Ksenia
Capítulo 2
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Ksenia comprobó que Antonino Barone estuviera durmiendo para recuperar el móvil del que el hombre desconocía la existencia. La noche era el momento en el que más necesitaba palabras de amor para soportar la violencia que dominaba su vida.
Aquellas llamadas clandestinas conseguían mantenerla atada al hilo de la esperanza, le permitían resistir desesperadamente al horror. Un rayo de luz en aquella oscuridad que duraba desde hacía ya seis largos meses.
Seis largos meses que había contado día tras día, hora tras hora.
Seis largos meses que había medido con su dolor.
Seis largos meses que nunca olvidaría.
U
nos días después de su llegada, la chica siberiana se convirtió en la señora Barone. La boda había tenido lugar en una pequeña iglesia desacralizada que el Ayuntamiento utilizaba como alternativa al Campidoglio, lugar de celebración de las ceremonias civiles. La ceremonia duró diez minutos. No hubo invitados. Lello Pittalis se había prestado para hacer de testigo junto con un tal Sereno Marani, un sesentón de aspecto triste y descuidado con el que Barone había estado confabulando todo el rato. Para la ocasión, Antonino había sacado de la caja fuerte dos alianzas de oro. Detrás de la que había puesto en el dedo de Ksenia estaba grabado el nombre de «Stefania» y una fecha: «13 de junio de 1991». ¿Quién era Stefania? ¿Quizás una chica que había venido antes que ella? En el momento de las firmas, de inmediato Barone había vuelto a tomar posesión del pasaporte de Ksenia con un gesto de desprecio. Después de un rápido brindis en un pequeño bar que había detrás de la avenida Aventino, Pittalis la había apartado para hablar con ella.
—Voy a Siberia a recoger a alguna otra pobre chica que necesita de los cuidados de un macho italiano —carcajeó—. No me gustaría recibir quejas de parte de Antonino justo mientras estoy en compañía de Tigran.
—No va a pasar.
—Bien. Verás cómo tarde o temprano te acostumbrarás a la buena vida.
Dos días a la semana, Barone la acompañaba a casa de la pelirroja en el barrio de Parioli, de la que Ksenia había aprendido a conocer en su propia piel todas las perversiones sexuales. Por lo demás, la «esposa siberiana» pasaba horas y horas mirando programas de cocina en la televisión, intentando mejorar su italiano, y sobre todo aprender los secretos del arte culinario del país.
Barone engullía todo lo que ella preparaba, pero nunca le hacía un cumplido. Siempre había poca sal, demasiado aceite, la salsa era demasiado espesa o demasiado líquida, y la frase más amable era: «¿Le has puesto cebolla?». Lo devoraba todo, pero nada le satisfacía. Una noche a Ksenia le había costado aguantar una arcada de vómito cuando él había ahondado su dedo rechoncho en el gorgonzola y la había obligado a chupárselo. Cuando acababa de ponerse las botas, Barone se levantaba arrastrando la silla con un ruido molesto y siniestro, e iba a «echar una cabezadita» al dormitorio. Sin embargo, esto no tranquilizaba a Ksenia, porque a esa hora estaba prohibido encender la televisión, fregar los platos, incluso caminar. El más mínimo ruido le fastidiaba. Una vez que Ksenia se había puesto a hojear un periódico, lo agarró y arrancó las páginas. Quería un «silencio sepulcral», eso decía, y Ksenia había tardado poco en entender que el sepulcro era el suyo.
En todo lo demás, Barone era la ignorancia personificada. No escuchaba música, no le gustaban las películas, pasaba las noches traficando en su estudio con una llave de oro que llevaba colgada del cuello día y noche y que servía para abrir una caja fuerte bien escondida bajo un panel de madera.
Hasta la casa en la que vivían era el fruto de la actividad de usura de su marido, que ni se había tomado la molestia de quitar las fotografías y vaciar los cajones de los antiguos dueños, a los que había arruinado.
Cada quince días le ordenaba que le hiciera la pedicura. Era una tarea que no le molestaba especialmente. En su casa estaba acostumbrada a cortarle las uñas de los pies a su abuela, que ya no podía agacharse. Pero no era lo mismo. Cuando por equivocación le arrancaba una cutícula, su abuela se limitaba a susurrarle que prestara atención y le acariciaba el pelo, mientras que Barone le soltaba una bofetada llamándola «retrasada».
En casa vivía en un estado de eterno terror. Antonino la dejaba sola durante días enteros, volvía únicamente para comer. Aun así, para Ksenia el terror seguía incluso en su ausencia. La única vez que había podido relajarse, él había aparecido a sus espaldas preguntándole por qué demonios no estaba haciendo la colada.
Con el pasar de los días, Ksenia había aprendido el italiano mejor de lo que le mostraba a Barone. Esto le había permitido enterarse del tipo de negocios a los que se dedicaba. Muy a menudo su marido recibía después de cenar a Sereno Marani, su testigo de boda, que se presentaba con un maletín de piel siempre lleno al entrar y puntualmente vacío al dejar el piso.
Normalmente, antes de esas visitas, Barone la echaba de casa obligándola a dar interminables paseos por las calles semidesiertas del barrio, pero una noche se olvidó por completo de ella.
La puerta del estudio había quedado entreabierta y Ksenia les había oído hablar de «recaudación» en varias tiendas de la zona y de las ganancias de una docena de tiendas de compraventa de oro y de cuatro salas de juego, además del bar Desiré, que Ksenia conocía bien porque estaba en la esquina de su calle. No había podido oír más, pero le había bastado para no tener dudas sobre el hecho de que Barone tenía que ser uno de los hombres más odiados de la ciudad.
Después de más de dos meses vividos como en trance, por una inesperada intercesión de la señora de Parioli, evidentemente satisfecha por su docilidad, Barone le había entregado las llaves de casa, con la tarea de hacer la compra, «como una verdadera esposa». A lo largo del recorrido cotidiano supermercado-charcutería-panadería-quiosco nadie se atrevía a cobrarle, pero todos la miraban con rencor. Ella intentaba ser amable, educada y se esforzaba por expresarse en un italiano cada vez más correcto, a ratos suavizado por expresiones que iban enriqueciendo su vocabulario, gracias a las novelas rosa de las que seguía alimentándose. Pero no servía de nada. Los comerciantes del barrio mantenían la distancia. Para ella, que como mucho había conocido los aplausos de los familiares en las competiciones de gimnasia, era una sensación inusual que no le daba gratificación alguna. Había conocido los piropos sin gracia de los chicos mayores, la envidia de las compañeras más feas en el colegio, pero sustancialmente había pasado por sus veinte años entre la indiferencia del mundo. La idea de infundir temor solo porque pertenecía a alguien era algo que se le escapaba y la hacía sentir incómoda. También porque era consciente de que detrás de la fachada de respeto se escondía un desprecio profundo, que la golpeaba en la espalda cada vez que salía de una tienda. Era como un aliento fétido que la empujaba más allá del umbral, un murmullo de reproche que hacía la bolsa de la compra aún más pesada. Un día ese viento de calumnia la había atropellado en plena cara al entrar en el establecimiento de Giò, el peluquero del barrio al que iba cada quince días, siempre porque lo quería la señora de Parioli. Estaban hablando de ella. Una clienta, la mujer del vendedor de periódicos, de pie en el centro del salón, con papel de aluminio y pinzas en el pelo para las mechas, imitaba su acento del Este diciendo algo tipo:
—No, querido. Yo venir de lejos, pero no tonta. Si tú me das polvo rápido, tú me das regalo. ¿Verdad?
Las risas de aprobación de las demás clientas se habían atenuado enseguida al entrar ella. Luego las sonrisas y las malas miradas volvieron furtivamente y las alusiones en dialecto romano la hicieron sentir más extranjera e indeseada. Desde entonces había evitado volver, y a pesar de que la señora de Parioli se había quejado a menudo, había aprendido a peinarse ella misma. El aspecto totalmente absurdo de su condición era que todos la despreciaban por culpa del hombre al que más odiaba en el mundo. Ni en eso, en el odio que sentía por Barone, podía tener aliados.
En realidad, no todos guardaban resentimiento hacia Antonino. Un día, mientras iba a Parioli, él había obligado al conductor a parar el coche delante de un puesto grande que vendía CDS baratos. El volumen de los altavoces distorsionaba una canción que Ksenia conocía desde que era pequeña. La bailaba con las amigas y la abuela. Repetían de memoria los versos sin entender el significado. La letra decía algo como: «
Questo è il ballo del qua qua e di un papero che sa |
fare solo qua qua qua |
più qua qua qua». Había sido un éxito en Novosibirsk.
Barone ni siquiera bajó del coche mientras un hombre grande de rasgos marcados y paso pesado dejaba el puesto sin atender para ir a saludarle. Tenía el estómago dilatado y desbordante, de bebedor, que le había recordado a su padre. Se había dirigido a Barone con la excesiva cordialidad de un socio de negocios. Hablaba con un acento distinto al que Ksenia había oído hasta ese momento. El ambulante había pasado a Barone un paquete envuelto con papel de periódico. Se habían reído fuerte, luego el hombre se había despedido en napolitano con un «Cuídate, Antoni», y había dado dos palmadas fuertes en el techo del coche para indicar al conductor que podía arrancar.
La escena se repitió una decena de veces durante el recorrido: puestos de flores, de pakistaníes, los de fruta y verdura, un bar ambulante en el que Barone había aprovechado para devorar en dos bocados un bocadillo de
porchetta. A cada parada correspondía un paquete más o menos abultado, todos envueltos en papel de periódico.
Ksenia, aburrida hasta la muerte, observaba con envidia a las chicas que paseaban por las aceras y con avidez los escaparates de las tiendas de moda. Obligada a llevar ropa procedente de la actividad de usura de su marido, se vestía sin gusto ni placer.
Sin embargo, de tanto estar sentada en el Mercedes, fingiendo no entender nada de ese continuo traspaso de dinero, la chica se había dado cuenta de que era una actividad distinta de las demás. Los ambulantes parecían hasta satisfechos de entregar sus cobros a su marido, como si fuese su banquero de confianza. Ksenia había imaginado que el periódico recogido antes de las visitas a la señora de Parioli no era casual. Aunque solo era una intuición: nunca había notado nada que pudiese conectar la actividad de Barone con la de la usurera pelirroja.
Además, ambos estaban convencidos de que Ksenia no tenía cerebro, que era una especie de muñeca, un poni al que montar cuando quisieran. No sabían, no podían imaginar que lo que le había permitido resistir y recuperar la esperanza era una gran novedad, surgida durante el recorrido monótono supermercado-charcutería-panadería-quiosco.
Ni podían sospechar que Ksenia escondiera un secreto, algo por el que estaba dispuesta a arriesgarlo todo para volver a vivir, a ser feliz.
Este secreto tenía un nombre muy significativo: Luz.
Luz Hurtado era una chica colombiana muy guapa que vivía en el edificio de enfrente. Durante meses se habían espiado mutuamente su intimidad, sus encarcelamientos tan distintos. Luz regentaba con discreción un vaivén continuo de hombres de todas las edades: setentones que antes de llamar al timbre miraban a su alrededor con recelo, veinteañeros que aparcaban su moto un poco más lejos y no se quitaban el casco hasta que se abría el portal, cuarentones en traje gris con elegantes maletines que aprovechaban su pausa para comer. Cuando no estaba frente al televisor, o haciendo la compra, o entrenando, Ksenia estaba cerca de la ventana observando ese furtivo ir y venir. Sabía que Luz era consciente de ello, pero en las sonrisas que le dirigía antes de ocultar las vistas con una pesada cortina de terciopelo, había mutua complicidad implícita. Era como si, con esas sonrisas fugaces, quisiera hacerle entender que no temía ningún acto malvado de ella, la desconocida del edificio de enfrente, ninguna delación o denuncia.
Esta peculiar complicidad había seguido durante por lo menos tres meses, hasta que una tarde de febrero se habían cruzado. Ese día Ksenia estaba muy nerviosa. Por primera vez se había alejado del barrio y hacía unos diez minutos que andaba arriba y abajo por delante de un
sex shop. No se decidía a entrar, le daba mucha vergüenza. Hubiese querido perder el dinero que le había dado Barone junto con una lista de accesorios que la señora de Parioli le había dictado, con la misma despreocupación aburrida de una dueña con su sirvienta al hacer la lista de la compra. Al final se decidió a entrar: fingir haber perdido el dinero tendría consecuencias muy dolorosas. La tienda estaba situada por debajo del nivel de la calle y para acceder a ella había que bajar cuatro o cinco escalones y empujar una puerta de cristal mate.
El interior era un laberinto de habitaciones rebosantes de DVD porno y estanterías en las que se exponían vibradores de todos los tamaños y colores y otros muchos objetos que Ksenia ni podía imaginar para qué servían. Detrás del mostrador había un hombre de unos sesenta años con un bigote canoso y poblado que le sonrió insinuando su profesionalidad, lo que la hizo sonrojarse enseguida. Girándose rápidamente hacia la izquierda, la chica se metió en una sala poco iluminada para que resaltara el rojo y el violeta de las vitrinas dentro de las cuales se exponían trajes de cuero negro, máscaras, bozales con tachas, esposas, guantes con los dedos cortados, en un efecto escenográfico que quería ser perturbador, pero que a ella solo le provocaba tristeza. Finalmente encontró el artículo que buscaba y consultó el
post-it rosa en el que había escrito el nombre para no equivocarse:
«Strap-on totally satisfied black. Diámetro cuatro centímetros». Levantó la mirada hacia la vitrina y se encontró frente a una gama de falos de látex conectados a un arnés. En todas las cajas había chicas desnudas o semidesnudas que lo llevaban como una prótesis, en una posición análoga a la de los genitales masculinos. Había de varios tipos, pero el modelo que había elegido la mujer de Parioli era de dimensiones desproporcionadas. Durante un segundo Ksenia imaginó cómo lo usaría con ella. Su corazón empezó a latir fuerte y tuvo que cerrar los ojos por el mareo, avanzando en la oscuridad en busca de un apoyo.
Se dio cuenta de que alguien le había cogido la mano con delicadeza y le había susurrado con un cálido acento sudamericano:
—Debes tener cuidado con esto. Y con los locos que lo usan.
Ksenia abrió los ojos y la reconoció: la chica de la ventana de enfrente. De cerca era aún más guapa. Su pelo oscuro caía con despreocupación sobre los hombros y un minúsculo lunar le punteaba la mejilla derecha, en la base de la nariz, pequeña y regular.
Afectada por la vergüenza, Ksenia solo pudo balbucear una lacónica justificación:
—Son para mi marido.
—Claro, Antonino Barone.
La colombiana había pronunciado su nombre con un velo de desprecio que no se le escapó a Ksenia.
—Sí, es mayor... Pero es... No puedo hablar de él.
Ksenia no sabía dónde meterse, seguía mirando a su alrededor, incómoda.
Luz había notado un cardenal de color verdoso que iba de la derecha a la izquierda del cuello de la siberiana.
—No te dejes meter en esto, sea quien sea el bastardo que te trata de esta manera.
Lo había dicho con una dureza y una rabia tales que obligaron Ksenia a dejar ir una justificación que a Luz le había parecido incomprensible:
—Él no tiene nada que ver.
Luego la siberiana cogió coraje:
—¿Podrías comprarlo por mí? —le preguntó.
—Claro. ¿Cuál quieres?
Ksenia indicó uno con las venas violáceas en relieve. Luz no comentó nada.
—Espérame fuera —dijo antes de ir a la caja.
Después de una breve espera, Luz se asomó por las escaleras de la tienda, poniéndose unas gafas de sol. Ksenia miró dentro de la bolsa y se dio cuenta de que el
strap-on era de dimensiones más reducidas. Se dirigió sorprendida a la colombiana:
—No es el correcto.
—Sí que lo es. Verás que estará bien igual. Y después no tendrán que ingresarte.
Ksenia bajó la mirada:
—De acuerdo. Gracias.
Y sin añadir nada más, se alejó.
Mirándola, mientras se iba cabizbaja y con la espalda curvada, Luz se sorprendió al sentirse preocupada por ella.
Después de un rápido encuentro con el inocuo Mantovani, un profesor jubilado que no quería traicionar la memoria de su mujer y por eso se contentaba con masturbarse mientras ella le mostraba su «flor», Luz subió al segundo piso. Necesitaba hablar con Félix.
Félix Cifuentes era un enfermero cubano. Se había licenciado en la famosa Escuela de Medicina Latinoamericana de La Habana.
En un pasado ya remoto, había sido muy fiel a Fidel Castro. Había creído en la causa hasta el día en que, participando en una asamblea de médicos y paramédicos, había expresado su disentimiento en relación con la organización de la asistencia a domicilio. Su opinión era puramente técnica, sin embargo, había recibido una reprimenda oficial. En ocasión de una visita de Fidel al Hospital de Santa Clara, había conseguido acercarse al líder máximo y le había expresado libremente su opinión. Castro había apreciado la pasión y la franqueza del compañero enfermero, cuyas palabras, sin embargo, no se le habían escapado a un grupo de mezquinos burócratas: un mes después invitaron a Félix a abandonar la isla.
Por lo que le había contado a Luz, vivía en Italia desde hacía treinta años. Había rechazado el estatus de disidente político y había entrado como clandestino. Los primeros años se había adaptado a todo tipo de trabajos, «sin perder nunca la dignidad», como le gustaba repetir. Hasta que volvió a desempeñar su profesión de enfermero y luego, llegado a la edad de la jubilación, como cuidador. Se había especializado en cuidar señoras mayores a las que acompañaba hasta el final con competencia profesional y, por lo que decían todos los familiares, con gran dulzura. Estaba muy solicitado y había recibido ofertas extremadamente remunerativas. Pero las había rechazado. Por deontología profesional no abandonaba nunca a sus asistidas hasta que estas no dejaban este mundo. Desde hacía tres años era el ángel de la guarda de Angelica Simmi, y en todo ese tiempo nunca se había alejado del piso en la segunda planta, ni por un día.
A pesar de sus setenta años, Félix todavía tenía un buen aspecto. A Luz le recordaba a Harry Belafonte, el cantante favorito de su madre, que había dado a conocer el Calipso al mundo. No obstante su edad, Félix tenía brazos fornidos, manos fuertes y una postura erecta que inspiraban un sentimiento de solidez y seguridad. En casa siempre llevaba solo una bata inmaculada, pantalones negros sueltos y zuecos. Solo una vez que se había presentado tarde por la noche para una emergencia, Luz lo había sorprendido en camiseta de tirantes blanca, y en esa ocasión pudo observar sus hombros musculosos y su piel increíblemente lisa.
Ese día, después de abrirle la puerta, Félix la dejó entrar pidiéndole que tuviera diez minutos de paciencia porque estaba bañando a Angelica. Poco después salió llevando en brazos a una mujer pequeña, frágil y menuda, sin pelo, con aspecto de estar sufriendo, pero con una sonrisa amable. Estaba envuelta en un albornoz demasiado grande para ella, con los brazos al cuello macizo de Félix, con el mismo abandono confiado de una niña con su padre. Félix, por su parte, la sostenía sin el más mínimo esfuerzo.
—Buenas tardes, señora Simmi —la saludó Luz con una cálida sonrisa.
—Hola, querida. En la cocina hay algo para ti.
—Nos vamos a poner el camisón —le dijo Félix a Luz—. Puedes esperarme en mi habitación, si quieres.
El cuarto del cuidador era pequeño, pero acogedor. Delante de la ventana había una tabla de planchar con una camisa blanca de popelín encima. Las estanterías de las paredes rebosaban de libros: textos de medicina en italiano y español, ensayos de política, particularmente sobre la revolución cubana, volúmenes de poesía y alguna novela. En la mesilla de noche junto a la cama individual destacaba un tomo de mil páginas que se había vuelto amarillo por el sol y con el lomo remendado con cinta transparente. Era una edición antigua de
Los Miserables de Victor Hugo. Luz se quedaba consternada solo de mirarlo. Hojeó algunas páginas, las que estaban marcadas por pliegues, asteriscos y subrayados con pluma y lápiz. Sin leer ni una palabra, lo dejó con una delicadeza perpleja.
Félix entró con una tarta salada en alto:
—La he hecho con mis propias manos, pero la receta es de Angelica. Siempre tiene miedo de que comas poco.
—Se lo he dicho: con lo suficiente me basta. Ya sabes cómo está la cosa, para conservar a los clientes tengo que mantenerme
al dente. Nadie quiere pagar por una puta fofa.
Félix movió la cabeza enfatizando su desaprobación:
—Cuando oigo a una chica inteligente como tú hablando de esta forma, me doy cuenta de lo inútil que ha sido mi existencia.
—Qué tontería. No conozco a nadie en el mundo más útil que tú —contestó Luz, mordiendo un trocito de tarta.
—Te equivocas. Como dice el viejo Victor Hugo: «He luchado para acabar con la prostitución de las mujeres, la esclavitud del hombre y la ignorancia de los niños». Y tengo que admitir que he fracasado en todos los frentes.
—Lees demasiados libros.
—Al contrario. He leído pocos de joven y ahora que soy viejo no tengo la vista de antes.
—Y no solo la vista...
—añadió Luz con una sonrisa alusiva, divirtiéndose picando su vanidad.
—Tengo setenta años cumplidos, tesoro.
—Puedo darte unas píldoras azules. Hacen milagros.
—Ah, no, gracias. Una de las causas de la total confusión en la que vivimos es el uso de esas píldoras azules por parte de viejos cerdos como yo. ¿Los has visto? Se compran descapotables de cien mil euros que no saben conducir. Tienen dos o tres ex mujeres, amantes que podrían ser sus hijas, se van todos a esos inútiles viajes «todo incluido» en vez de estar en casa jugando con sus nietos.
Luz se había sentado en la cama mientras Félix estaba calentando la plancha.
—Hoy he hablado con la chica del edificio de enfrente.
—¿La siberiana?
Luz asintió.
—Estoy preocupada por ella.
—Mira.
—Está casada con el usurero.
—Esto lo sabe todo el barrio. Es la prueba de lo que estaba diciendo: un gordo de sesenta años con una chica de veinte.
—Está asustada. Tengo miedo de que pueda pasarle algo malo.
—¿Quieres decir más malo
aún?
De nuevo Luz asintió, frunciendo la frente.
—¿Y por qué este interés imprevisto?
Luz no contestó.
El cubano la analizó enarcando los ojos, con actitud inquisitiva.
—¿Qué hay de malo? —preguntó la chica, defendiéndose.
—Nada. Todos tenemos que cuidar de alguien. La pregunta es: ¿por qué ella?
—Tiene un cardenal muy feo en el cuello y el usurero la manda a comprar cosas que hacen daño.
En la habitación de al lado la voz débil de la señora Simmi llamaba al enfermero.
—¡Voy! —contestó Félix, levantando la voz para que le oyera. Luego se dirigió a Luz:
—Tenemos que saber más. Procura verla de nuevo, digamos de manera... casual. E intenta traerla aquí.
—Me hubiese encantado conocerte cuando tenías veinte años. Tenías que haber estado cañón.
—No te creas. Era un tipo aburrido. Solo pensaba en cambiar el mundo.
A partir del día siguiente los encuentros «casuales» entre Luz y Ksenia se hicieron más frecuentes: en la charcutería, en el supermercado, en la farmacia. Luz se las ingeniaba para seguir la ruta que el marido-dueño había trazado para la siberiana. Ksenia se sentía sorprendida y adulada por esa atención, no podía creer que una mujer tan guapa y segura de sí misma pudiese interesarse por ella. Desde que Pittalis la había entregado a Barone había dejado de considerarse una persona libre de elegir cualquier cosa, especialmente a quién ver.
Una mañana, mientras compraba la novelucha habitual, oyó la voz profunda de Luz que le tomaba el pelo.
—¿Alguna vez has leído un libro que no lleve la palabra
amor en el título?
—Aconséjame algo.
—Yo no necesito leer. Me basta con escuchar a Félix.
—¿Y quién es Félix?
—Ven, querida —dijo el cubano—, te presento a Angelica.