Kraken

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Segunda parte » 14

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—¿Qué le ha pasado a Leon? —dijo Billy.

Dane lo miró y negó con un gesto.

—Yo no estaba allí, ¿a que no? No lo sé. ¿Ha sido Goss?

—Ese hombre, Goss, y ese niño. Parecía como si…

—Yo no estaba. Pero tienes que enfrentarte a los hechos. —Dane volvió a mirar—. Viste lo que viste. Lo siento.

¿Qué fue lo que vi?, pensó Billy.

—Cuéntame qué dijo —le pidió Dane.

—¿Qué?

—El Tatuaje. Cuéntame qué dijo.

—¿Qué era eso? —dijo Billy—. No. Mejor me cuentas tú unas cuantas cosas. Pero ¿de dónde sales?

Recorrían calles que no conocía.

—Ahora no —contestó Dane—. No tenemos tiempo.

—Llama a la policía…

Detrás del asiento de Billy la ardilla emitió un sonido gutural.

—Joder —dijo Dane—. No tenemos tiempo para esto. Tú eres un tío listo, ya sabes lo que pasa.

Hizo chasquear los dedos. En el punto en que sus dedos percutieron se produjo un leve destello de luz.

—No tenemos tiempo.

Frenó con un exabrupto. Las luces rojas desaparecieron de delante.

—Así que vamos a cortar el rollo, ¿quieres? No te puedes ir a casa. Eso ya lo sabes. Es donde te pillaron. No puedes llamar a los de Baron. ¿Te crees que eso va a servir de algo? ¿Que la pasma te va a sacar del apuro?

—Espera…

—Ese apartamento ha dejado de ser tu casa. —Hablaba como a pequeñas puñaladas—. Esa ropa ya no es tuya, los libros ya no son tus libros, ni tu ordenador, ¿lo captas? Viste lo que viste. Sabes que viste lo que viste.

Dane hizo chasquear los dedos en las narices de Billy y la luz volvió a brillar. Conducía con brusquedad.

—¿Está claro?

Sí, no, sí, estaba claro.

—¿Por qué has venido? —preguntó Billy—. Baron y Vardy dijeron… Pensaba que ibas a por mí.

—Siento lo de tu colega. He pasado por eso. ¿Sabes lo que eres?

—Yo no soy nada.

—¿Sabes lo que hiciste? Yo lo sentí. Si no lo hubieras hecho, no habría llegado a tiempo, y te habrían llevado al taller. Se ha liberado algo.

Billy recordaba una presión interna, cristal rompiéndose, ser arrastrado por un instante.

—Goss estará lamiéndolo todo, buscándonos. El que te tiene que preocupar es el hombre de la espalda.

—El tatuaje hablaba.

—No empieces con eso. Los milagros están cada vez más a la orden del día, tío. Sabíamos que esto estaba cerca. —Se quedó en blanco, con una repentina emoción, se llevó la mano al pecho, cerca del corazón—. Son los fines del mundo.

—¿El fin del mundo?

—Los fines.

* * *

Era como si los edificios se fueran agregando por los ángulos y la penumbra por delante del coche, y se disiparan por detrás. Desde luego, con toda certeza, algo se había liberado esa noche.

—Es la guerra —dijo Dane—. Aquí es donde moran los dioses, Billy. Y se han declarado la guerra.

—¿Qué? Yo no estoy de parte de nadie…

—Oh, sí que lo estás —dijo Dane—. Tú eres una parte.

Billy sintió un escalofrío.

—¿Ese tatuaje es un dios?

—Ni de coña. Es un criminal. Un puto delincuente es lo que es. Piensa que estás en un aprieto. Cree que has robado el kraken. Puede que te juntaras con Grisamentum. —Ese sí que era un nombre con sonoridad, un pedazo de autoridad—. Nunca se llevaron bien.

—¿Dónde está el calamar?

—Esa es la cuestión, ¿no te parece? —Dane giró el volante con brusquedad—. ¿Me quieres decir que no has sentido lo que está pasando? ¿No has percibido las señales? Están saliendo de la oscuridad. Es la hora de los dioses. Han estado ascendiendo.

—¿Qué?

—En el líquido, a través del plexiglás o del cristal. Lo llevas en la sangre, Billy. Emergen del paraíso. Forzados por su momento. Australia, aquí, Nueva Zelanda.

En todos esos lugares el

Architeuthis y el

Mesonychoteuthis habían subido a la superficie.

Se encontraban en un centro social, con un cartel que rezaba «Iglesia del Sur de Londres». La calle olía a rayos. Dane lo ayudó a abrir a puerta. La ardilla saltó del coche y, en dos o tres sinusoides, desapareció.

—Será mejor que empieces a explicarme algunas cosas, Dane —dijo Billy—, o me voy a… a…

—Billy, por favor. ¿Acaso no acabo de salvarte la vida? Déjame ayudarte.

* * *

Billy se estremeció. Dane lo llevó adentro, entre hileras desordenadas de sillas de plástico situadas frente a un atril, hasta una sala que había al fondo. Las ventanas estaban cubiertas de collages hechos a base de pedazos coloreados de pañuelos de papel, falsas vidrieras. Había octavillas que anunciaba encuentros entre madres e hijos, liquidaciones por mudanzas. Un almacén repleto de piezas mecánicas y papel podrido, una bicicleta abollada, los detritos de años.

—La congregación nos esconderá —dijo Dane—. No te conviene interferir. Les hacemos un favor.

Abrió una trampilla. Entró luz.

—¿Ahí abajo? —dijo Billy.

Unas escaleras de hormigón conducían hasta un pasillo iluminado por fluorescentes y a una verja deslizante, como las de los ascensores industriales. Al otro lado de una reja, un hombre mayor y uno joven con la cabeza rapada y vestidos con monos mostraron sus escopetas. El ruido de fondo del Londres nocturno se esfumó.

—¿Es…? —empezó a decir uno de los guardias—. ¿Quién es?

—¿Sabes quién soy yo? —dijo Dane—. Pues claro que lo sabes, joder. Vete a decirle a su santidad que estoy aquí y déjanos entrar.

Bruscamente, pero con un tacto que a Billy no se le escapó, Dane lo empujó adentro.

Una vez cruzada la reja, las paredes dejaron atrás su monotonía. Billy se quedó boquiabierto. Aunque seguían siendo de hormigón y carecían de ventanas, las paredes mostraban intrincadas formas. Manchadas por una suciedad londinense que ninguna limpieza podía eliminar, un nautilo enredado con un pulpo, con una sepia, con su engalanado manto aplanado, como el reborde de una falda. Enroscaba sus brazos con un argonauta que se meneaba por debajo de su caparazón huevera. Y calamares por todas partes. Moldeados cuando las paredes aún estaban húmedas.

Menudo pasillo, ese pasadizo de la oficina del consejo. Un borde tentacular del calamar vampiro, como un malo de Disney; el cascarrabias de Humboldt; calamar látigo en postura de diapasón. Sus cuerpos se percibían en tamaños similares; sus especificidades, suprimidas en virtud de una cualidad compartida del calamar, una esencia téuthica. Su —la palabra se instaló en la mente de Billy y allí resistió tercamente— calamaridad.

Architeuthis en la desvencijada materia del edificio.

La sala enterrada a la que Dane llevó a Billy era tan diminuta como el camarote de un barco. Había una cama pequeña, un lavabo de acero. Sobre la mesa había un plato de curry, una taza con algo caliente. Billy a punto estuvo de echar una lágrima al percibir el aroma.

—Estás traumatizado —dijo Dane—, y tienes un hambre canina, y estás hecho polvo. No entiendes lo que está pasando. Cómete eso y hablamos.

Dane probó un bocado, para demostrarle que era seguro, pensó Billy. Comió. La bebida era un chocolate dulzón.

—¿Dónde estamos?

—El teuthex te lo explicará.

¿Qué es un teuthex? Billy se sentía como si estuviera nadando. Su extenuación se acentuó. Posó la mirada sobre un fondo oscuro. Los pensamientos iban y venían como en una emisora de radio. Esto, pensó, no era solo cansancio.

—Oh —dijo. Un brote de alarma.

—Ahora no te preocupes —dijo Dane.

—Tú, qué, tú… —Billy zangoloteó la taza y la miró fijamente. Dejó pesadamente el recipiente con el líquido adulterado antes de dejarlo caer, como si eso tuviera importancia. La penumbra se cernió sobre él como una nube de tinta—. ¿Qué has hecho?

—No te preocupes —dijo Dane—. Lo necesitas.

Dane dijo algo más, pero su voz quedaba ya demasiado lejana.

Hijos de puta, trató de decir Billy. Una parte de sí mismo le dijo a otra parte de sí mismo que Dane no lo habría rescatado solo para matarlo después, pero la mayor parte de él estaba demasiado cansada como para tener miedo. Billy se hallaba en el oscuro sosiego, y justo antes de que se cerrase tras él, y sobre él, subió sus propias piernas a la cama y se tendió, orgulloso de que nadie lo hubiera hecho por él.

* * *

Hacia el bentos del sueño y más allá. Una calumnia, eso de que en las zonas más profundas no haya luz. Hay momentos de fosforescencia por el movimiento animal. Titileos somáticos, y en esa trinchera del sueño esas luces eran sueños ínfimos.

Un sueño que duró mucho, y destellos de visión. Asombro, no miedo.

Billy podía subir a la superficie y abrir por un instante sus párpados de carne, no los de sus sueños, y dos o tres veces vio a gente observándolo desde arriba. Oía siempre únicamente el remolino cercano del agua, solo que en un momento de sueño profundo, en una ocasión, a una distancia de kilómetros amortiguados de océano, una mujer dijo:

—¿Cuándo se despertará?

Krill nocturno es lo que era, un único ojo minúsculo contemplando la ausencia moteada de presencia. El Billy plancton vio la simetría de un instante. La carne de un brazo hecho flor, extendiéndose. Lonjas de aleta sobre un manto. Carne de goma roja. Hasta ese punto ya lo conocía.

Vio algo pequeño o distante. Luego negro tras negro, y entonces regresó, más cerca. Los bordes rectos, las líneas duras. Una anomalía en los ángulos de aquella sima curvada.

Era el espécimen. Era su kraken, su calamar gigante aún… aún en suspensión en su tanque, el tanque y su contenido muerto, inmóvil, a la deriva en las profundidades. Hundiéndose hacia donde no hay más abajo. El que fuera calamar, volviendo a casa.

Una última cosa, que pudo haberse anunciado como tal, tan inequívoca era su finalidad. Detrás del tanque en descenso, algo que la minúscula billydad contemplaba desde muy arriba, aunque ya sumergida en las tenebrosas profundidades.

Debajo del tanque había algo perfecto y oscuro, y en movimiento, algo que se elevaba muy despacio, algo infinito.

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