Ksenia

Ksenia


Capítulo 4

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—Porque mi Antonino era fuerte y una persona sola no lo lograría —contestó—. Y no solo por la llave, sino porque esa cadena se la regalé yo y no hubiese permitido que nadie la tocara.

Pittalis asintió y subió al coche. No abrió la boca en todo el trayecto hasta la casa de Assunta.

—Normalmente no estás tan callado —tanteó la mujer—. No me digas que estás demasiado afectado por la muerte de Antonino, me ofenderías.

—Estoy pensando en quién podría ser el hijo de puta que lo ha hecho. Pero no se me ocurre nadie.

—A lo mejor fuiste tú —dijo Assunta, bajando del coche.

Lello no se atrevió a contestar. No serviría de nada. La única manera de disipar cualquier duda de la mente perversa y desconfiada de aquella bruja era encontrar al culpable. Y él lo conseguiría. Aunque tuviera que inventarse uno. Ocuparía el lugar de Barone y el barrio sería suyo. Se había hartado de ir y venir de Siberia.

 

 

Ksenia salió de la ducha y se arregló cuidadosamente. Era su primera mañana como viuda y el barrio vería a una mujer distinta. Se puso tejanos, zapatos planos y un jersey. Ropa prohibida hasta ese día.

Oyó a alguien que gritaba bajo las ventanas que daban a la calle.

Era la loca, la

Vispa Teresa, que agitaba los brazos hacia arriba.

—Antonino, ¡la cesta! ¡Antoni! ¿Estás sordo? ¿Estás durmiendo?

Gritaba como una obsesa. Tenía la cara muy roja. La chica cerró la ventana. Aquella mujer la aterrorizaba y, de todas formas, no sabía qué hubiese podido hacer por ella. Esperó a que se fuera y después de algunos minutos salió para hacer su recorrido habitual: supermercado-charcutería-panadería-quiosco.

Cuando pasó por delante del Bar Desiré, uno de los hermanos Fattacci, el de pantalones de camuflaje, se llevó la mano al paquete de manera alusiva. Don Mario, en cambio, se quedó en el umbral, sumergido en sus pensamientos oscuros. Llevaba una tirita enorme en la nariz y estaba hasta los huevos de todo. No solo le había pegado una mujer, sino que llevaba toda la mañana con los hermanos Fattacci tomándole el pelo. Había sido un gran error contarles las amenazas de Mónica y que había sido ella misma quien le había hecho aquello. Hubiese tenido que callarse. A esa puta con el culo roto no le debía nada.

En cambio, Marani hizo el esfuerzo de levantarse e ir hacia la viuda actuando para los curiosos, para dar a entender que la banda seguía existiendo.

—Pobre Antonino, qué desgracia —le dijo, apretándole la mano—. Trágica e inesperada. Quería decirle que no tiene que sentirse abandonada. Nosotros no la dejaremos nunca sola, Antonino no nos lo perdonaría. Verá, siempre se puede/encontrar una solución. Él tenía buenos amigos, como Lello Pittalis, que usted ya conoce, y aquí los chicos lo querían como a un padre. Cualquier cosa que podamos hacer, quede tranquila que la haremos.

Marani seguía apretándole la mano y mirándola fijamente con sus ojos rapaces, pequeños como alfileres. A sus espaldas, Graziano y Fabrizio se reían dándose codazos y mostrándole la lengua de manera obscena. Solo dos días antes Ksenia hubiese huido aguantándose las lágrimas, con el corazón latiendo enloquecido. Pero ahora era distinto. Esos hombres horribles pagarían lo que habían hecho, de una manera u otra. Apretó la mano de Marani con toda la fuerza que le venía de doce años de deporte agonístico. Devolvió su mirada hasta que vio el rostro pálido y enfermizo del hombre estremecerse en una mueca de dolor. Le obligó a dejar el agarre mientras le miraba con rabioso estupor.

—Gracias por sus afectuosas palabras —le dijo con una sonrisa provocadora extendida a aquellos dos bestias de los Fattacci. Cualquier cosa que tuvieran en mente para ella, no pasaría. Mejor suicidarse, aunque contaba vivir muchos años más.

Siguió el recorrido catalizando la atención de todo el barrio. La muerte de Antonino Barone era la noticia del día, y todos los ojos eran para ella. En cualquier lugar que entraba, la gente hablaba del usurero difunto y su presencia transformaba el cotorreo en murmullo, pero el asunto era demasiado grande y no había forma de encauzarlo. La gente quería hablar de ello. En las caras de los comerciantes había satisfacción, la misma que cuando muere un tirano o un verdugo. Varias señoras, que antes le daban la espalda con soberbia cuando la veían, ahora buscaban su mirada para hacerle saber lo contentas que estaban de que fuese viuda.

Ksenia se portó como siempre, amable y sonriente. El único momento en el que casi se discutió había sido en la panadería. Había sacado el dinero para pagar y la cajera no había querido aceptarlo. Había insistido, levantando la voz para que todos la oyeran, hasta que llegó el dueño rogándole, con lágrimas en los ojos, que no le metiera en un lío.

Todavía tenían miedo. O mejor dicho, sabían que la raza de los Barone no se había extinguido nunca y solo estaban celebrando la muerte de Antonino esperando a que llegase el sucesor.

Ksenia se había puesto colorada y había pedido perdón. En las demás tiendas se había portado como siempre.

Una vez acabado el recorrido, en vez de volver a casa, después de haber mirado a su alrededor furtivamente, se metió en la perfumería, donde Eva y Luz la estaban esperando.

Había otras clientes a las que D’Angelo estaba recomendando vivamente no usar cremas con petrolatos, parabenos y siliconas porque son de mala calidad y nocivas, y tuvo que resignarse a esperar algunos minutos antes de abrazar a su amada.

—¡Pasad a la trastienda! —explotó Eva—. Si alguien os ve estamos perdidas.

Corrieron riéndose como dos adolescentes hacia la puerta que daba al despacho y al pequeño almacén. Se besaron y se abrazaron con entusiasmo.

Ksenia cogió entre sus manos el rostro de la colombiana.

—Quiero uno de tus besos lentos, muy lentos —dijo, cerrando los ojos—. Uno de esos especiales que solo tú sabes dar.

Luz la contentó hasta que Eva llamó discretamente a la puerta. Llevaba un traje pantalón, cómodo pero elegante. Se había maquillado para esconder las ojeras y ostentaba una sonrisa dulce, apenas velada por un matiz de tristeza.

—He cerrado la tienda —anunció, acariciando a Ksenia—. Luz me ha contado que lo pasaste muy mal anoche, y la historia que Pittalis te quiere revender y la hermana esa, Assunta...

Ksenia miró a su novia para dar a entender que se lo había contado todo a Eva. Luz sacudió la cabeza. La historia de sexo con los hermanos Barone se la había guardado.

—¿Entonces estamos seguras de que nadie sospecha de nosotras? —preguntó Eva.

—Sí —contestó la colombiana—. Nadie nos ha visto y Ksenia los ha convencido.

—Eso espero —intervino la siberiana.

—¿Qué vamos a hacer con el dinero y las joyas, ya que, como ha dicho Félix, no se pueden devolver a sus propietarios? —preguntó D’Angelo—. ¿Solo son de Ksenia? ¿O de las tres?

—No lo he pensado todavía —contestó Ksenia.

—Ni yo —dijo Luz.

Eva se sentó en la pequeña butaca que usaba siempre su marido.

—Esta mañana se me ha ocurrido algo. Pero no sé si puede funcionar...

—Explícate —le solicitó la colombiana.

—Necesito dinero para salvar la tienda —dijo Eva—, Por culpa de mi marido tengo deudas con el banco, y dentro de poco Marani volverá para hacer la recaudación. Pero la perfumería, a pesar de la crisis, siempre ha estado en activo.

—A lo mejor podemos dividirlo entre las tres —la interrumpió Ksenia—. Creo que hay dinero suficiente.

Eva sacudió la cabeza.

—Te lo agradezco, pero no estaba pensando en eso. Os quería proponer ser socias. A partes iguales, quiero decir. Aquí, al final salen tres sueldos dignos, y además es un trabajo bonito.

Luz y Ksenia se intercambiaron una mirada que Eva no consiguió descifrar.

—Lo sé, es una idea estúpida —se disculpó D’Angelo—. He pensado en mi situación y me he dejado llevar por esta fantasía. Me he hecho ilusiones de que con la muerte de Barone había llegado el momento en el que todo iba a tener un final feliz.

—Todavía no es momento de pensar en el dinero, Eva —acortó Luz—. Entiendo que lo necesites, pero antes tenemos que salvar a Ksenia. Estar a salvo de verdad las tres.

D’Angelo asintió y volvió a la tienda.

La siberiana sonrió a su novia.

—Pero me gustaría, trabajar aquí contigo.

—A mí también, mi vida.

Ksenia se levantó.

—Tengo que ir a la comisaría para prestar declaración.

 

 

Félix ya le había servido el desayuno a Angelica: leche de arroz, tostadas integrales y una manzana. La había lavado y cambiado. Mientras su paciente esperaba sentada en un taburete en el baño, con la mano apoyada en el borde de la bañera, el cubano había abierto de par en par la ventana de la habitación para ventilarla, había cambiado las sábanas y accionado el motor eléctrico del colchón antidecúbito. Luego había atenuado la luz de la habitación antes de coger a Angelica en brazos, dejarla en la cama y doblar la manta. A la luz de la lámpara, estaba leyendo un extracto de

Zeitoun, el libro de Dave Eggers sobre un sirio que había salvado a mucha gente durante la inundación de Nueva Orleans y al que las fuerzas especiales enviadas por George W. Bush acusaron de saqueo. El hecho de que Angelica estuviese inmovilizada por la enfermedad no significaba que no sintiera interés por lo que pasaba en el mundo.

Félix había llegado al punto en el que Zeitoun, a bordo de una canoa, alcanzaba a una señora mayor acurrucada en el tejado de su casa inundada, cuando alguien llamó a la puerta. Félix y Angelica se intercambiaron una mirada cómplice. Estaban listos.

Al encontrarse delante de un hombre de unos cuarenta años bastante guapo, con una chaqueta azul y que se alisaba con una mano el pelo largo y bien peinado, Félix no dudó que era Lello Pittalis. La descripción de Ksenia había sido dolorosamente detallada.

—¿Sí? —dijo el enfermero, bloqueando la puerta con su poderoso cuerpo.

—Buenos días. Siento molestar —empezó Pittalis, haciendo alarde de una sonrisa franca.

—Me manda la compañía de seguros del señor Antonino Barone. Desafortunadamente, anoche hubo una tragedia y nuestro cliente falleció.

—Sí, lo sé. Nos ha informado la policía.

—¿Lo conocía?

—De vista. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Verá —lo interrumpió Pittalis.

—La viuda del señor Barone ha declarado que pasó toda la noche en este piso.

—Sí, vino poco antes de cenar. Yo me fui enseguida. Era mi tarde libre. Soy el enfermero —precisó Félix, indicando con la mano el uniforme blanco—. Pero si quiere puede hablar con la señora Simmi: ella obviamente se quedó aquí todo el rato.

—¿Puedo?

—Adelante —dijo Félix, apartándose para dejarlo entrar.

 

 

Después de cinco minutos en aquel cementerio, con las fosas nasales impregnadas por el tufo típico de la larga hospitalización, Pittalis hubiese querido ahogar con la almohada a aquella vieja atontada que no se callaba.

—¿Sabe que hablo un poco de ruso también? A Ksenia le hace ilusión intercambiar algunas palabras en su idioma —explicó Angelica—. Consigue expresar mejor sus sentimientos. Es una criatura tan sensible. Y seria, muy seria. ¿Sabe que me lo ha contado todo?

Por segunda vez Pittalis se puso rígido.

—¿Todo?

—De cómo llegó a Italia. Del concurso de belleza. De ese joven guapo con el que estaba prometida, pero que al final se ha revelado un sinvergüenza.

Pittalis se acercó hacia la vieja para observarla mejor.

Angelica siguió en tono frívolo:

—Luego, por suerte, ha conocido a ese buen hombre de Antonino Barone. Claro, la diferencia de edad es notable. Pero estas chicas huyen de la pobreza y no pueden ser muy quisquillosas, ¿verdad?

—No sé.

—De todas formas, Ksenia le había cogido mucho cariño. Siempre me lo decía: mi marido me trata bien y no me falta de nada. Es una chica chapada a la antigua, ¿sabe? Y seria, muy seria. No como nuestras chicas, que ya no saben cómo no perder a un hombre.

Pittalis, exasperado, se levantó.

—Se lo agradezco, pero ahora tengo que despedirme. Solo una cosa: ¿a qué hora se fue la chica?

—Con esta oscuridad pierdo la noción del tiempo. Sin embargo, recuerdo que le pregunté la hora y Ksenia me contestó que eran casi las once y que en breve tenía que volver a casa. ¿Cree que le darán la prima del seguro?

—Quizás. No lo sé. Hasta luego.

 

 

Una vez fuera del edificio, Pittalis respiró a pleno pulmón, lira evidente que la siberiana no tenía nada que ver con la muerte de Barone. No había nada que temer de ella, ya que había tenido el sentido común de contarle un montón de tonterías a la vieja. Por si acaso, también llamó a las puertas del resto de pisos del edificio donde vivía Antonino. Ya lo había hecho la policía sin ningún resultado y a él los vecinos también le reafirmaron que no habían visto ni oído nada. Pensar que la chica estaría de nuevo en sus manos le excitó. Quería hacerle una visita para obligarla a devolverle el pasaporte y presionarla un poco más, pero Sereno Marani tenía preferencia.

Se encaminó hacia el Bar Desiré. La gente, agrupada en corrillos, comentaba la muerte de Antonino. A medida que pasaban las horas, las malas lenguas se iban avivando. Nadie se dignó mirarle. Aún no sabían que pronto le saludarían con absoluta deferencia. Lo que hicieron los hermanos Fattacci, listos para servir al nuevo jefe. Marani fue más tibio e intentó tratarle a la par. Evidentemente sentía ciertas veleidades de suceder a Barone. Aunque siempre había sido un gregario, el recadero encargado de las recaudaciones, y Assunta no le permitiría nunca que ocupara el lugar del hermano.

—¿Qué hay, Sereno?

—El populacho está gozando de este momento.

—Le queda poco. Después del entierro retomaremos la actividad y volverán a sentirse humillados —comentó Lello—. ¿Has sabido algo de quién se cargó a Antonino?

—Nada. Tenemos espías en todos lados. Gente que por una prórroga de dos días nos contaría cualquier cosa. Pero esta vez no saben nada.

—Entonces estamos en un lío, porque Assunta está convencida de que fue uno de nosotros o todos juntos.

—Es absurdo.

—Tampoco tanto.

—¿Qué quieres decir?

—Antonino conocía lo suficiente a la persona que fue a su casa, si no, no le hubiese recibido —contestó Lello—. Y sabía de la llave en el cuello y la caja fuerte.

Marani se encogió de hombros.

—En el barrio lo sabía todo el mundo.

—Era un rumor. Todos hablaban de ello, aunque nadie tenía la certeza.

—Según lo que dices, parece un asesinato organizado hasta el más mínimo detalle.

—Es lo que cree Assunta, y nadie la hará cambiar de idea hasta que descubramos quién fue —Pittalis buscó la mirada de Marani—. ¿Si no, sabes lo qué pasará? La hermanita nos tomará las medidas para el ataúd, después una mañana nos levantaremos y por la noche ya no existiremos.

Sereno empalideció.

—Te juro que no tengo la más remota idea de quién pudo ser.

—Intentemos encontrar el oro y las joyas. Tú sabías lo que había en la caja fuerte, ¿verdad?

—No todo. Solo lo que le llevé yo personalmente.

—¿Cuántas cosas había?

—Si las hubieses llevado a un perista, podías sacarle setenta, ochenta mil euros.

—Hazme una lista. Preguntaré a varios. ¿Y en efectivo cuánto había?

—Trescientos cincuenta mil. De esto estoy seguro porque acabábamos de hacer el balance semanal.

—¿Y el resto?

Marani se rio con sarcasmo y bajó la voz —«El tesoro del barón».

—Ya.

—Era un secreto de Antonino. Y de su hermana.

—De todas formas no es asunto nuestro —acortó Pittalis—. Nosotros tenemos que encargarnos de la caja fuerte. A lo mejor al cabrón que la vació le entran ganas de gastarse el dinero.

—Así lo pillamos enseguida.

—Haz algo, Sereno. Difunde el rumor de que vamos a anular las deudas a los que nos den información útil.

—Buena idea.

Lello masculló un saludo de despedida, dio algunos pasos hacia la salida y se dio la vuelta.

—En la caja fuerte también estaba la lista de deudores, ¿verdad?

Marani alargó los brazos.

—Desgraciadamente, sí. Antonino estaba chapado a la antigua y lo tenía todo junto. No sabes la de veces que le dije que lo guardara en otro lado.

—Pero tú tienes una copia, ¿o me equivoco?

—La tenía. Assunta vino a por ella esta mañana. A mi mujer casi le da un ataque. Pensaba que era la policía.

Las risotadas groseras de Sereno acompañaron a Pittalis hasta la salida. Sin embargo, Lello no estaba para nada de buen humor. El gesto de Assunta no tenía sentido. Se había hecho acompañar a casa para luego salir de nuevo e ir a casa de Marani. Además, ella se encargaba de las actividades legales de Antonino, compraba y vendía inmuebles a la luz del día. Del préstamo por usura no sabía nada. Había algo más. Algo que tenía que entender a toda costa.

Había llegado el momento de obtener también respuestas de la tonta de la siberiana. Por el camino se cruzó con Teresa la Loca, que le gritó frases confusas e intentó embestirle con aquel cochecito de mierda. Se vio obligado a esquivarla un par de veces como un torero, causando la hilaridad de los que pasaban por allí.

El deseo de darle patadas a mansalva fue casi irrefrenable, aunque no hubiese sido bueno para su imagen de futuro jefe del barrio. Fingió reírse, dijo un par de frases divertidas y metió diez euros en el bolsillo del pesado gabán de la mujer.

Vio a Ksenia que estaba entrando en el portal del edificio y aceleró el paso. La alcanzó mientras entraba en el ascensor.

—¿Dónde has estado? —preguntó, inquisidor.

—En la comisaría, para prestar declaración.

—¿Y qué les has contado?

—Lo que ya sabes.

—Cuidado que conseguiré una copia del acta.

La chica se encogió de hombros.

—Mejor, así te quitas cualquier duda.

Pittalis sonrió, pérfido.

—Si que has aprendido bien el idioma... Mucho mejor de lo que creía hasta ayer. Parece que estuvieras fingiendo entender menos de lo que en realidad entiendes.

Ksenia quiso morderse la lengua. Aquel gilipollas tenía razón. Había interrumpido demasiado de repente la farsa de la chica extranjera especialmente tonta. Tenía que prestar más atención.

—Te equivocas —masculló.

—Puede ser.

Pittalis se quedó en silencio hasta que entraron en el piso. Se sentó en la butaca favorita de Antonino.

—Tráeme un vaso de vino blanco —ordenó.

—No creo que haya.

Lello se puso de pie de golpe y le agarró el mentón.

—En esta casa siempre ha habido vino blanco frío. Antonino guardaba una docena de botellas en la nevera —susurró—. ¿Tengo que pensar que no te gusta mi compañía?

Ksenia se escabulló y fue a la cocina. Volvió poco después con una botella, un vaso y un sacacorchos.

—Trae algo de picar también.

La chica entendió que Pittalis no tenía ninguna intención de despedirse en breve. Desesperación y rebelión se superpusieron en su mente mientras llenaba a la buena de Dios un cuenco con las verduras en aceite favoritas de su difunto marido.

Se impuso quedarse tranquila, aunque hubiese querido clavar en el pecho de aquel cerdo el cuchillo que estaba utilizando para cortar el chorizo.

En el piso del edificio de enfrente, Luz Hurtado estaba con uno de sus clientes más asiduos, un chico de veinticuatro años al que ella había apodado «el Hombre Pez» porque amaba tumbarse desnudo en el suelo junto a tres grandes mújoles que cogía de la pescadería de su padre. Quería que Luz le aplastara la cabeza con el zapato mientras él intentaba ahogarse con las manos, poniendo los ojos en blanco como un pez muerto. Cuando Luz lo veía que braceaba y se volvía cianótico, le gritaba que estaba muerto y una sonrisa de placer aparecía en el rostro del cliente que, ayudándose con una mano, al final conseguía alcanzar su silencioso orgasmo, como presumía que hacían los peces.

Generalmente Luz dominaba la situación, sabía cuándo tirar de los hilos y cuándo soltarlos. Sin embargo, después de la última noche, los hombres le parecían insoportables. Quería borrarlos de su vida. Se quedó algunos minutos absorta por estas reflexiones, bajó la mirada hacia el Hombre Pez y se dio cuenta con horror de que un hilo de sangre estaba bajando lentamente por la mejilla a causa de la excesiva presión del tacón. El chico la miraba desde abajo con una expresión maravillada y sumisa, justo como un pez que ha renunciado a moverse en el fondo de un pesquero y parece darle una última mirada fría y de reproche a un mundo demasiado lleno de luz y de aire. Luz levantó el pie, llevándose una mano a la boca. Por primera vez había perdido el control de la situación.

 

 

Ksenia estaba volviendo al comedor con los ojos hinchados por las lágrimas y el corazón agitado.

—¿Qué te pasa? ¿Te ha venido una lagrimita por la prematura muerte de tu querido Antonino?

Riéndose socarrón, Lello se tomó una pausa para comer y beber.

—¡Exquisito! —exclamó de repente—. Antonino Barone se cuidaba muy bien, sabía cómo disfrutar de la vida.

Bebió un sorbo más, encendió un cigarrillo y preguntó a quemarropa:

—¿De qué conoces a Assunta?

Ksenia, desprevenida, dio la respuesta equivocada:

—Si es su hermana.

—Esto te lo dije yo la otra noche. Tú la conocías, pero no sabías que eran familia. Es mejor que me cuentes la verdad. Sabes que para mí pegarte solo es un placer.

—Dos veces a la semana Antonino me llevaba a un piso en el que me usaban para sus juegos eróticos.

Lello se chupó los dedos, saboreando la noticia.

—Explícate mejor.

—Assunta me obligaba a practicar sexo con ella.

—¿Y él?

—Le gustaba mirar.

—¿Es decir que no te follaba?

—Nunca lo hizo: no hasta el fondo.

—A ver, ¿Antonino y Assunta se acostaban juntos?

Ksenia resopló.

—Se portaban como dos cerdos locos de amor, pero sin tocarse. Para no cometer pecado, creo.

—¿Qué significa eso?

—Que se querían. Mucho. Muchísimo. Pero sabían que estaban enfermos, que lo que hacían no era normal.

—¿Dónde está el piso?

—No lo sé. No conozco Roma.

—¿Pero siempre era el mismo?

—Sí. Era «su» casa, su nido de amor.

El hombre se perdió en sus pensamientos. Intentaba darle sentido y valor a la revelación. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se levantó.

—Dame el pasaporte.

La siberiana ni intentó mentir. Simplemente se negó.

—No —dijo rotundamente.

—¿Sabes qué creo? —susurró Pittalis en tono cómplice—. Que disfrutas como una loca cuando te pego. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro.

Avanzó para golpearla, pero el pasado de atleta de Ksenia la hacía increíblemente ágil. Por una vez se zafó de su agresor, huyó hacia la ventana que daba a la calle, la abrió y empezó a gritar:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Pittalis me quiere matar!

 

 

Luz estaba a punto de pedirle disculpas a su cliente, sin darse cuenta de que de esa manera lo arruinaría todo para siempre, cuando oyó los gritos desesperados de Ksenia. A pesar de estar desnuda, no dudó ni un instante: abrió las cortinas y la ventana de par en par. Vio a Pittalis que intentaba apartar a Ksenia de la ventana, golpeándola con una ráfaga de puñetazos mientras ella gritaba. Luz también se puso a gritar con todo el aliento que tenía:

—¡Hijo de puta! ¡Déjala, asesino!

En ambas fachadas se empezaron a abrir las ventanas. Muchas personas señalaban hacia allí, azoradas, algunas ya habían cogido el teléfono y amenazaban con llamar a la policía.

La situación se había vuelto insostenible. Pittalis se vio obligado a dejarla ir y sin decir ni una palabra fue hacia la puerta y bajó las escaleras corriendo. No podía permitirse darles demasiadas explicaciones a los policías. Estaba furioso y al mismo tiempo desconcertado. Era la primera vez que una de sus chicas se rebelaba, y de una forma tan hábil, lista. Ksenia lo pagaría caro, pero ahora tenía asuntos más urgentes que resolver. Aunque había tenido que huir como un capullo cualquiera, ahora conocía los detalles más íntimos del secreto de los Barone y en el momento oportuno sabría cómo utilizarlo.

 

 

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