atraer a la clientela. Pues bien, después de que Emmett lograra que la calle Rosalinda se convirtiera en Ramona Boulevard, me llevó a dar una vueltecita por allí. Las prostitutas lo saludaron por su nombre. Algunas hasta tenían apodos anatómicos para él. Eso me puso muy triste, me dolió mucho, pero me tomé mi tiempo y acabé haciéndoselo pagar. Cuando las niñas eran pequeñas, yo dirigía mis propias funciones en el jardín, delante de todos. Utilizaba a los niños de los vecinos como figurantes y representaba episodios del pasado del señor Sprague que él preferiría olvidar. Que él…

Se oyó un fuerte golpe sobre la cabecera de la mesa; los vasos y las copas cayeron, los platos tintinearon. Bajé la mirada para dar tiempo a que los contendientes familiares recuperaran algo de su dignidad, y pude observar que Madeleine estaba apretando la rodilla de su padre con tal fuerza que tenía los dedos de un blanco azulado. Con la otra mano agarró mi rodilla… con una fuerza diez veces superior a la que le habría creído capaz de ejercer. A esto siguió un horrible silencio.

—Padre —dijo Ramona Cathcart por fin—, actuaré para ganarme la cena cuando vengan el alcalde Bowron o el concejal Tucker, pero no lo haré para los fulanos de Madeleine. Un vulgar policía. Por Dios, Emmett, qué poco me valoras.

Oí ruidos de sillas arañando el suelo y rodillas golpeando la mesa; después, el sonido de pasos que se alejaban del comedor; observé que mi mano apretaba la de Madeleine curvándose rígidamente, del mismo modo que cuando llevaba los guantes de boxeo.

—Lo siento, Bucky. Lo siento —murmuraba ella.

Entonces una voz alegre dijo:

—¿Señor Bleichert?

Alcé los ojos porque la voz sonaba cuerda y feliz.

Era Martha McConville Sprague, que sostenía ante mí una hoja de papel. La cogí con mi mano libre; Martha sonrió y se fue. Madeleine seguía murmurando sus disculpas mientras yo examinaba el dibujo. Éramos nosotros dos, desnudos. Madeleine tenía las piernas abiertas. Yo estaba metido entre ellas, mordisqueándola con mis gigantescos dientes de Bucky Bleichert.

Cogimos el Packard para ir a la zona de hoteluchos de South La Brea. Conduje yo, y Madeleine fue lo bastante sensata como para no decir nada hasta que cruzamos con el coche la entrada de hormigón de un motel llamado Red Arrow Inn. Entonces dijo:

—Aquí. Es limpio.

Aparqué junto a una hilera de cacharros de antes a la guerra; Madeleine fue a la oficina y volvió con la llave de la habitación número once. Abrió la puerta; yo encendí el interruptor de la pared.

El cuarto estaba pintado en tonos marrones anodinos y apestaba a sus ocupantes anteriores. Oí cómo realizaban una transacción de droga en el número doce; Madeleine empezaba a parecerse a la caricatura dibujada por su hermana. Alargué la mano hacia el interruptor de la luz para borrar todo aquello.

—No, por favor —pidió ella—. Quiero verte.

La venta de narcóticos derivó en una discusión. Vi una radio encima de la cómoda y la encendí; un anuncio de Gorton’s Slenderline Shop ahogó las airadas voces. Madeleine se quitó el suéter y, aún de pie, se bajó las medias de nailon; se había quedado en ropa interior antes de que yo empezara a manotear torpemente con mi traje. Forcejeé con la cremallera antes de quitarme los pantalones; al desprenderme la correa de la pistolera del hombro, rasgué una costura de la camisa. Para entonces, Madeleine ya estaba en la cama, desnuda… y el dibujo de su hermana se difuminó en la nada.

Al cabo de un segundo estaba desnudo, y al cabo de dos ya estaba junto a ella. Murmuró algo parecido a «No odies a mi familia, no son tan malos», y yo la hice callar con un beso salvaje. Ella me lo devolvió; nuestros labios y lenguas juguetearon hasta que nos vimos obligados a separarnos para respirar. Bajé mis manos hacia sus senos, cubriéndolos, moldeándolos; Madeleine jadeaba palabras entrecortadas sobre compensar lo que me habían hecho los otros Sprague. Cuanto más la besaba y la tocaba y la saboreaba, y cuanto más notaba que le gustaba, más murmuraba de ellos, así que la agarré del cabello y dije con voz susurrante:

—Ellos no, yo. Estás conmigo, hazlo conmigo.

Madeleine obedeció, y se hundió entre mis piernas como en una inversión del dibujo de Martha. Al verme así atrapado, sentí que estaba a punto de explotar. La empujé suavemente para evitarlo.

—Yo, no ellos —murmuré, y le acaricié el cabello, intentando concentrarme en la estúpida cancioncilla de un anuncio de la radio.

Madeleine me sujetaba con más fuerza de lo que había hecho ninguna de las chicas con que me obsequiaban después de los combates; cuando me tranquilicé un poco y estuve preparado, la tendí de espaldas y entré en ella.

Ya no éramos solo un vulgar policía y una putita rica. Ahora estábamos juntos, arqueándonos, moviéndonos, cambiando de postura, con dureza pero tomándonos todo el tiempo del mundo. Nos movimos al unísono hasta que la música y los anuncios cesaron y la radio se llenó de estática que iba y venía, y en el cuarto de hormigón no hubo más sonido que el producido por nosotros. Entonces culminamos… de forma perfecta, juntos.

Después nos quedamos abrazados, cuerpos sudorosos entrelazados de la cabeza a los pies. Al pensar que en menos de cuatro horas tenía que entrar de servicio, solté un gruñido; Madeleine rompió nuestro abrazo e imitó mi marca de fábrica, sacando a relucir su dentadura perfecta.

—Bien —dije riendo—, has conseguido no salir en los periódicos.

—¿Hasta que anunciemos el enlace Bleichert-Sprague?

Me reí con más fuerza.

—A tu madre le encantaría eso.

—Mamá es una hipócrita. Se toma todas las pastillas que le receta el doctor, y no es una adicta. Yo me divierto por ahí, y soy una puta. Ella tiene permiso legal, yo no.

—Sí, sí lo tienes. Eres mi…

No pude pronunciar la palabra «puta».

Madeleine empezó a hacerme cosquillas en el pecho.

—Dilo. No te comportes como un poli fino. Dilo.

Le sujeté la mano antes de que las cosquillas me dejaran indefenso.

—Eres mi amor, mi cariño, mi adorada, eres la mujer por la cual he ocultado pruebas…

Madeleine me mordisqueó el hombro y dijo:

—Soy tu puta.

Me eché a reír.

—De acuerdo, eres mi infractora del CP A-234.

—¿Qué es eso?

—La designación que el código penal de California da a la prostitución.

Ella enarcó las cejas.

—¿Código penal?

Alcé las manos.

—Ahí me has cogido.

Madeleine se frotó contra mí.

—Me gustas, Bucky.

—Tú también a mí.

—Al principio no era así. Dime la verdad: al principio solo querías joder conmigo.

—Es cierto.

—Entonces ¿cuándo empecé a gustarte?

—En cuanto te has quitado la ropa.

—¡Cabrón! ¿Quieres saber cuándo empezaste a gustarme tú?

—Dímelo.

—Cuando le conté a papá que había conocido a un policía muy simpático llamado Bucky Bleichert, se le cambió la cara. Se quedó impresionado, y Emmett McConville Sprague es un hombre muy difícil de impresionar.

Pensé en la crueldad de aquel hombre hacia su esposa e hice un comentario neutral:

—Él es un hombre impresionante.

—Qué diplomático —dijo Madeleine—. Es un escocés hijo de puta, duro y cicatero, pero es un hombre. ¿Sabes cómo se enriqueció realmente?

—¿Cómo?

—Relacionándose con gánsteres y cosas peores. Papá compró maderas podridas y decorados viejos a Mack Sennett y construyó casas con ellos. Tiene edificios y garitos con riesgo de incendio por toda la ciudad, a nombre de sociedades falsas. Es amigo de Mickey Cohen. Su gente se encarga de cobrar los alquileres.

Me encogí de hombros.

—Mick es uña y carne con Bowron y con media Junta de Supervisión. ¿Ves mi pistola y mis esposas?

—Sí.

—Cohen las pagó. Puso la pasta para crear un fondo de ayuda que permita a los agentes jóvenes pagar el equipamiento. Es una buena forma de hacer relaciones públicas. El recaudador de impuestos municipales nunca revisa sus libros, porque Mick paga la gasolina y el aceite de los coches de todos sus agentes. Así que no puedo decir realmente que me sorprenda.

—¿Quieres saber un secreto? —preguntó Madeleine.

—Claro.

—Media manzana de las casas construidas por papá en Long Beach se derrumbó durante el terremoto del 33. Murieron doce personas. Papá pagó dinero para hacer que su nombre no figurase en los registros de los contratistas.

Cogí a Madeleine por los brazos y la aparté de mí para poder mirarla bien a la cara.

—¿Por qué me estás contando todo esto?

—Porque papá está impresionado por ti —respondió mientras me acariciaba las manos—. Porque eres el único hombre de los que he llevado a casa a quien ha dado algún valor. Porque papá adora la dureza y piensa que tú lo eres, y si acaba habiendo algo serio entre tú y yo es probable que él mismo te lo cuente. Esos muertos pesan sobre su conciencia, y se desahoga con mamá porque construyó aquella manzana de casas con su dinero. No quiero que juzgues a papá por lo de esta noche. Las primeras impresiones perduran, y me gustas y no quiero que…

Atraje a Madeleine hacia mí.

—Tranquila, nena. Ahora estás conmigo, no con tu familia.

Madeleine me abrazó con fuerza. Yo quería hacerle saber que todo iba de fábula, así que le alcé el mentón con suavidad. Había lágrimas en sus ojos.

—Bucky, no te lo he contado todo sobre Betty Short —dijo.

La cogí de los hombros.

—¿Qué?

—No te enfades conmigo. No es nada, solo que no quiero que se convierta en un secreto. Al principio no me gustabas, así que no…

—Dímelo ahora.

Madeleine me miró; un trozo de sábana manchada de sudor nos separaba.

—El verano pasado yo alternaba mucho por los bares. Los bares heteros de Hollywood. Oí hablar de una chica que decían que se parecía mucho a mí. Sentí curiosidad por ella y dejé notas en un par de locales: «A tu doble le gustaría conocerte». Y mi número de teléfono privado de casa. Betty me llamó y quedamos. Hablamos, y eso fue todo. Volví a encontrarla en el La Verne en noviembre, con Linda Martin. Solo fue una coincidencia.

—¿Y eso es todo?

—Sí.

—Entonces, nena, será mejor que te vayas preparando. Hay unos cincuenta policías recorriendo los bares, y bastará con que uno de ellos se entere de tu numerito de la doble para que aparezcas en primera página. No podré hacer nada para impedirlo, y si eso ocurre no acudas a mí… porque ya he hecho cuanto pienso hacer.

Madeleine se apartó de mí.

—Yo me ocuparé de eso —dijo.

—¿Te refieres a tu papaíto?

—Bucky, muchacho, ¿estás celoso de un hombre que te dobla la edad y es de la mitad de tu tamaño?

Entonces pensé en cómo la muerte de la Dalia Negra había eclipsado mis titulares por el tiroteo.

—¿Por qué querías conocer a Betty Short?

Madeleine se estremeció; la flecha de neón rojo que daba nombre al motel parpadeaba más allá de la ventana y sobre su rostro.

—He luchado mucho para ser una mujer libre y sin tabúes —dijo—. Pero por la manera en que la gente describía a Betty parecía que en ella fuera algo innato. Una verdadera chica salvaje.

Besé a mi chica salvaje. Volvimos a hacer el amor y durante todo ese tiempo me la imaginé con Betty Short… ambas salvajes por naturaleza.

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