Ksenia

Ksenia


Capítulo 1

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e quitó el zapato, cerró los ojos y deslizó la punta del pie por el parqué para probar su elasticidad. Un gesto elegante que había repetido mil veces durante los entrenamientos y antes de las competiciones.

Su abuelo le había enseñado que esa era la única manera de saber si la madera era de calidad. Satisfecha, se liberó también del otro zapato. Dobló las piernas, apoyó las manos en el suelo y rodó sobre sí misma para acabar de pie, espalda arqueada y brazos tendidos hacia atrás. Una recepción perfecta, para la máxima puntuación. La paloma le salía bien todavía.

Se quitó la gabardina que Lello le había comprado en una tienda preciosa de un aeropuerto donde había hecho escala, la tendió con cuidado en una silla y siguió visitando el piso. Los pensamientos se amontonaban de forma confusa y rápida. Ningún piso en el que había vivido se podía comparar a aquel apartamento tan grande, lujoso y elegante. No podía creer que ella gozaría de ese privilegio. Desde que había decidido aceptar la propuesta, había esperado que el alojamiento acogedor, pero ahora se daba cuenta de que el destino había sido especialmente benévolo al permitirle pasar a formar parte de una antigua y poderosa familia. Los muebles, las alfombras, las librerías rebosantes de volúmenes, los cuadros en las paredes, las fotografías encerradas en marcos de plata y dispuestas con una naturalidad estudiada sobre la tapa del piano de cola: cada mínimo detalle sugería la vida confortablemente organizada de la burguesía, de la que ella solo tenía una vaga percepción literaria.

No se atrevió a pasar el umbral de la habitación donde dormiría. Con él. Echó un rápido vistazo a la cama grande de líneas robustas y anticuadas. Durante un segundo reflexionó sobre el hecho de que tenía que ser un hombre muy ligado a las tradiciones y al pasado. No había nada moderno. Una manía, tal vez. Pensó que ojalá no fuera muy estricto en ese aspecto y tuviera en consideración sus veinte años y la larga lista de objetos que consideraba indispensables una chica de su edad para iniciar el paso a esa nueva fase de su existencia, que ella había empezado a llamar

felicidad, una palabra recurrente en la novela que Lello le había regalado para seguir familiarizándose con el idioma, después de las clases ofrecidas por la agencia matrimonial. Se titulaba

Un hombre para casarse. Era la historia de un hombre que con su amor había transformado a una mujer en una reina y la había hecho feliz. Como estaba a punto de pasarle a ella.

Se quedó sorprendida cuando abrió las puertas de los armarios y los cajones de los muebles repletos de ropa de cama y vestidos sin estrenar, todavía en sus fundas. Muchos eran de mujer mayor, y no estaba segura de querer ponérselos. Esperó con todo su corazón que no se tratara de una forma indirecta de imponerle sus gustos.

La cocina también reservaba muchas sorpresas. No solo era más grande que los pisos donde había vivido, sino que había comida por todas partes. En las dos enormes neveras y en las despensas. Comida fresca, congelada, enlatada, embuchada. Y ollas, vajillas y utensilios de los que ni siquiera sospechaba la existencia. A diferencia del resto de las habitaciones, allí reinaba cierto desorden. No supo qué pensar e intentó convencerse de que seguramente sería otra manía. Había leído de familias acomodadas que tenían por costumbre celebrar elegantes banquetes, con muchos invitados.

Olió a tabaco. Se dio la vuelta. Lello Pittalis estaba apoyado en la jamba de la puerta. Le sonrió con amabilidad y echó otra bocanada.

—¿Bueno, qué, has hecho bien en escucharme o no? —dijo.

Ella asintió.

—No he visto ninguna foto de Antonino. En realidad, no hay ni una reciente. Como si en esta casa todo se hubiese detenido en un punto determinado, no sé si me entiendes.

—Perfectamente —contestó el hombre. Se alisó con una mano el pelo largo y bien peinado, algo que hacía cuando quería llamar la atención antes de decir algo importante.

—Antonino es una persona seria, para nada vanidosa. Esto no quiere decir que no tenga una personalidad fuerte, al contrario. Descubrirás que es un hombre importante.

—¿Cuándo llega?

—Estará aquí en breve.

Excitada e inquieta, salió de la cocina esbozando algún paso de danza.

—Dichosos sean tus veinte años —rio socarronamente el hombre en voz alta.

La chica se acercó a una gran ventana, atraída por el ruido de la lluvia que golpeaba el cristal. Del cielo a la calle, su mirada vagó buscando respuestas. Se detuvo entre las altas ventanas de los edificios, los postigos marrones, la elegante decoración de travertino y finalmente los letreros de neón de las tiendas. Un bar, un quiosco, una farmacia, una perfumería. Alargó el cuello para observar a la gente que pasaba deprisa bajo la lluvia fuerte y fue en ese momento cuando oyó la puerta que se abría con un ruido imperioso. Controló el impulso de girarse y se quedó mirando fijamente la calle sin poder enfocar ni un detalle. Contó hasta cinco, tragó saliva y se dio la vuelta.

No era él. Suspiró aliviada. Todavía no se sentía preparada. Un hombre de unos sesenta años, corpulento, bajito y fofo, con calvicie incipiente, la observaba curioso con la cabeza ligeramente agachada. Mientras se quitaba el chaquetón mojado, sus ojos oscuros como las piedras de un torrente y hundidos en bolsas de grasa se detuvieron en su cuerpo. Le recordó a uno de esos mercaderes de caballos que de pequeña había visto en Novosibirsk. La chica abrió la boca por la sorpresa cuando vio a Lello que corría a abrazarle.

—¡Hombre, Antonino! —dijo con entusiasmo.

—¿Es esta? —fue al grano el recién llegado, deshaciéndose del abrazo.

Pittalis extendió el brazo con la solemnidad de un viejo actor.

—Te presento a Ksenia Semënova, tu esposa siberiana. ¿A que es muy dulce?

Esposa era una palabra que Ksenia conocía perfectamente. Esperó haber entendido mal.

—Lello, ¿quién es este señor?

Pittalis se tocó de nuevo el pelo.

—Es Antonino. El hombre con el que te casarás.

A Ksenia no se le escapó la pérfida satisfacción con la que Lello había aclarado la situación. Ese cerdo que la estaba desnudando con la mirada no era el hombre de cuarenta años y rasgos delicados que le había mostrado en la fotografía. La había engañado.

La chica intentó mantener la calma.

—Eres un sinvergüenza. Devuélveme el pasaporte y ya me las apañaré como sea. ¿De acuerdo?

La sonrisa luminosa que la había engañado se apagó repentinamente. Sus labios se convirtieron en una fisura de la que salió un susurro amenazador:

—No. Tú ahora conocerás a Antonino y mañana por la mañana me pasaré para volver a hablar del tema. No te voy a permitir que eches a perder tu vida por un estúpido capricho.

Ksenia abrió los brazos de par en par, asombrada.

—¿Pero qué dices? Este hombre podría ser mi abuelo. ¡Me da asco!

—Recuerda el agujero del que te he sacado —susurró Pittalis, molesto—. Sonríe y muéstrate agradecida, pequeña ingrata.

Ksenia buscó en vano las palabras adecuadas para salir de aquella situación mientras que Lello se ponía el impermeable, cuchicheando continuamente con el dueño de la casa.

—No te vayas —suplicó desesperada.

—Ya verás cómo estarás muy bien —contestó Lello.

Ksenia y Antonino se miraron fijamente en silencio, esperando el ruido de la puerta que los dejaría a solas.

—Tienes que entenderlo, a Antonino Barone —dijo con entusiasmo el novio.

—Quiero ir a un hotel. ¿Puedes prestarme dinero? —farfulló Ksenia.

Dos manos grandes como tinajas, pero blandas y húmedas como esponjas, se adueñaron de sus tetas.

—Tía, vamos a entendernos.

Ksenia gritó y se encontró tendida en una alfombra antigua, aplastada por el peso del hombre. Al gritar solo consiguió que él se riera. Él le lamió los labios y los ojos. Le metió la lengua en una oreja. Ella se opuso, luego se quedó inmóvil, en una rendición pasiva. Tocándole el cuerpo con la ávida torpeza de un adolescente, el hombre empezó una larga parrafada en dialecto romano muy cerrado, del que la siberiana captó una única frase que se le grabó en el cerebro:

—Tienes que entenderlo, a Antonino Barone, tienes que entenderlo.

Ksenia cerró los ojos, resignada a lo peor. Sin embargo, al cabo de unos instantes Antonino la dejó libre, levantándose rápido, como si el teléfono estuviera sonando. La chica se quedó tumbada intentando limpiar con la manga de su camisa los rastros de saliva que tenía en la cara y los pechos.

Algo había intuido de ese hombre: bajo su peso no había notado la amenaza de una erección. Y no sonaba ningún teléfono. Antonino había desaparecido. La chica suspiró. Quizás se había salvado. Al cabo de un par de minutos Barone volvió, bien peinado y perfumado.

—Venga, va —le dijo, indicando su gabardina.

La arrastró hasta la calle sin cumplidos. La lluvia se había convertido en un diluvio, el agua ya sobresalía de los baches del asfalto. Barone hizo una señal a un taxi que ya estaba esperando.

«Ahora me echa, ya estoy a salvo», pensó Ksenia. En cambio él también se subió y masculló una dirección. El tráfico era lento, pero el coche avanzaba inexorablemente. Antonino miraba al frente. El ruido de los limpiaparabrisas seguía el ritmo de los minutos. La chica, con las lágrimas surcando sus mejillas, intercambiaba miradas con el conductor a través del retrovisor. Era joven y parecía temer a Barone. Se suponía que le conocía y que, inexplicablemente, le respetaba. Durante los primeros metros, Ksenia se había abandonado a la fantasía de que el joven la liberaría echando del coche a aquella asquerosa bola de sebo y se la llevaría lejos de aquella pesadilla. En cambio, el taxista dejó de buscarla con la mirada y se limitó a manejarse en el tráfico, ignorándola durante el resto del trayecto. Justo como había hecho Lello Pittalis.

La carrera terminó delante de un elegante edificio oscurecido por la lluvia. Ksenia no se había imaginado Roma de aquella manera. Creía que allí siempre lucía el sol, que había una luz cegadora y atardeceres intensos.

—¡Baja! —ordenó Barone.

Un último intercambio de miradas con el taxista, que no le cobró. Ksenia sacudió la cabeza y abrió la puerta, dudando entre el instinto de echar a correr y el de rendirse esperando un momento más propicio. Cerró y miró el vehículo que se alejaba. Sentía la lluvia que se ensañaba en su cabeza y rostro.

—¡Date prisa! —gritó Barone, haciéndole señal de alcanzarle para resguardarse en un portal. Le hubiese bastado con hacer saltar los músculos de sus piernas, afinados durante horas de entrenamiento, empezar a correr y no parar. ¿Y luego? Sin pasaporte, sin un céntimo en el bolsillo, no llegaría lejos. Tenía que apretar los dientes y convencer a Lello Pittalis de que la devolviera a Siberia. Por otra parte, tampoco era lo que quería. Volver a casa significaría dejar de soñar. De repente se sintió cansada. Hubiese querido tumbarse en la acera y dormirse bajo la lluvia.

El apretón fuerte de Antonino la sacudió de ese instante de abandono indolente. La arrastró hasta el interior de un edificio elegante, de verdaderos señores, que le recordó, quién sabe por qué, el metro de Moscú, donde había estado con el equipo de gimnasia. El ascensor incluso tenía un pequeño banco forrado de terciopelo rojo. Durante el recorrido, un pequeño charco de agua se le formó alrededor de los pies.

Se dio cuenta de que Antonino había cambiado de actitud. Ahora parecía menos seguro de sí mismo. Desplazaba el peso de su cuerpo de un pie al otro y, a medida que se acercaban a su destino, un rubor se iba difundiendo en manchas por las mejillas caídas. Las manos jugaban inquietas con una larga llave de acero. Cuando Barone se desabrochó el chaquetón, que goteaba, la mirada de Ksenia se paró en la bragueta de sus pantalones, hinchada por una evidente erección. La chica sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo. ¿Qué era lo que le estaba excitando? ¿Por qué la miraba fijamente con esos ojos porcinos que parecían buscar dentro de ella?

El hombre, con su voz punzante, siguió repitiendo:

— Tienes que entenderlo, a Antonino Barone. Tienes que entenderlo.

No solo era feo y desagradable, sino que además también estaba loco. Eso es lo que era: un loco.

La llave abrió la puerta blindada de un piso silencioso en penumbra. Barone la cogió de la mano y la condujo hasta un gran baño de mármol negro con acabados dorados. Le entregó un picardía blanco y con un dedo grande y gordo le indicó el secador de pelo.

Ksenia se lo tomó con calma. A pesar de ignorar lo que le esperaba, no conseguía tener miedo. El sueño y una apática tristeza habían prevalecido sobre ella. Se duchó, se secó y se peinó durante un largo rato con el cepillo de madera de abedul que se había traído de casa.

El hombre apareció de repente y le hizo una señal para que lo siguiera. Ahora llevaba un batín que parecía del siglo XVIII y que apenas escondía su barriga desbordante. Debajo no llevaba nada. Ksenia no se sorprendió en absoluto. La entrega del picardía había sido una señal más que explícita. Por no hablar de la erección en el ascensor. Todo estaba claro desde el principio. Siguió a Antonino dócil y resignada como una virgen durante una procesión, intentando evadir su mente con una canción que le cantaba su madre para que se durmiera. Algo había entendido de Antonino Barone: que tenía dos apartamentos maravillosos y que en el más antiguo le gustaba comer, mientras que en el más moderno le gustaba practicar sexo.

El hombre abrió la puerta de la habitación de par en par y, con una reverencia exagerada y guasona, la invitó a entrar. Ksenia superó el umbral y se encontró en un mundo de brocados, flores y velas perfumadas. La cama era enorme. La chica pensó que todo era desproporcionado en la vida de Antonino Barone. De reojo notó un movimiento a su izquierda. Se giró de repente. Una mujer, lánguidamente hundida en una butaca, le dio la bienvenida con una gran sonrisa para nada benévola, mientras levantaba la copa de champán que estaba bebiendo.

Hasta ese momento había sido un día lleno de sorpresas, pero esa era sin duda la más asombrosa. También porque la desconocida estaba desnuda, solo llevaba unas medias negras y zapatos con tacones de acero no inferiores a los quince centímetros. Abrió las piernas con un gesto vulgar y le mostró lo que una compañera de equipo, con la que había tenido una breve pero intensa experiencia antes de que la entrenadora las descubriera, llamaba «conejo». Ksenia se perdió en los detalles de un pelo púbico esculpido con habilidad por la depilación láser. El de la chica, en cambio, era especialmente poblado y para nada cuidado, hasta el punto de que sus compañeras de equipo lo llamaban «el felpudo».

Oyó la voz emocionada, casi temblorosa, de Barone, que decía:

—Mi regalo para ti.

Ksenia lo entendió perfectamente y hubiese querido decir algo significativo si el esfuerzo no le hubiese parecido superior a sus fuerzas.

La mujer se levantó. Tendría unos cuarenta y cinco años. Una cascada de rizos rojos enmarcaba un rostro que no era bonito. La nariz y los pómulos tenían unos rasgos toscos y los labios eran muy pronunciados. Sin embargo, el cuerpo no estaba mal. Bien cuidado, moldeado con paciencia. Gimnasio y centros de estética.

La mano de Antonino Barone agarró un hombro de la chica y la empujó hacia abajo, obligándola a arrodillarse. La mujer se acercó y le restregó el conejo en la cara. Ksenia, resignada, movió la lengua. Al tocarla, la mujer arqueó la espalda.

—Siéntate, Antonino mío —ordenó una voz ronca—. Ahora te enseñaré cómo se posee a una mujer.

Agarró a la chica por el pelo y la arrastró hacia la cama. Le quitó el picardía y la penetró con los dedos. Levantó la misma mano y la dejó caer con maldad en la mejilla de Ksenia.

—Todavía no estás lista, y para mí siempre tienes que estarlo —gritó.

La siberiana ofreció de nuevo su lengua y la ira de la mujer se aplacó. Se detuvo en los pezones, en el cuello y en cualquier parte en la que pudiera sentir placer. Luego decidió atreverse y empezó a bajar hacia el vientre. La pelirroja se dejó. Ksenia se dio cuenta de que estaba mirando a Barone con los ojos velados por el deseo. De reojo, vio que Antonino se estaba masturbando con estudiada lentitud y en ese momento entendió que nunca practicaría sexo con él. Mejor. Se concentró en la pelirroja y sintió como su cuerpo se rendía por el placer.

—Antonino mío, estoy a punto de correrme —susurró.

—Yo también.

Ambos llegaron al orgasmo de manera muy ruidosa. Barone se tumbó en la cama en el lugar de Ksenia, que fue obligarla a yacer en el suelo. Los dos se abrazaron y se quedaron así durante un largo rato, dejando a la siberiana tiempo para hacer mil planes frustrados de huida.

Cuando se le volvió a encender el deseo, la pelirroja apartó de nuevo a Antonino y fue violenta y cruel con Ksenia. Su dolor le producía placer.

fuego echó a ambos con un gesto. Barone agarró a la chira de un brazo y la arrastró hacia el baño.

—Haz lo que tengas que hacer —masculló.

Ya en casa, el hombre la obligó a sentarse con él a la mesa. Vació la nevera de platos, cazos y contenedores que metió en el microondas. Verle comer era un espectáculo inolvidable. Barone se atiborraba a más no poder. El primer bocado lo engulló en un visto y no visto: Ksenia no consiguió entender si se lo había metido en la boca. Cogía una loncha de jamón con una mano mientras que con la otra vertía el vino, el busto hacia adelante como un corredor de cien metros antes de la salida. Ponía ketchup a una milanesa que ya había cogido con el tenedor. Cortaba la carne con los codos levantados como para alejar a un adversario invisible que pudiera arrebatarle su triple porción. Visto por detrás, parecía que estaba comiendo también con la espalda. Su cuerpo macizo era un bulldozer en plena actividad.

Más que sentirse asqueada, la siberiana tenía miedo. Barone era un animal peligroso. Devoraba la comida tal como devoraba a las personas. Ella también estaba destinada a ser engullida y digerida como un preciado trozo de carne. Eso era.

No comió ni una miga de pan. Estaba petrificada, las manos encogidas sobre el pecho, que le dolía.

De postre, Barone se zampó un flan enorme, acompañado de varias copas de coñac. Al final se levantó. Se acercó a la chica, la cogió por los hombros y la sacudió con fuerza.

—Tienes que entenderlo, a Antonino Barone —masculló con voz cavernosa. En vano, la chica intentó apartarse de la tufarada húmeda y caliente a alcohol y vainilla.

—Y si no le entiendes, ya le entenderás —concluyó mientras salía de la cocina y avanzaba por el oscuro pasillo.

Ksenia se quedó inmóvil durante algunos minutos, privada de toda voluntad. Luego se levantó y empezó a ordenar a la buena de Dios, solo para hacer algo. Bebió un vaso de agua y se preguntó si podría dormir. Por supuesto no con aquella bestia. Recordó haber visto una habitación con una cama pequeña, cuando todavía estaba convencida de que estaba viviendo un cuento de hadas. Había pensado que era el cuarto de la sirvienta. Ahora se daba cuenta de que era el suyo. Se encerró dentro con llave y cayó en un sopor pesado, sin sueños.

 

 

Al día siguiente se despertó un poco antes de las diez. La casa estaba en silencio. Se aventuró de puntillas hasta el baño y luego a la cocina, donde encontró a Lello Pittalis leyendo el periódico, fumando y bebiendo café.

Ksenia notó enseguida que ya no era el mismo canalla melifluo y servil que la había convencido para desempeñar el papel de esposa siberiana. Se había quitado la máscara. No necesitaba fingir.

—¿Dónde está él? —preguntó cauta.

—¿Quieres decir Antonino? Ha salido. Ha dicho que volverá para comer —contestó Lello en un tono llano.

La chica buscó la leche en la nevera. Mojó un trozo de pan, esperando en vano que pudiera reencontrar los sabores de su hogar.

—Vístete, te llevo a dar una vuelta instructiva —anunció I ello sin levantar los ojos del periódico abierto en la mesa.

Devuélveme el pasaporte —rebatió Ksenia, levantando la voz Nadie me puede obligar a quedarme aquí.

Id hombre se dignó a mirarla.

—De acuerdo. Pero antes tengo que enseñarte algo.

La chica no tuvo ninguna duda de que quería engañarla una vez más, pero no era el caso llegar a una ruptura definitiva hasta que aquel capullo le devolviera su documentación.

Lello le tendió un casco y la hizo subir a una potente motocicleta. Hacía sol, como Ksenia había imaginado en sus sueños. Cruzaron una Roma de postal: el Coliseo, los Foros Imperiales, la plaza Venecia. El mismo recorrido que hizo Audrey Hepburn en el papel de una romántica princesa de vacaciones, en una antigua película que había visto con su abuela y sus hermanas.

Pittalis no calló ni un momento. Describió con abundantes detalles todas las zonas por las que pasaban.

—Esta es la ciudad más bonita del mundo. Estarás muy bien aquí —seguía repitiendo.

La siberiana intentó que aquel flujo ininterrumpido de palabras no la afectara. Sabía lo que estaba haciendo ese sinvergüenza. Ya la había engañado una vez. Se dijo que ya no tenía que tratarla como a una chiquilla. Aunque lo fuera. De repente lamentó ser tan joven. E ingenua, justo como la princesa de la película.

Lello aparcó la moto delante de un edificio que le pareció antiguo, con una entrada con tres arcos. Caminando por las avenidas con árboles, Ksenia se sorprendió mientras pensaba que era el lugar más bonito que había visto nunca.

Como si le hubiese leído en el pensamiento, Lello preguntó:

—¿Te gusta, eh?

Ksenia asintió, fascinada por todos aquellos monumentos, por las esculturas llenas de gracia. Una en especial le llamó la atención. Representaba un ángel caído, de espaldas sobre una superficie de mármol elevada, las alas curvadas para protegerle de la intemperie y las piernas de adolescente que colgaban en el vacío.

—Te has dado cuenta de que es un cementerio, ¿no? —se mofó el hombre—. Vosotros, los rusos, lleváis la tristeza en la sangre. Camina, anda, acortaremos por aquí.

Cogieron una avenida en la que algunos obreros vestidos con un mono de trabajo estaban rompiendo el asfalto con un martillo neumático.

—Ni de muerto le dejan a uno descansar —bromeó Pittalis.

Después de algunos minutos llegaron a un edificio bajito con un porche. La puerta estaba abierta y Ksenia entrevió cuatro o cinco ataúdes posicionados en catafalcos, uno al lado del otro. El espacio estaba iluminado por una doble hilera de lámparas colgantes. A la siberiana le recordaron la lámpara de A ladino. Las paredes estaban forradas de mármol y al fondo había una imagen de la Virgen.

—Espérame aquí —ordenó Lello, y entró en la cámara mortuoria para confabular con un trabajador, que hizo una llamada. Antes de despedirse, le dio un par de billetes.

Volvieron a la moto y salieron del monumental cementerio para llegar a un edificio en el lado opuesto de la enorme plaza. En el portal había una placa que Ksenia se paró a leer sin entender qué ponía: «Instituto de Medicina Forense».

Una vez dentro, tardó poco en comprender adonde la había llevado Lello.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó.

Lello se alisó el pelo con su gesto habitual.

—Es el lugar ideal para lo que te tengo que decir.

—No te entiendo.

—Sígueme.

Llamó a una puerta. Un tipo, al que Pittalis dio otro par de billetes con indiferencia, les estaba esperando. Los escoltó hasta una habitación vacía con las paredes blancas. Poco después volvió empujando una camilla con un cadáver tapado con una sábana blanca.

—Cinco minutos —susurró a Lello antes de salir.

—Quiero irme —masculló la siberiana, asustada.

Pittalis apartó la sábana y la dejó caer al suelo. Ksenia se encontró mirando fijamente a una chica de su misma edad, quizás un par de años mayor.

—¿Quién es? —preguntó con un hilo de voz.

—Queréis iros de Siberia y os dirigís a las agencias matrimoniales porque no tenéis otra opción para huir de la miseria —empezó Lello con tono hiriente—. En la solicitud escribís que no os importa la edad del hombre con el que os queréis casar, porque de todas formas será menos gilipollas que los de vuestro país.

—Antonino Barone está enfermo. No sabes lo que me pasó ayer.

—No me interesa. Ahora cállate y escucha, porque te lo explicaré solo una vez —susurró señalando el cuerpo desnudo tumbado en la camilla—. Esta chica dijo adiós a su vida porque no fue lo suficientemente lista como para entender que no hay que crear problemas a los que hacen de todo para ayudarte.

—¿Qué coño dices? Me has engañado.

Pittalis le mostró una sonrisa malvada.

—Tú me has permitido que lo hiciese. Has querido creerte cada bola que te he contado.

Ksenia bajó la cabeza. Lello tenía razón, no había tardado mucho en convencerla.

—¿Por qué yo?

—Porque vienes de una familia de miserables pordioseros, eres guapa, pero no lo suficiente como para ser modelo o

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