La Dalia Negra

La Dalia Negra


IV. Elizabeth » Capítulo 30

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Cuando llegaba a casa, vi una furgoneta de mudanzas en el camino de entrada y el Plymouth de Kay con la capota levantada y lleno de cajas. Mi viaje en busca de uniformes limpios estaba a punto de convertirse en algo más.

Dejé el coche en doble fila y subí los escalones a la carrera, oliendo el perfume de Madeleine todavía en mi cuerpo. La camioneta empezó a dar marcha atrás.

—¡Eh! —chillé—. ¡Maldita sea, vuelva aquí!

El conductor no me hizo caso; las palabras que me llegaron desde el porche impidieron que saliera tras él.

—No he tocado tus cosas. Y puedes quedarte con los muebles.

Kay llevaba su chaqueta Eisenhower y su falda de tweed, como la primera vez que la vi.

—Nena… —dije, y me disponía a preguntar «¿Por qué?» cuando mi mujer contraatacó.

—¿Pensabas que iba a dejar que mi marido se esfumara durante tres semanas sin más? Hice que unos detectives te siguieran, Dwight. Se parece a esa jodida chica muerta, por eso puedes hacerlo con ella… y conmigo no.

Los ojos secos de Kay y su voz tranquila eran aún peores que sus palabras. Sentí que mi cuerpo empezaba a agitarse, un serio ataque de temblores.

—Nena, maldita sea…

Kay retrocedió para que no pudiera abrazarla.

—Putero. Cobarde. Necrófilo.

Los temblores empeoraron; Kay dio media vuelta y fue hacia su coche, una diestra y elegante pirueta para salir de mi vida. Noté otra vez el perfume de Madeleine y entré en la casa.

Los muebles de líneas curvas parecían los mismos, pero no había revistas literarias sobre la mesita del café y tampoco jerséis de cachemira doblados en el aparador del comedor. Los cojines del sofá habían sido cuidadosamente colocados, como si yo nunca hubiera dormido en ellos. Mi tocadiscos seguía junto a la chimenea, pero todos los discos de Kay habían desaparecido.

Cogí la silla favorita de Lee y la arrojé contra la pared; después lancé la mecedora de Kay contra el aparador, que quedó reducido a un montón de cristales. Volqué la mesita del café y la estrellé contra el ventanal delantero, y luego tiré los restos al porche. Pateé las alfombras hasta amontonarlas en una pila revuelta; saqué todos los cajones y tiré la nevera al suelo; luego cogí un martillo para destrozar el lavabo del cuarto de baño y arrancar las cañerías. Me sentía como si acabase de pelear diez brutales asaltos; cuando mis brazos estuvieron demasiado flácidos para causar más estragos, cogí mis uniformes y mi 45 con silenciador y me marché, dejando la puerta abierta para que los carroñeros pudieran acabar de limpiar el lugar.

Con el resto de los Sprague a punto de regresar a Los Ángeles, solo había un sitio al que ir. Conduje hasta El Nido, le enseñé mi placa al recepcionista y le dije que tenía un nuevo inquilino. Me entregó otra llave de la habitación; segundos más tarde estaba oliendo el humo rancio de los cigarrillos de Russ Millard y el licor derramado de Harry Sears. Y mirando a los ojos a Elizabeth Short, que me miraba desde las cuatro paredes: viva y sonriente, fascinada por sus sueños baratos, diseccionada en un solar vacío lleno de hierbajos.

Y sin ni siquiera planteármelo, supe lo que iba a hacer.

Retiré los archivadores de encima de la cama, los metí en el armario y desgarré las sábanas y las mantas. Las fotos de la Dalia estaban clavadas a la pared; no me costó mucho cubrirlas con los jirones de ropa para taparlas por completo. Cuando el lugar estuvo perfecto, fui en busca de los accesorios.

Encontré una peluca de color negro azabache peinada hacia arriba en Western Costume, y un pasador amarillo en una tienda barata de Boulevard. Los temblores volvieron… cada vez peores. Conduje hasta el Firefly Lounge, esperando que aún contara con el beneplácito de la Antivicio de Hollywood.

Un rápido vistazo al interior me confirmó que así era. Me senté en la barra, pedí un Old Forester doble y observé a las chicas congregadas en un escenario del tamaño de una caja de cerillas. Las candilejas empotradas en el suelo las iluminaban desde abajo, lo único iluminado en aquel vertedero.

Apuré mi bebida. Todas ellas presentaban el típico aspecto: prostitutas drogadictas con quimonos baratos abiertos a los lados. Conté cinco cabezas; las vi fumar cigarrillos y colocarse los quimonos para enseñar más pierna. Ninguna se le parecía ni de lejos.

Entonces una morena flacucha, con un traje de noche con volantes, subió al escenario. Parpadeó ante el brillo de las luces, se rascó la pequeña y afilada nariz, y empezó a mover los pies trazando ochos en el suelo.

Le hice una seña con el dedo al tipo de la barra. Se acercó con la botella; yo tapé mi vaso con la mano.

—La chica de rosa. ¿Cuánto cuesta llevármela a mi apartamento una hora o así?

El camarero suspiró.

—Señor, aquí tenemos tres habitaciones. A las chicas no les gusta…

Le cerré la boca con un billete de cincuenta, nuevo y crujiente.

—Pues va a hacer una excepción para mí. Ande, sea generoso consigo mismo.

Los cincuenta desaparecieron, y el tipo también. Llené mi vaso y lo apuré, con los ojos clavados en la barra, hasta que sentí una mano en el hombro.

—Hola, soy Lorraine.

Me di la vuelta. De cerca podría haber sido cualquier morena bonita: arcilla perfecta que moldear.

—Hola, Lorraine. Yo soy… B-B-Bill.

La chica lanzó una risita.

—Hola, Bill. ¿Quieres irte ya?

Asentí; Lorraine me precedió hasta la salida. La luz del día reveló las carreras de sus medias de nailon y las viejas cicatrices de agujas en sus brazos. Cuando entró en el coche, observé que sus ojos eran de un castaño apagado; al tamborilear con sus dedos sobre el salpicadero, me di cuenta de que su mayor nexo de unión con Betty era el esmalte agrietado de sus uñas.

Aquello bastaba.

Fuimos hasta El Nido y subimos a la habitación sin decir palabra. Abrí la puerta y me hice a un lado para dejarla entrar; Lorraine puso los ojos en blanco ante el gesto, y silbó por lo bajo para hacerme saber que el lugar estaba hecho una pena. Cerré la puerta, desenvolví la peluca y se la tendí.

—Toma. Quítate la ropa y ponte esto.

Lorraine se desvistió con torpeza. Sus zapatos cayeron al suelo con un golpe seco, y cuando tiró de sus medias para quitárselas a punto estuvo de romperlas. Me acerqué a ella para bajarle la cremallera del vestido, pero al darse cuenta se volvió y lo hizo ella misma. Todavía de espaldas, se quitó el sostén y las bragas; luego dio vueltas a la peluca entre sus manos y se la colocó. De cara a mí, dijo:

—¿Es esta tu idea de emociones fuertes?

La peluca le quedaba torcida, igual que esas de estopa que se usan en los vodeviles; solo sus senos recordaban a los de Betty. Me quité la chaqueta y empecé a desabrocharme el cinturón. Vi en los ojos de Lorraine algo que me detuvo; de pronto caí en la cuenta de que mi pistola y mis esposas la asustaban. Sentí el impulso de tranquilizarla diciéndole que era policía, pero aquella expresión hizo que se pareciera más a Betty, y no dije nada.

—No me harás daño, ¿verdad? —preguntó.

—No hables —repliqué, y le puse bien la peluca, remetiendo por dentro su reseco cabello castaño.

La imagen de conjunto seguía estando mal: nada encajaba, recordaba demasiado a una puta. Ahora Lorraine estaba temblando, estremeciéndose de pies a cabeza mientras yo le colocaba el pasador amarillo para intentar arreglar las cosas. Todo lo que conseguí fue arrancar algunos mechones de pelo negro estropajoso y hacer que toda la peluca se inclinara a un lado, como si la chica fuera el payaso de la boca rajada, no mi Betty.

—Túmbate en la cama —dije.

La chica obedeció, las piernas rígidas y muy pegadas entre sí, las manos bajo el cuerpo, un flaco manojo de tics y espasmos. Al acostarse, media peluca le había quedado en la cabeza, y media en la almohada. Consciente de que las fotos de la pared harían brillar la perfección, quité las telas que las cubrían.

Clavé mis ojos en la Betty/Beth/Liz perfecta de los retratos; la chica gritó:

—¡No! ¡Asesino! ¡Policía!

Giré en redondo, y vi a un fraude desnudo y paralizado en la Treinta y nueve con Norton. Me lancé sobre la cama, le tapé la boca con las manos y la inmovilicé, y entonces se lo conté todo de forma clara y perfecta:

—Lo que pasa es que ella tiene que ser todos esos nombres distintos, y esa mujer no quiere ser ella para mí, y yo no puedo ser cualquiera como ella, y cada vez que lo intento lo jodo todo, y mi amigo se volvió loco porque su hermanita podía haber sido ella si alguien no la hubiera matado…

—ASESI…

La peluca revuelta sobre la almohada.

Mis manos en el cuello de la chica.

La solté y me puse en pie poco a poco, con las palmas extendidas hacia ella, no quiero hacerte daño. Las cuerdas vocales de la chica se tensaron, pero no logró emitir sonido alguno. Se frotó el cuello allí donde mis manos habían estado, mis huellas aún brillando en rojo. Retrocedí hacia la pared, incapaz de hablar.

Tablas mexicanas.

La chica se masajeó la garganta; algo parecido al hielo afloró en sus ojos. Salió de la cama y se vistió sin dejar de mirarme, el hielo cada vez más frío y espeso. Era una mirada que yo me sabía incapaz de igualar, así que saqué mi cartera y le mostré la placa para que la viera: policía de Los Ángeles, 1611. Sonrió; traté de imitarla; la chica se me acercó y escupió en el trozo de latón. Al cerrar de un portazo, las fotos de la pared aletearon y recobré la voz, entrecortada y ronca:

—Le cogeré por ti, ya nunca más te hará daño, yo te resarciré, oh, Betty, Dios, mierda, lo haré.

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